Rosaleda
El parque ha despertado en resplandores
de calor prematuro. Los rosales
perduran todavía en sus retoños,
como esa parejita de principios
de amor y primavera que viene paseando,
besando, sonriendo.
Han dejado este banco, aquí, a la sombra,
en este breve oasis de penumbra
y luces modeladas por las hojas,
menudas, de los árboles.
Qué hermoso penetrar el claroscuro
de nuestra propia vida en la visión,
pletórica de magia, del instante.
Filtrado se ha la savia de los pinos
en este viento azul de inicios de existencia,
umbral de la estación de la armonía.
Se aroma lentamente el corazón.
Y las miradas cruzan, van, emprenden
un vuelo hacia lo alto, hacia lo íntimo
del tronco aquel, frondoso, retorcido,
buscándose a sí mismo en plena luz.
Pasan chiquillos, madres, bicicletas,
una niña vestida de blanco y amapola…
Tornamos la mirada a otra ribera
y vemos, de este lado de la tarde,
rosales recubiertos de crepúsculo,
mustiadas esas alas que antes fueron
espera florecida en realidad.
Ahí, en el otro banco, se han sentado
dos ancianos, tan leves como un aire de otoño
grávido ya de lunas y experiencia.
Se ha puesto entrerrosado el horizonte,
y vamos paseando, reposadas,
a la terraza aquella de la esquina.
Y pasa el tren Chu-Chu, bicis, familias
de estampa de domingo… o la mirada
de un hondo soñador de estrellas limpias.
Apenas queda un hueco entre las mesas
Ni un ápice de viento. El camarero
se retrasa en servirnos. Se aproxima
un cachorrillo humano removiendo,
del rosa de la tarde a nuestras almas,
arcanos paraísos de ternura,
secretas maravillas, hermosísimos
castillos para el sueño de los gnomos.
Llegan por fin los zumos. Ya la noche
comienza a recubrir las ramas, la arboleda,
el dorso de las sillas, los zapatos.
Corre un leve relente entre la luna
y lo hondo de la piel.
Se besan, charlan, beben, ¿son felices?
Qué plenitud de instante compartido
con los primeros astros de un crepúsculo
de amor y primavera, aquí, en el parque.
Apenas divisamos la distancia,
velada ya de sombra e intimidades.
Queda un poco de zumo. Pero es tarde
y debemos marcharnos, lentamente.
Los coches, las farolas, la algazara
que sale ya del fútbol. Voces, gritos,
silbidos estridentes rasgando en dos la luna.
¿No saben lo fecundo del silencio?
Se enciende un primer astro
y entonces comprendemos: cada uno
ama, vive, respira el aire azul
o gris, según la savia que refluye
de la mirada al centro. Y llegamos
a la casa, al portal, a la antesala
de una noche cualquiera, calma, hermosa.
Aguardan ya la sopa y la familia,
y el cálido reposo a una tarde
de inicios de esperanza.
(María Pilar Martínez Barca,
En luna llena)