Por María Dolores Tolosa Rodríguez-Morcillo

Siempre me gustó viajar, pero nunca he sido aventurera. Me explico: soy perezosa para arrastrar pesados equipajes a través de vestíbulos de aeropuertos atiborrados de gente y no me gusta conducir, prefiero la comodidad de los viajes organizados que me permiten desplazarme  observando mi entorno sin tener que estar pendiente de la conducción y disponer del apoyo de un guía que dé respuesta a mis preguntas o resuelva cualquier contingencia que pueda surgir. Cuando era joven no opinaba así, prefería viajar libremente a mi aire, pero el implacable Cronos me ha hecho cambiar, lo que no ha podido es despojarme del afán por conocer tierras y gentes. Tengo una curiosidad innata que me incita a observar todo aquello que me rodea, me gusta sumergirme en la contemplación del ambiente, imaginar cómo sería la vida en los sitios que visito y, en una palabra, disfrutar. Lo dicho: no soy aventurera solo, curiosa.

            Por otro lado, considero que no es necesario hacer miles de kilómetros para descubrir las bellezas que nos brinda la naturaleza, los pueblos y sus pobladores, su cultura… y todo ello lo podemos encontrar sin ir demasiado lejos en este país variopinto y privilegiado que es España.

            Por estas razones, hace unos años, antes de que surgiera esta endemoniada pandemia del covid 19, que está manteniendo en jaque a la humanidad, mi marido y yo decidimos participar en una excursión organizada por la agencia de viajes del barrio.

            El destino sería nuestra vecina Teruel. Solo una escapada de un día para visitar Albarracín, localidad donde ya habíamos estado cuando nuestros hijos eran pequeños. Ahora, llegados a esta edad en que las obligaciones familiares y laborales quedaron atrás, estaríamos libres para disfrutar a placer de una nueva visita a este antiguo y bello pueblo ligado singularmente a la historia de Aragón.

Es octubre y la mañana está fresca. El autobús nos aguarda en la plaza de la iglesia. Somos un grupo reducido y nos conocemos casi todos, aunque solo sea de vista. Tomamos posesión de nuestros asientos. Nuestro conductor se presenta como Manuel, se pone a nuestra disposición y nos desea un feliz viaje. Nos presenta, igualmente, a Laura, la guía acompañante. Es una joven que desde el primer momento se muestra amable y comunicativa. Nos advierte de que nos irá contando lo que ella sabe acerca del lugar que vamos a visitar, pero que la mayor parte de la información la recibiremos  de un guía local una vez que lleguemos a Albarracín.

            Acostumbro a llevar en la mochila un cuaderno para tomar notas de aquello que pueda interesarme, de modo que saco mi boli y me dispongo a comenzar la sesión de apuntes como si el tiempo retrocediera y yo volviera a ser una joven estudiante. En realidad lo que ocurre es que no confío demasiado en mi memoria, que a veces juega conmigo al escondite y me oculta en la oscuridad del olvido algunos hechos y datos mientras que otros afloran a la luz. Lo que relato aquí es, pues, por un lado, fruto de estas notas tomadas casi al pie de la letra y, por otro, lo que yo misma recuerdo por haberlo estudiado en los libros o haberlo escuchado a mis profesores. Al mismo tiempo trataré de expresar las impresiones que causen en mi ánimo las percepciones de mis sentidos porque en definitiva, viajar consiste en gozar de lo que se ve y se siente.

            El cielo comienza a cambiar de color, del añil a los rosados y celestes en una mañana que se augura espléndida. Salimos de Zaragoza a eso de las ocho y enfilamos por la autovía mudéjar.

            Pasamos por las comarcas del Campo de Cariñena, con los viñedos ya liberados de su fruto, Daroca y Jiloca, cercanas estas a la laguna de Gallocanta, tierras de jamón, azafrán y grullas. Hacemos una breve parada para tomar un café en una estación de servicio en Monreal del Campo. El tiempo ha cambiado y se ha tornado borrascoso con amenazantes nubes y rachas de viento fresco. No importa; estamos dispuestos a todo. Tras unos quince minutos de descanso, seguimos ruta. Al cabo de un rato abandonamos la autovía y nos adentramos por carreteras secundarias.

          Aprovechamos estos momentos del tranquilo discurrir de nuestro autobús para hacer un repaso a la geografía física y humana de estas tierras.

Estamos atravesando los Montes Universales, una de las sierras de la Cordillera Ibérica. En sus cimas nacen ríos importantes: el Guadalaviar, que toma el nombre de Turia en cuanto abandona las tierras turolenses para adentrarse en las valencianas, el Júcar y el Cabriel. El Tajo nace también en estas sierras, pero a diferencia de los anteriores, que pertenecen a la vertiente mediterránea, discurre hacia el oeste, vertiendo sus aguas en el Atlántico portugués.

