Autora: Cristina Grande.

No puedo pensar en Tomeo sin que adentro, entre el corazón y el estómago, se agite una pena extraña como un alien. Conocí a Tomeo hacia el año 1991 o 1992. Recuerdo que la primera vez que lo vi lo confundí con Benito Escriche, el boxeador, a quien había visto fugazmente en una velada de boxeo a la que me llevó Félix Romeo. Tanto Escriche como Tomeo tenían un físico y una presencia difíciles de olvidar. Durante un tiempo no podía ver a Javier sin acordarme del boxeador. Luego me olvidé completamente de ese parecido, hasta hoy, que ha surgido como de la nada, cuando ninguno de ellos vive ya. Por muy raro que parezca, otro personaje que me recuerda a Tomeo es Plácido Domingo, y no por su físico –claro está – sino por algún matiz de su voz o por su forma de hablar, con una suavidad que quizá trataba de eludir cualquier indicio de acento catalán.

Javier Tomeo tenía una voz, y unas manos, que no cuadraban con su aspecto. Te dabas cuenta al hablar con él por teléfono y te dabas cuenta de la finura de sus manos cuando lo veías dibujar en los libros o en servilletas de bar. Guardo algunos de esos dibujos, y tengo frente a mi cama uno que hizo en Tarazona en una presentación, o coloquio, en la que se aburría ostensiblemente y dibujó muchos personajes con capirotes, incluyéndose entre ellos. Javier Tomeo era un buen retratista. Captaba la esencia de las personas en un abrir y cerrar de ojos. Cuando decía que alguien no le gustaba, nada más conocerlo, no solía dar una segunda oportunidad. Y raramente se equivocaba. Por teléfono, enseguida apreciaba tu estado de ánimo, nada más descolgar, y decía “Te noto triste”, y raramente se equivocaba.

Son innumerables las anécdotas que los amigos de Tomeo podemos contar, y contamos a veces, sobre sus despistes y ocurrencias. En este momento, lo recuerdo en la estación de autobuses de Borja quizás -hace muchos años de eso, aún no teníamos telefoninos- caminando por el centro de una gran nave oscura donde no se ve un solo autobús. Él delante. Félix y yo, detrás. Javier lleva en la mano un gran radiocassette que balancea al andar. El aparato está encendido y emite, a todo volumen, extraños aullidos y psicofonías que retumban por todas partes. No hay ningún coche de línea que vaya a Zaragoza porque es domingo y no nos habíamos dado cuenta de ese pequeño detalle. El padre de Félix tiene que venir a buscarnos con su coche y mientras lo esperamos le pido a Javier que apague el horrísono repertorio que me está taladrando el cerebro y accede algo contrariado. Él era así, caprichoso y un poco malcriado.

Cuando Félix y yo montamos nuestro piso en Conde de Aranda 92, dejamos una habitación para Tomeo. Félix habría querido tirar todos los tabiques, pero nos dijimos el uno al otro “el día que mueran sus padres, tendremos que adoptar Tomeo”, y durmió unas pocas veces en esa habitación, hasta que admitió que estaba más cómodo en el hotel Palafox. Lo visité en la cafetería de ese hotel una de las últimas veces que nos vimos, pocos meses antes de su muerte. Llevaba un tiempo sin hablarme.

Desde la muerte de Félix no contestaba mis llamadas, ni cuando pasaba por delante del castillo de Montearagón y yo insistía en esa llamada que habíamos institucionalizado siempre que pasábamos por allí, normalmente en el coche de Ismael Grasa y Eva Puyó, o desde el coche de línea cuando subía yo sola a Benasque. Ismael me dijo que no sabía por qué Javier no quería saber nada de mí. Así que una mañana me presenté en el hotel Palafox muy temprano, sabiendo que él madrugaba igual que yo y que lo encontraría en la cafetería del hotel después de haber estado varias horas escribiendo con todas las persianas bajadas. Se alegró al verme, aunque al principio, a contraluz, le costó reconocerme. Seguramente la vista ya le fallaba un poco debido a su diabetes.

Sé que se alegró por el tono de su voz al exclamar “cristinita”, que era como me llamaba cariñosamente. Vengo a decirte que eres tonto, le dije yo como quien echa una reprimenda a un niño, a ver por qué no me coges el teléfono. Inmediatamente nos pusimos a hablar de tonterías, de enfermedades, como si tal cosa.  No nombramos a Félix. Al irme supe que había hecho bien en presentarme allí y deshacer ese grumo que se había formado entre nosotros. Estás muy guapa, me dijo con una gran sonrisa al despedirnos. Me fui pensando que quizás se olvidaría de pagar mi café.

Cuando ingresó en el hospital de Barcelona en el que murió, y al enterarme por Ismael de que la cosa era grave, empecé a escribirle una carta que pensaba enviarle por correo electrónico cuando lo sacaran de la Uci. La carta se convirtió en varias cartas y no llegué a enviarlas. En realidad no las escribí para él, sino para mí misma, porque me parecía que escribiendo podía alejar a la muerte que aleteaba por encima de su cama del hospital. Carlos Cañeque, que lo visitó en la Uci y certifica que estaba completamente lúcido hasta el final, contó que Javier veía el techo lleno de moscas y que no pudo convencerle de que en esa habitación tan aséptica era casi imposible que hubiera moscas. No poder escribir era para él el peor tormento. Me parecía que escribiendo yo podría aliviar su pena. Me acordaba, y me acuerdo, de que siempre me decía “Escribe, escribe, escribe”, y que ese mantra me sonaba como si dijera “rema, rema, rema”. Y le hago caso, a veces, porque raramente se equivocaba.

Autora: Cristina Grande.

Cristina Grande Marcellán (Lanaja, 1962). Pasó su infancia en Haro (La Rioja). Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Cursó estudios de posgrado de Cine y Televisión. También estudió Fotografía en la Galería Espectrum. Autora de los libros de relatos La novia parapente, Dirección noche, con el que fue finalista del Premio Setenil en 2006, y Tejidos y novedades. Fue nombrada Nuevo Talento Fnac por su novela Naturaleza infiel, que obtuvo una mención especial del jurado del Premio Ciudad de Barcelona.  Agua quieta, Lo breve, y Flores de calabaza reúnen selecciones de sus columnas publicadas en Heraldo de Aragón, donde colabora semanalmente desde 2002. Ha participado en diversas antologías de cuentos: Más por menos, Pequeñas Resistencias 3, Mar de pirañas, Antología del microrrelato español, Hablarán de nosotras, entre otras. Vive en Zaragoza.


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