María Pilar Martínez BarcaPájaros de silencio

Llueve. Hay nubes negras en el alma.
Y yedra, verdioscura, trepando por los muros,
hundidas las raíces en un charco fangoso de cangrejos
y alacranes con ojos vueltos hacia la cuenca.
Pesadillas en forma de lagarto.
Llueve inmisericorde, gota a gota,
sobre el cráneo hendido de los ángeles;
y palomas manchadas
llevan ramitas rotas en el pico de sierra afiladísima.
Arco iris tiznados de ceniza.
Llueve cieno en las sienes del gorila,
y el colmillo de acero de los rinocerontes
taladra las estrellas.
Llueve sobre el silencio. ¿Sombras? ¿Huellas?
Ni tan siquiera el eco de timbal de las ánimas.
Un alarido sordo resquebraja la luna
y estremece la tierra
en volcanes de semen y de lava.
Llueve sobre los sueños infecundos,
y se clavan mil agujas de fuego
en el útero estéril de las vírgenes.
Llueve en la soledad de los tabiques,
ojos que no se miran, rostros que se repelen,
caricias que se pierden en columnas inmóviles, petrificado el beso.
Llueve. Lloran los niños que se engulló el ogro
de las siete cabezas de serpiente.
¿Cómo amar a una sombra que no existe?
Llueve sobre el madero, y va pudriéndose
la esperanza más íntima del tronco,
la oquedad que era puerta al infinito.

 

Llueve sobre mojado. Llueve. Llueve…
Polvo.

Vacío.

Noche.
Los hombres se olvidaron de su Dios.


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