Pablo Delgado

Isabel despertó de un sobresalto en mitad de la noche. Estaba confusa, desorientada, y apenas era capaz de comprender lo que le había ocurrido, pero sentía que unos segundos atrás un hecho fabuloso le había provocado un vuelco al corazón. Miró a su derecha y comprobó que su marido seguía durmiendo profundamente; a su izquierda, y por el vano de la ventana, asomaban las viejas fachadas del vecindario serenamente iluminadas por una pátina naranja de farolas. Todo parecía estar en calma y a pesar de ello percibía que algo le acababa de alterar sobremanera, algo fabuloso y quizás sublime. Entonces miró al suelo y… ¡allí estaban!: dos enormes alas blancas de ángel, similares a las que había visto en tantas y tantas representaciones pictóricas. Segura de que ellas eran la cusa del sobresalto nocturno optó por calzarse las sandalias y, con cuidado de no despertar a su marido —su instinto de protección familiar así se lo indicaba—,  llevó a cabo una silente pesquisa por la casa. Primero revisó la habitación del niño, el cual también dormía como un bendito; después el salón principal, el zaguán, y en ninguno hallo nada que pudiera relacionarse con las alas, mas cuando llegó a la cocina… «¡Aja! Ahí está, es él ya lo recuerdo» exclamó para sí. Y las imágenes comenzaron a proyectarse en su memoria semejante a las de un cinematógrafo.

En el sueño, mientras dormía plácidamente, irrumpió inopinadamente una brillante y sonora luz blanca que inundó su alcoba hasta el punto de desaparecer todo a su alrededor, de seguido un ángel sonriente se acercó desde lo alto: vestía túnica azul y desplegaba dos blancas y enormes alas batientes. Se acercó hasta casi juntar su rostro al de Isabel y comenzó a articular unas primeras palabras casi ininteligibles; palabras que pese a trasmitirse con delicada e infinita serenidad, le provocaron una insoportable impresión. Así que impelida por una fuerza hercúlea —dádiva esta por encontrarse en un plano onírico—, agarró al ángel por las alas y tiró de ellas hasta que acabó por arrancárselas. El ser alado cayó encima suyo, lanzó un grito y, mientras la luz blanca que antes llenaba la estancia desaparecía, se escabulló por la puerta en apenas un segundo. Después de aquella extraña escena Isabel se vino a despertar.

Ahora observaba desde el umbral a aquel ser celestial. Físicamente resultaba alto y espigado con dos huecos en la túnica donde antes debieron comenzar las alas, además se sentaba en una silla mientras acodaba el brazo izquierdo sobre la mesa; su cabeza cabizbaja, las rodillas muy flexionadas y los pies de puntillas le otorgaban cierto aspecto de estrafalaria interrogación. En ese momento de escudriñamiento el intruso pareció reparar en Isabel y, con gesto compungido y ademán desvaído, la invitó a pasar.

―Vamos,  vamos, entra no te preocupes no voy a hacerte daño ―dijo mientras movía la mano para que se acercara—. Soy un heraldo del Reino de los cielos, y mi especialidad es aparecerme en los sueños de los mortales. Qué gran entrada había realizado, la mejor hasta el momento desplegando mis espléndidas alas y arrullado por la cándida y sonora luz blanca, pero ahora…

Cuando interrumpió su discurso Isabel se percató de que aquel estaba haciendo pucheros con la boca, le daba la sensación de que iba a prorrumpir en lloros de un momento a otro, y como eso era lo último que quería allí, con la familia durmiendo, tomó la palabra:

―Tienes mala cara ―respondió sin saber muy bien qué decir pero con intención de tranquilizarlo―, tal vez podría ofrecerte un vaso de agua u otra cosa que te apetezca…

―No, gracias, eso no es lo que necesito. Me has arrancado las alas. ¡Las alas! ¿Y ahora qué voy a hacer? No puedo regresar al cielo sin ellas, sería el hazme reír. Además, Él se enojaría, es más estricto de lo que pensáis y tiene muy mal genio.

Cuanto más avanzaba la conversación Isabel sentía más pena por aquel ser etéreo. Ese que en sueños prorrumpiera majestuoso con su abrumadora luz, ahora tornaba efigie triste e indefensa. ¿Pero qué podía hacer? En casa no iba a quedarse, ¡qué diría su marido!; además estaba el niño, el cual acabaría contando algo en la escuela, ya se sabe, correría la voz entre los padres y pronto las autoridades civiles intervendrían enviando a alguien para hacer algún tipo de test psicológico; o, peor aún, aparecerían las autoridades religiosas con teólogos y exorcistas dispuestos a discutir bizantinamente sobre el carácter divino o demoniaco del ser. ¡Qué escándalo! No, eso no. Otra opción pasaría por prestarle algo de ropa y despedirle, a fin de cuentas no era culpa suya que apareciera así como así en sueños. Además esas alas suyas… ¡qué frágiles para ser de un ángel! Pero finalmente, tras observar de nuevo los huecos de la espalda, creyó poder alcanzar una solución al entuerto y prosiguió:

―Espera, calma, has dicho que tú apareciste en mis sueños, sin embargo ahora estás aquí y eres muy real.