Esta región montañosa, de mayor altitud en el oeste (1.600 a 1.900 metros), tiene un clima frío y húmedo con precipitaciones abundantes en forma de nieve; sin embargo la zona oriental, donde nos encontramos ahora, es menos elevada, no llega a 1.200 metros y por tanto, menos húmeda, aunque es indudable que en invierno el viento frío procedente de las cumbres provoca bajas temperaturas que no tienen nada que envidiar a las del pirineo oscense.

Me vienen a la memoria aquellos mapas mudos que debíamos rellenar con los datos obtenidos  del atlas y que luego presentaríamos al profesor de Geografía a fin de conseguir algún punto extra para la calificación de la asignatura.

El ser humano se ha adaptado siempre al medio en el que le ha tocado vivir y la economía ha girado en torno a esta naturaleza rica en árboles y minerales. La abundancia de madera y de hierro propició antaño la actividad de resineros, carpinteros, carboneros y herreros. Muchas de estas actividades han desaparecido absorbidas por las nuevas industrias actuales, pero aún podemos   admirar las magníficas forjas en las ventanas de las casas, las puertas claveteadas y los curiosos llamadores en forma de dragón.

La ganadería ovina, trashumante durante los siglos XVI y XVII, dio origen a una industria textil derivada de la lana. Cardadores, tejedores, bataneros y hasta exportadores de paños han sido profesiones tradicionales, sustituidas en nuestra época por una pujante industria alimenticia de fabricación de quesos y embutidos. El turismo ha sido, en los últimos años, una importante fuente de ingresos.

Pero «no solo de pan vive el hombre», dice el refrán. Las relaciones humanas se nutren con fiestas y acontecimientos que giran en torno a fechas señaladas en el santoral cristiano, fuente de tradiciones y usos. San Antón, protector de los animales domésticos, inicia el 17 de enero el año festivo. Le sigue San Blas el 3 de febrero. Este día las mujeres acuden a la iglesia con cestas de pan y tortas que una vez bendecidas servirán para aliviar el mal de garganta. En el Domingo de Ramos se decoran los balcones con ramas de tejo. El 30 de abril se celebra la fiesta de los mayos con cantos de bienvenida a la primavera y exaltación de la mujer como símbolo de la fertilidad. Antiguamente los nombres de las mayas o mozas se escribían en papeles que se introducían en una gorra y los mayos, los mozos, las elegían al azar. Si la maya aceptaba al mayo que le había caído en suerte encendía una vela y la ponía en el balcón. Supongo yo que si el viento, juguetón o malintencionado, la apagaba se consideraría un mal augurio para la relación. El 16 de agosto, tras el esquileo y antes de la siega, se celebraba a San Roque, abogado contra la peste, con gaiteros, dulzaineros y corridas de toros o encierros. Esta fiesta ha ido emparejada en importancia con la de la Asunción de la Virgen, el día 15, y es común a muchos pueblos de España.

Las nubes que nos amenazaban hace un rato han desaparecido como por arte de magia y Albarracín nos acoge con un sol radiante a pesar de la temperatura fresca. El autobús nos deja al pie del seminario. José Vicente, nuestro guía local, nos recibe y, tras los saludos de cortesía y bienvenida, entra en materia para explicarnos brevemente el origen de la ciudad.

Parece ser que los primeros asentamientos humanos en esta zona fueron tribus paleolíticas de las que nos han quedado muestras de pinturas rupestres en los cercanos abrigos del Pinar de Rodero. Alrededor del siglo VII a. de Cristo, estuvo habitada por celtas lobetanos. Los romanos derivaron de ellos su antiguo nombre, Lobetum. De la dominación romana quedan los restos del acueducto que llegaba hasta la vecina localidad de Cella. En época visigoda, la población se llamó Santa María de Oriente. Pero, sin duda, fueron los musulmanes los que le dieron el carácter y el nombre del cual procede su actual denominación.

En el siglo XI, tras la desmembración del Califato, esta tierra fue un reino taifa bajo el señorío de la familia Al-banu-Razin. En el siglo XII pasó el señorío a la familia navarra de los Azagra, manteniendo su independencia tanto del reino de Aragón como del de Castilla hasta que en 1285 Pedro III de Aragón, llamado el Grande, (hijo de Jaime I el Conquistador que ya había intentado, sin éxito, la conquista en 1220), pone sitio a la ciudad y consigue su rendición por falta de agua. Una manera de reducir la resistencia no muy guerrera pero efectiva, sin duda.

