separadorPor Laura Bordonaba

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Durante aquel verano sin brisa, en el que todo pareció fundirse, salimos a la terraza a contemplarla todos y cada uno de los días. Porque era imposible no mirarla, era imposible, aunque a esa edad todavía desconociésemos ese verbo, no conmoverse.

Porque ella seguía allí, imperturbable a las nubes, a los barcos, a la ruina, pero también a las risas y a la vida.

Sabíamos que no estaba muerta porque habíamos visto ya, eso sí, lo que la muerte le hace a la gente querida. Habíamos perdido a nuestro abuelo aquella primavera y nuestro abuelo no regresaba cada mañana a contemplar la línea del horizonte.

Joaquín Sorolla. Pie heridoEn la playa, intentábamos ponernos cerca de ella. Nos habíamos dado cuenta de que el paso de las semanas le había dejado un color dorado en los hombros, y que de su pelo habían descendido animales salvajes. A veces abandonaba su postura de pie mirando al horizonte, y se sentaba, pero siempre de frente, siempre como un faro alerta a un naufragio. Ni siquiera las gaviotas a sus pies ni los niños con sus gritos conseguían abstraerla de su mirada vigilante.

Nosotros, aquel verano, aprendimos a mirarla como se mira algo inalcanzable, un misterio de infancia que con el tiempo se vuelve cada vez más grande.

Un día, Olmo, nuestro hermano pequeño, se hartó de aquella espera sin respuesta.

—Voy a saludar a la señora triste.

—No —le dijimos—, no la molestes.

—Yo no molesto —dijo, frunciendo el ceño—. Decir hola no es molestar.

Y antes de que pudiéramos darnos cuenta un pequeño bañador a rayas se sentaba al lado de la señora de melena de fuego.

—Hola —le dijo, tirándole de la manga—. Hola. Me llamo Olmo.

No hubo respuesta. Pero Olmo, haciendo gala a su nombre, se quedó allí, sentado a su lado, mirando en la misma dirección que ella. No sabemos si ella no le veía, o no le importaba su presencia, pero no le dijo nada.

Desde entonces, cada mañana, Olmo se sentaba con ella. De alguna manera que nos sigue pareciendo un milagro extendió sus pequeñas raíces hacia ella, sus pequeñas manos, y se acurrucó como hacen los árboles hacia lo que les es querido. Hasta que un día ella también se inclinó hacia él, como buscando la sombra que no encontraba en la línea del horizonte.

Cuando llegábamos a casa acobardábamos a Olmo a preguntas.

—¿A qué huele? ¿Es suave? ¿No dice nadaaaaa?

Olmo sólo decía:

—Se está bien a su lado.

Y así transcurrió aquel verano extraño.

El último día de las vacaciones, Olmo le dijo a la mujer:

—Mañana no vendré, regresamos a la ciudad.

Y por primera vez ella se giró, miró lo que llevaba días viendo, y le dijo:

—Él no va a venir, Olmo, prométeme que tú sí vendrás el verano que viene. Prométeme que me ayudarás a entender qué dimensión tiene la línea del horizonte, que me ayudarás a entender por qué los niños como tú, cálidos y felices, se convierten en hombres que causan dolor.

El verano siguiente volvimos, pero ella ya no estaba, y jamás volvimos a verla. De hecho, pasados veinte años, sólo tenemos el recuerdo nítido de Olmo y sus palabras para entender que aquello pasó en realidad.

Olmo se estremece en clase cada vez que les explica a sus alumnos que, en la línea del horizonte, se encuentran todos los puntos de fuga.

(El relato pertenece al libro Sobreexposición, Pregunta Ediciones 2014)

 

      

Joaquín Sorolla. Elena en el cabo de San Vicente (Mallorca)

 

 

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