Autor: Alfredo Benedí.

Hace un tiempo un amigo argentino me dijo que una persona solo debería viajar por amor o por placer. Que un traslado por necesidad nunca debería ser declarado como viaje.

A partir de esa afirmación, que cualquier expatriado compartiría, el proyecto previo al desplazamiento, el modo de llevarlo a cabo o el medio de transporte utilizado parecen irrelevantes, pero casi siempre marcan la diferencia entre un viajero u otro y proscriben al turista. Al final los detalles son los que van formando una realidad que vinculan de formas diferentes al individuo con el camino. Duda y desencanto incluidos. ¿Qué hago yo aquí?, nos hemos preguntado alguna vez.

Viajar sin compañía siempre permite más libertad e implica más relaciones en el trayecto, pero nada comparable a brindar sentado en la cima de una duna mientras se pone el sol del desierto. A compartir emociones. Si el viaje sirve para huir del día a día, las relaciones mantenidas con los rostros que nos cruzamos deben ser tiradas al cubo de la basura al instante siguiente. Las historias de la vida cotidiana, lo que quisimos ser y no somos, o lo que pudimos hacer y no hicimos las arrastramos al rincón de los sueños o las frustraciones. Los ojos, conversaciones y episodios que vivimos durante el trayecto serán los culpables de una gran parte de nuestra nueva personalidad, pero deben ser tan fugaces como el propio viaje.ALFREDOBENEDI

Los recursos para el traslado han ido marcando las identidades de los viajeros. A pié, en tren, en coche. Usar el transporte colectivo es casi una autorización para que el resto del pasaje tenga acceso a tu privacidad. Viajar en coche supone encerrar unos espacios privilegiados, los cuerpos, siempre dispuestos a rebanar las diferencias culturales y sociales que nos vamos encontrando por el camino. Y permite, si son dos, la correspondencia que a veces no concede la cotidianeidad.  Y no solo a través de las palabras. Las imágenes, la velocidad, una atmósfera diferente y la música son vehículos de comunicación favorecidos por ese pequeño universo de desahogo que es la máquina que nos traslada.

El final queda a la elección del viajero. Desde el más convencional que termina con la vuelta a casa, pasando por el exilio definitivo en destino o incluso convertir el viaje en interminable.

Elegir la compañía como ingrediente, el automóvil como medio y obviar el destino para centrarnos en el recorrido conlleva entrar de lleno en ese modelo de periplo burgués que se originó en Estados Unidos tras la segunda guerra mundial y que Jack Kerouac convirtió en el viaje político de toda una generación. Escribir tu propia road movie.

Siempre hemos asumido una road movie como un canto a la libertad. Bien porque el protagonista huye de una situación que le asfixia y da por perdida la batalla del cambio sin un desplazamiento del lugar, bien por descubrir o descubrirse. En cualquier caso la máquina que traslada al fugitivo, mezclada con imágenes desconocidas y la velocidad que se le imprime al tiempo, son los elementos fundamentales de tu propia historia. París-Texas, Quiero la cabeza de Alfredo García, o la novela del aragonés Martinez de Pisón, Carreteras secundarias, usan el coche como vehículo que metaforiza la libertad. En Easy Rider, es la moto. En cualquiera de los casos, sea género literario o cinematográfico o incluso en nuestra propia vida, el camino recorrido sirve como excusa para ir sumando escenas, personajes y episodios.

Y música.

Es imposible dejar de asociar On the Road con el bebop, Easy Rider con el Born to be Wild de Steppenwolf o incluso la pieza Gassenhauer de Carl Orff con el primer film de Terrence Malick, Badldans. Las bandas sonoras de las novelas, películas o los viajes realizados siempre están vinculadas a la imagen, a la imaginación creada por las letras o a la realidad vivida. Tanto como las fronteras, las estaciones de servicio y la máquina de hielo de un hotel. O ese individuo extraordinario que aparece en escena o con el que se alterna durante un breve espacio de tiempo y tras un juramento de amistad eterna cae en el saco del olvido.

Todos los viajes tienen un fundamento objetivo y un proceso de elaboración, vivencia y recuerdos. Piedras, naturaleza, metrópolis o un cóctel bajo una palmera son motivos que arrastran a un exilio temporal. O definitivo. ¿Y la música?

Un recorrido en coche demanda un proyecto más consistente que el realizado en otro medio y siempre queda un hueco para establecer una selección de discos y textos que poder escuchar y leer durante el transcurso del viaje. Quizás el camino nos sorprenda con una sesión musical inesperada, pero establecer como propósito de partida la música es algo inusual. A pesar de todo lo mejor de la tercera fase del viaje, la de los recuerdos, casi siempre está ocupada por una banda desconocida que vimos en un bar, o aquéllos percusionistas bereberes tocando en una casa de adobe, o aquél guitarrista callejero malayo fanático de la música country.

¿Por qué no diseñar la ruta Berlín, Leipzig, Dresden, Praga, Viena en busca de los grandes compositores de la música clásica? ¿O un descenso por el Mississippi a la contra del camino que hicieron los primeros bluesmen? No solo con la intención de marcar en el mapa los puntos de referencia donde ocurrieron aquéllos hechos de los que tantas veces hemos oído hablar. También de ser partícipe de los momentos de holganza de la población local. Da igual que sea descorchando una botella de champán en el Musikverein de Viena o viendo bailar a un grupo de afroamericanos a través del culo de una jarra de cerveza en un juke joint de Vicksburg.

Un viaje es como “darnos pasaporte” a nosotros mismos. Aniquilar una parte de lo que somos para convertirnos en otra persona. Partimos como Don Nadie y nos apropiamos de lo desconocido para renovarnos. Si en cada proyecto vivimos nuestra propia road movie establecemos lazos indestructibles con lo que seremos a partir de entonces, con nuestra compañía y con los personajes que encontramos en el camino. Cada uno de ellos escribirá un capítulo más de nuestra nueva vida.

Autor: Alfredo Benedí Mailín.

Escritor y deportista.
Zaragoza, 1965.
https://www.facebook.com/alfredo.benedimailin

Novelas publicadas:
Wacha los Güeros (De corazones y pistolas).  Ediciones STI (Zaragoza) 2011.
Estúpidos y Felices.  Ediciones STI (Zaragoza) 2013.
El Asesino del Vinilo. Ediciones STI (Zaragoza) 2015.
Colaborador en la revista La Ventanilla (Caja Ahorros Inmaculada).
2004 2º Premio Relatos de Viaje de CAI (Jordania y Siria).
2005 1º Premio Relatos de Viaje de CAI (Norte de México).
2006 3º Premio Relatos de Viaje de ACRECA (Norte de México).

Otras actividades:
Jugador, entrenador de diferentes categorías (nacional) y director técnico del Fénix Club de Rugby de Zaragoza.
2000 – Entrenador y director técnico de la Federación Aragonesa de Rugby.
2009 – Entrenador selección sub-17 Federación Española de Rugby y Coordinador.
Aula III de la Academia Nacional de Rugby.
2000 – Colaborador en Heraldo de Aragón y en Equipo en la redacción de crónicas deportivas.

 


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