Sus murallas, coronando el cerro y la profunda hoz del Guadalaviar que lo rodea como un auténtico foso, hacían del poblado una verdadera fortaleza defensiva. Hoy podemos admirar esta muralla con su torreón más antiguo, la Atalaya o el Andador.

Comenzamos la ascensión del caserío por sus calles empinadas y escalonadas. Han tenido la buena idea de colocar en el centro de las calzadas lajas de roca de rodeno que son planas, antideslizantes y mucho más cómodas de pisar que los adoquines  tradicionales. Enseguida llama la atención el color rojizo de las fachadas debido al yeso que contiene óxido de hierro. El yeso y la madera eran los materiales más empleados en la construcción por su ligereza y economía.

Subimos por la calle Azagra y nos detenemos ante una casona del siglo XVII, pintada de un sorprendente color azul, que luce blasón sobre la puerta en arco con dovelas y ventanas enrejadas de forja. Se trata de la casa de la familia Navarro de Arzuriaga, ricos ganaderos trashumantes. Se dice que uno de los hijos se enamoró de una joven andaluza y le prometió que si se casaba con él no echaría de menos su tierra; así que mandó pintar la casa de azul y blanco, como era típico en el sur. Lo que el enamorado no podría cambiar sería el clima para dar gusto a su amada. Probablemente no sea esta sino una de las muchas leyendas que el pueblo ha urdido en torno al inagotable tema del amor.

Hacemos varias paradas con el fin de darles algún sosiego a nuestros pulmones y a nuestras piernas y aprovechamos para admirar el paisaje que se extiende desde la vega hasta el castillo.

La parte baja del conjunto urbano está ocupada por el barrio nuevo, que no despierta nuestro interés. Es el pueblo antiguo el que goza de un encanto especial, el que le dan sus callejas en las que casi se tocan los aleros de las casas, algunas de ellas construidas sin usar plomada a juzgar por la falta de verticalidad de sus fachadas, como la famosa casa del Chorro o la de la Julianeta. En ninguna de estas casas, derecha o torcida, vieja o remozada, falta el visillo de encaje para vestir las pequeñas ventanas, dándoles un singular toque de buen gusto a pesar de su extrema sencillez.

Visitamos el interior de una casona del siglo XVII restaurada en el XIX y cedida por su dueño, que la conserva en un estado tal que parece como si en cualquier momento sus habitantes de antaño fueran a salir a nuestro encuentro para darnos la bienvenida. Admiramos su zaguán, las caballerizas, la planta noble con su cocina equipada a la usanza del siglo, los dormitorios con todos sus muebles y enseres, hasta los retratos de los padres a ambos lados de la cama del dormitorio principal. Hay otros dos cuartos dobles para los hijos, uno con estilo juvenil y el otro japonés, y otras dos habitaciones para los invitados o para los abuelos, que solían compartir la casa con los hijos. Es una maravilla el balcón corrido, con balconada de madera de pino y una preciosa ventana mirador con celosía al estilo árabe para ver la calle sin ser visto desde el exterior, preservando así la intimidad familiar.

Me siento como una profanadora de esta casa, que estuvo en otro tiempo llena de vida. No sé qué sentirían sus habitantes si pudieran ver a este grupo de desconocidos observándolo todo y recorriendo las estancias de su hogar movidos por ese afán de curiosear en las vidas ajenas que tenemos los humanos.

Seguimos nuestro paseo histórico. La ciudad tenía tres puertas o portales integrados en la muralla y en las edificaciones: el Portal de Molina, por el que se salía al camino de Molina de Aragón, en la provincia de Guadalajara;  el del Agua y el de Teruel, hoy desaparecido.

Llegamos, por fin, hasta el palacio arzobispal situado junto a la catedral.

Aquí, en Albarracín, trabaja la fundación Santa María que se encarga de la recuperación y restauración del patrimonio local. En esta misma plaza, donde nos encontramos, podemos admirar otro magnífico ejemplo de construcción señorial: la casa de los Azagra. Si la cantidad de clavos que tachonaban la puerta era símbolo de la importancia de una familia, esta sería, sin duda, la más poderosa o adinerada del lugar.

