Biobibliografia
BREVE HISTORIA DEL BODEGÓN
La muerte toma siempre la forma de la alcoba
que nos contiene.
Xavier Villaurrutia
1.
Una botella sobre la mesa y junto a ella
un rollo de papel de cocina.
Valorar los vacíos que el espacio abre
en la composición visual de la página,
como si la página fuese
la superficie rectangular de un cuadro, o bien,
dedicarse a anotar las palabras, las sílabas, las letras,
todo aquello que en condiciones normales
nos haría sopesar la posibilidad
de extender la mano y decir adiós.
Una botella de plástico sobre la mesa:
la sabia mitología de un paisaje que nos contiene
y nos rechaza
con idéntica fuerza. La blanda lealtad
de estos ácaros
que se adhieren al lenguaje
sin hambre.
¿Era esta sombra un lugar
o era la arqueología de un hueco lo que nos llamaba?
2.
La botella permanece aún sobre la mesa.
Las excusas se hacen necesarias mientras la muerte
sea nuestro único tema, mientras nos contenga
hábilmente en su espejo mordido.
La lluvia, al otro lado,
transforma el paisaje
en un lugar sin ritmo.
Nos enseña el coraje de lo que carece de sorpresas.
¿Deberíamos entonces entender su posición moral en el mundo como una respuesta?
¿Deberíamos hacer algo más que repetir la exacta respiración de las cosas?
Qué pan comer. Qué vino beber
LA FELICIDAD DEL ODIO
Creí ver en tu sombra
un animal dormido: somos hermanos
mutilados
del hambre y la tecnología.
Así la historia: nada nos queda
más allá de este odio cuyo calor
establece las distancias
necesarias
con la muerte.
Es algo similar
al carnoso paladar
del místico
ante la nada: la almendra del vacío.
Odiar, por ejemplo,
el peso de la estatua
sin la cual el espacio
no sería espacio. Odiar
sin temor
el sonido de la hierba
mientras un cuerpo leve
la pisa. La felicidad del odio
es ésta: eliminar del tiempo
la música de lo posible.
Inédito
EL ÚLTIMO REY AMUSCO
“
El aire se adueña de los postes
de la luz
con un temblor
que nos vuelve desgraciados.
El vino aplaza su destino
en el aliento
que dispara su lengua
hacia el centro de la plaza.
Yo fui dueño del palomar
junto a la autovía y ahora dibujo
círculos con un palo
sobre la tierra seca. ¿Quién si no yo
puede hablar del destino? Quién mejor que yo
puede desafiar a la suerte
entre ruedas de madera y aleros
de metal. La felicidad,
como la vergüenza,
no visita a sus hijos sin exigir
un sacrificio. Inclinado
en busca de cebollas su espalda
da sentido al paisaje. No escribir más.
Esperar que otro sea quien
comulgue con la nada. Que otro sea
quien talle el desequilibrio que la música
electrónica deja en los maleteros abiertos
a las afueras de la noche. En esa simpleza
reside el placer de lo que ocurre
sin que nadie lo vea. Pasar
de un instante a otro sin depender
del óxido que todo lo tiñe. Yo fui
dueño del palomar y perdí
un ciclomotor en las verbenas
de San Áspide. Descender al infierno
—con su música de latas vacías—
sería parecido entonces a confiar
en que esta historia
pueda ser narrada; confiar
al fin
en la posibilidad
de decir paisaje
—trazar su existencia—
y olvidar
que nada sucede sin nosotros.
Inédito