Por Francisco Carrasquer

De ningún otro rey español hablaríamos más a gusto que de Alfonso X. Su reinado es cumbre de apertura y equilibrio político al mismo tiempo. Y ejemplo de tolerancia para todo el mundo, ejemplo dado, precisamente, por una nación que tiene fama de todo lo contrario. Pero más que de su reinado -que tras el fulgurante de su padre Fernando III el Santo, todos palidecen bajo – el aspecto político-, nos interesa hablar aquí de la labor de este rey como hombre de Cultura, como fijador de lengua, mecenas de letrados, primer supervisor de la lengua y cultura españolas y poeta en lengua galaico-portuguesa.

Francisco Carrasquer, 2003Las relaciones entre moros y cristianos habían gozado ya con alguna frecuencia de un básico talante de convivencia tolerada; por la parte islámica se había dado su gran siglo de oro en el X con los califas de Córdoba -y el Tercer Abd-er-Rahman en especial- , primera mitad del siglo décimo.  Pero en el siglo XII pierde el paso la España cristiana quedando rezagada culturalmente respecto a las naciones europeas más avanzadas (de hecho Italia, y un poco Francia si incluimos la Borgoña). Este retraso fue debido principalmente a las nuevas oleadas de la más feroz invasión de almorávides y almohades sucesivamente. También debieron de influir en este estancamiento -y todo estancamiento es marcha atrás en la historia- las discordias entre los mismos reyes cristianos, y muy particularmente entre el reino de León y el de Castilla, el primero representando la tradición visigótica y el segundo la pujanza de un pueblo autóctono en expansión. En todo caso, Fernando III (1199-1252) rehace la unidad del reino Castellano-leonés, después del golpe de gracia que infligió su padre Alfonso VIII (1155-1214) a los almohades en la célebre batalla de las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212) . Por cierto que, como prueba definitiva de tolerancia de aquellos tiempos españoles, cabría recordar que las huestes extranjeras reunidas en aquella especie de cruzada contra el Islam se retiraron del campo de batalla por entender que los españoles trataban con clemencia y más miramientos de los (a su gusto) debidos. Con pues, gracias a sus vastas conquistas (ya solo queda el reino de Granada por reconquistar) se produce el auge económico y demográfico capaz de restablecer, ampliar y consolidar la infraestructura del reino, impulsando enormemente las supraestructuras del mismo (primeras Cortes, primer Código, “Fuero Juzgo”), establecimiento de los privilegios de población ( “cartas Puebla”), los que a su vez dan nacimiento y hacen crecer los principios democráticos en toda la Baja Edad Media Hispana) alcanzándose en el terreno cultural la cota más alta de la humanidad civilizada de los últimos tiempos del Medievo.

Ya es cosa rara un rey santo -como nuestro Fernando III de León y Castilla o el Luis de Francia-, pero más raro todavía es un rey sabio, como lo fue por antonomasia Alfonso X. Y sabio, además, por las tres vertientes de la sabiduría: la erudición, la aventura hermética y la poesía.  Por algo, en España, al lado de la Gran Cruz de San Fernando para premiar acciones de guerra y méritos castrenses, hay una Encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio para galardonar la labor especiosa de los hombres de cultura y adelantados de las letras.

El caso de Alfonso X habría puesto en aprieto a Platón, quien decía que había que desterrar de la polis a los poetas. Con un poeta-rey no hay más remedio que darle carta de naturaleza a la poesía y entronizarla, nada menos. Claro que Platón lo decía en su “Republica”, sin barruntar siquiera la existencia de monarquías, ¡cuánto menos la de monarcas poetas! Alfonso X, en todo caso, desmiente definitivamente la humorada platónica.