Bajamos hacia la Plaza Mayor. Su Ayuntamiento es un edificio de tres cuerpos en forma de u con un balcón corrido y una sencilla barandilla de forja sobre los soportales. En la fachada principal se puede ver el escudo de la ciudad con dos campos: en el de la izquierda, la Virgen con el Niño; en el de la derecha, las barras del reino de Aragón. Remata el edificio una pequeña torre con campana y reloj. Esta plaza ha sido siempre el punto de reunión y jolgorio de los albarracinenses. Las fiestas, los bailes y los encierros de toros se han celebrado en este espacio acogedor y soleado al abrigo del cortante viento serrano. Recorremos la plaza observando y siendo observados por algunos vecinos que toman el sol en lugares estratégicos, sentados en veladores que han sacado algunos bares junto a los muros  de las casas. No somos los únicos visitantes hoy. Hay un constante ir y venir de gente de aspecto diverso, turistas en su mayoría de allende los mares.

Disponemos de un poco de tiempo libre antes de comer y lo dedicamos a dos menesteres propiamente turísticos: tapear y comprar. En un bar tomamos una deliciosa cecina y unos torreznos acompañados de una caña de cerveza. Una vez cumplido este ritual, entramos en una pequeña tienda que nos ofrece variadas degustaciones de quesos y embutidos. Compramos un queso puro de oveja, un salchichón de jabalí y una pieza de lomo embuchado. Por suerte he tomado la precaución de llevar una pequeña bolsa térmica para los souvenirs alimenticios.

Y llega la hora de reponer fuerzas, bastante menguadas por el madrugón, el viaje y la empinada caminata turística que acabamos de realizar. José Vicente se despide de nosotros. Ha sido un placer contar con sus explicaciones y su amable compañía.

La agencia nos ha reservado un mesón donde se nos sirve un exquisito guiso de alubias rojas, seguido de unos filetes de secreto de cerdo asado a la brasa acompañado de una buena guarnición de pimientos verdes y patatas fritas; todo ello regado con vino tinto de la casa, sencillo pero agradable al paladar. No hay nada como los manjares de la tierra.

Doy buena cuenta de todo salvo de la guarnición, sería excesivo para ese colesterol incipiente que empieza a hacer acto de presencia en mi cuerpo. El postre, flan casero con nata, que también aparto, y el café rematan la comida sabrosa y abundante, pero que ha producido un efecto de plenitud en mi estómago poco acostumbrado a estos platos fuertes. Sin embargo nuestros compañeros de mesa, Juan y Carmela, un matrimonio bien entrado en años, han dado cuenta de todo sin mostrar el más leve reparo. Se trata de unos vecinos de nuestra propia urbanización a los que solo hemos visto ocasionalmente con motivo de alguna reunión de la comunidad. Son gente agradable. Es curioso lo lejos que estamos a veces unos de otros a pesar de que nuestras vidas estén separadas por tan solo unos metros. Esta ocasión ha sido motivo para hablar y conocernos un poco, de modo que quedamos enterados de que su familia la forman dos hijos y cuatro nietos, que han trabajado él en la banca y ella en sanidad y que ya están planeando un viaje, esta vez al extranjero. Nos animan a compartir con ellos la experiencia. No sé, ya veremos. Quizás.

«Necesito dar un buen paseo antes de volver a sentarme en el bus» digo.

Bajamos con nuestros nuevos amigos hasta la orilla del río. Nos encontramos con un delicioso paraje a estas horas solo habitado por algunos gatos que se nos acercan confiados y mimosos. Admiramos las distintas especies de árboles: abetos, sabinas, prunos, castaños y álamos que ya van adquiriendo los colores del otoño, dando al conjunto de la arboleda una hermosa variedad cromática. La alfombra de hojas que cubre el suelo oculta, casi por completo, los caminillos de tierra. Una rústica pasarela permite atravesar el Guadalaviar y contemplar las truchas que viven en sus aguas frescas y claras. Un momento ideal para recordar ese poema de José Antonio Labordeta que describe con su lírica inconfundible esta tierra.

 

Albarracín.

Silenciosa la anciana

reza en tu cementerio. Corre la niña.

El cielo está pendiente de la roca.

Aire sobre la muralla,

detenido,

como un lamento,

como una larga frase derrumbada.

Guadalaviar torcido, ausente,

lames, ceremonioso, la roca

que desciende.

Albarracín,

quilla de piedra,

rojo penacho de cuestas y de arcadas,

sobre ti duerme el tiempo,

solo pervive el agua.

 

            A lo lejos vemos que el resto del grupo se dirige ya hacia el autobús. Manuel y Laura nos esperan al pie de la portezuela como piloto y azafata de nuestro transporte. Todos reflejamos en nuestros semblantes la satisfacción por un día pleno de sensaciones agradables en esta tierra dura pero acogedora. Nos acomodamos en los mismos asientos que llevábamos al venir. Me coloco los auriculares y me dispongo a escuchar la música que nos pone nuestro conductor; una selección de canciones de mi tocaya, María Dolores Pradera.

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