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Alberto Santamaría

Biobibliografia

 

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BREVE HISTORIA DEL BODEGÓN

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La muerte toma siempre la forma de la alcoba
que nos contiene.
Xavier Villaurrutia

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1.

 

Una botella sobre la mesa y junto a ella

un rollo de papel de cocina.

 

Valorar los vacíos que el espacio abre

en la composición visual de la página,

 

como si la página fuese

la superficie rectangular de un cuadro, o bien,

 

dedicarse a anotar las palabras, las sílabas, las letras,

todo aquello que en condiciones normales

 

nos haría sopesar la posibilidad

de extender la mano y decir adiós.

 

Una botella de plástico sobre la mesa:

la sabia mitología de un paisaje que nos contiene

 

y nos rechaza

 

con idéntica fuerza. La blanda lealtad

de estos ácaros

 

que se adhieren al lenguaje

sin hambre.

 

¿Era esta sombra un lugar

o era la arqueología de un hueco lo que nos llamaba?

 

2.

 

La botella permanece aún sobre la mesa.

Las excusas se hacen necesarias mientras la muerte

sea nuestro único tema, mientras nos contenga

hábilmente en su espejo mordido.

 

La lluvia, al otro lado,

transforma el paisaje

en un lugar sin ritmo.

Nos enseña el coraje de lo que carece de sorpresas.

 

¿Deberíamos entonces entender su posición moral en el mundo como una respuesta?

¿Deberíamos hacer algo más que repetir la exacta respiración de las cosas?

 

 Qué pan comer. Qué vino beber

 

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LA FELICIDAD DEL ODIO

 

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Creí ver en tu sombra

un animal dormido: somos hermanos

mutilados

del hambre y la tecnología.

Así la historia: nada nos queda

más allá de este odio cuyo calor

establece las distancias

necesarias

con la muerte.

Es algo similar

al carnoso paladar

del místico

ante la nada: la almendra del vacío.

Odiar, por ejemplo,

el peso de la estatua

sin la cual el espacio

no sería espacio. Odiar

sin temor

el sonido de la hierba

mientras un cuerpo leve

la pisa. La felicidad del odio

es ésta: eliminar del tiempo

la música de lo posible.

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Inédito

 

 

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EL ÚLTIMO REY AMUSCO

 

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El aire se adueña de los postes

de la luz

con un temblor

que nos vuelve desgraciados.

El vino aplaza su destino

en el aliento

que dispara su lengua

hacia el centro de la plaza.

Yo fui dueño del palomar

junto a la autovía y ahora dibujo

círculos con un palo

sobre la tierra seca. ¿Quién si no yo

puede hablar del destino? Quién mejor que yo

puede desafiar a la suerte

entre ruedas de madera y aleros

de metal. La felicidad,

como la vergüenza,

no visita a sus hijos sin exigir

un sacrificio. Inclinado

en busca de cebollas su espalda

da sentido al paisaje. No escribir más.

Esperar que otro sea quien

comulgue con la nada. Que otro sea

quien talle el desequilibrio que la música

electrónica deja en los maleteros abiertos

a las afueras de la noche. En esa simpleza

reside el placer de lo que ocurre

sin que nadie lo vea. Pasar

de un instante a otro sin depender

del óxido que todo lo tiñe. Yo fui

dueño del palomar y perdí

un ciclomotor en las verbenas

de San Áspide. Descender al infierno

—con su música de latas vacías—

sería parecido entonces a confiar

en que esta historia

pueda ser narrada; confiar

al fin

en la posibilidad

de decir paisaje

—trazar su existencia—

y olvidar

que nada sucede sin nosotros.

 

 

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 Inédito 

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