―Sí, así es ―aseveró este cobrando cierta seguridad―. Es muy sencillo, lo que sucedió es que en el momento que me arrancaste las alas la dimensión onírica y la terrenal se imbricaron, mi poder sobre los sueños está en esas alas y al perderlas inesperadamente, y por la conmoción que sufrí, se embarullaron las dos dimensiones.

Isabel, mientras iba escuchando la explicación del intruso, escudriñaba detenidamente aquellos dos huecos donde nada parecía atisbarse en su interior, resultaba evidente que era un ser celeste y no la engañaba. A continuación torciendo el gesto y entrecerrando los ojos en ademán perspicaz replicó:

―¡Está bien! Creo que tengo la solución: ¿si volviera a dormirme podría despertar en esta misma escena?

―Sin ninguna duda, de eso aún puedo encargarme.

―Perfecto, pues así lo haremos. Pero antes… una infusión bien cargada de bolsitas de pasiflora para conciliar el sueño.

Y así transcurrió media hora. Una media hora en que Isabel preparó su infusión concentrada con todas las bolsitas de hierbas que tenía para dormir, no había tiempo que perder; y entre tanto charlaron amablemente sobre cuestiones celestiales y terrenales hasta el punto de que la extraña y tensa situación trocó cordial y distendida. Al cabo, y casi sin darse cuenta, sobrevino el sueño a Isabel allí mismo, sentada junto al ángel.

Cuando despertó nada parecía haber cambiado, la cocina estaba exactamente como la había dejado antes de dormir uno segundos atrás, y el ángel permanecía sentado frente a ella observándola bobaliconamente. Así que no se entretuvo y preguntó: «¿Esto es un sueño?».

―¡No te quepa duda! Aseguró el ser celestial con gesto complaciente, y si no mira por la ventana.

Isabel pudo comprobar que fuera ya no estaban las viejas fachadas del barrio, esas laminadas finamente de naranja por la luz eléctrica, sino que en su lugar lucía un hermoso paisaje de montañas, ríos y casas, jalonado por vacas, flores y abejorros sonrientes de proporciones descomunales realizados con lápices de colores. Se trataba de un paisaje recurrente en sueños que reproducía aquel dibujo realizado por su hijo dos años atrás, y con el que el profesor de plástica le premió dándole la mejor nota de la clase: todo un sobresaliente con positivo extra. Qué orgullosa se sintió del talento artístico del pequeñín aquel día. Ahora la obra lucía enmarcada en medio del pasillo.

―Sin duda. ¡Este es uno de mis sueños!

Rápidamente marchó a la alcoba y agarró las alas sin dificultad. Antes de salir tuvo tiempo de fijarse cómo su marido semejaba una suerte de crisálida humana enrollada por las mantas, y por alguna razón se trasparecía a través de ellas encogido como un bebe. «¡Vaya!, ¿qué extraño, qué querrá decir esto? Quizás estas hierbas, bebidas en exceso, son causa de sueños perturbadores» musitó para sí con gracejo. Ya en la cocina agarró hilo y aguja que guardaba en un cajón de la encimera y, sin ningún reparo por hacer dañó al ser etéreo, comenzó a coser las alas en los huecos que correspondían. Acabada la tarea se retiró dos pasos, revisó bien su trabajo, suspiro y a continuación prorrumpió en alto: «¡Voilá!».

―¿Has acabado ya? —inquirió el ángel.

¡Sí, ya está! Y ahora levanta y bate las alas ―ordenó con firmeza.

El ángel obedeció y para regocijo de ambos las alas respondieron batiéndose ágilmente. Ella cerró los puños de alegría y proclamó con una sonrisa nada disimulada que ya podía regresar al cielo tranquilamente, que nadie se reiría y, sobre todo, Él no se enojaría. Así que el ángel voló hacia la ventana dispuesto a salir por aquel alegre y onírico paisaje multicolor mientras regalaba sinceras palabras de agradecimiento a Isabel. Mas en ese preciso momento de simpática despedida Isabel cayó en la cuenta de que aún no le había explicado cuál era el cometido de su misión.

―¡Oye, aguarda un instante! Todavía desconozco el mensaje que tenías para mí, no me lo llegaste a explicar.

―¡Ah!, perdona, vaya… qué imperdonable descuido por mi parte. —Y rascándose la cabeza con la mano mientras mostraba cierto apuro en su cara replicó―: Verás, la cuestión es que Él me había enviado a tus sueños para revelarte… que te ha llegado la hora. Lo siento mucho, ya no hay más tiempo que perder, tendrás que venirte conmigo.

 

FIN

 


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