Alfonso nace en Sevilla el 23 de diciembre de 1221 (hay autores que lo hacen nacer en 1220 y otros en 1222, pero preferimos dejarlo en capicúa, que da suerte), y muere en Toledo el 4 de abril de 1284. Vivió, pues, Alfonso, 63 años, habiendo reinado 12, o sea, entre 1252 y 1284. Es importante hacer constar que fue hijo de Fernando llI el Santo, pero no lo es menos consignar que su madre fue Beatriz de Suabia, hija del emperador de Alemania, Federico I. Ya que por ser el padre imbatible como rey, el ambiciosísimo hijo se esforzó en aventajarle como mecenas de las letras y poeta, por de pronto, pero luego, también como emperador. Ya que una de sus más señaladas debilidades fue la de pretender tocarse con la corona del Sacro Imperio Romano. A la muerte de Guillermo de Holanda, en 1256, quedó la corona imperial vacante y Alfonso, como hijo de la princesa Beatriz de Suabia y nieto, por tanto, del emperador Federico, pretendió subir al trono del Sacro Imperio Romano Germánico en su calidad de heredero de la Casa Staufen, que es la que venia ostentando el escudo de las águilas imperiales. En la ola de expansión que arrebata a Castilla por aquel entonces, no es de extrañar que Alfonso soñara con tocarse esa corona por encima de la de su reino castellano-leonés. Y, de paso, se nos ocurre que podría esto tomarse como una admonición de la historia, si la historia tuviera de verdad oráculos de alta fidelidad, porque si por ese empeño -que en su tiempo se llamó “el fecho de Imperio” sufrió nuestro docto monarca crisis políticas y dificultades económicas y diplomáticas en su reinado; muchos más y peores desastres financieros, descalabros diplomáticos y desaguisados políticos y militares habría de ocasionar la manía imperial siglos más tarde con los Carlos y Felipes de la Casa de Austria, edad moderna adelante. Esto aparte, no nos sustraemos a la divertida ocurrencia de pensar qué habría sido de España y de Europa -y por ende del mundo entero- si en vez de bajarnos un emperador del Norte le hubiera subido al Norte un emperador del Sur…, y de las Españas, nada menos. Las consecuencias de que en Alemania hubiese habido, en el siglo XIII, un emperador hispánico de la categoría de Alfonso X son incalculables, pero tan sugestivas y excitantes que nos marean a poco que nos regodeemos en imaginárnoslas. Aunque, como ya hemos dicho, no nos interesa tanto recomponer la figura del rey como rememorar la gloria de su labor cultural por sus provechos. Pero presentémoslo, siquiera.

Alfonso X casó con la hija de Jaime I el Conquistador, doña Violante, pero su gran amor dicen que fue una dama de la corte, doña Mayor Guillén de Guzmán. No hay poeta sin musa. Y para don Alfonso fue esta doña Mayor la Laura, la Beatriz o la Guiomar que fueron respectivamente para Petrarca, Dan te o Antonio Machado. La suponemos a doña Mayor elegante, hermosa y espiritualmente encantadora. Tal para cual, porque don Alfonso era un hombre muy bien parecido, a juzgar por los retratos que de él han quedado y en especial del que un autor anónimo le hizo y que se conserva en el Ministerio de Justicia de Madrid (pero que puede verse en fotocopia en cualquier enciclopedia).

Un conocido medievalista que, de paso, debe de sufrir el mismo complejo alfonsí de tener padre inemulable, Gonzalo Menéndez Pidal, hijo del primerísimo historiador de nuestra lengua y literatura, Don Ramón, ha dividido la labor cultural de Alfonso X el Sabio en dos grandes periodos que nos parecen representar una divisoria demasiado tajante: el primero de 1250 a 1260, y el segundo desde este año hasta su muerte, o sea, un periodo juvenil en que estaba demasiado dedicado  la guerra y a la política,  limitándose a hacer traducir, y otro de madurez en que fue desarrollando su labor “sincrética total”. Esta expresión de Gonzalo Menéndez Pidal le va como anillo al dedo a Alfonso el Deceno, incluso en el sentido críptico, porque su ambición insaciable de saber no era tan sólo racional o escolástica, sino también tocada de querencias esotéricas, de algún que otro toque de varita mágica y de propensiones heterodoxas, abarcando ese afán omnisciente tanto las ciencias y las artes blancas como el misterio y la magia. Pero de esto hablaremos con algo más de detenimiento llegado el caso.

Cabe dudar -como apuntábamos- de la aserción de Gonzalo Menéndez Pidal, desde el momento en que sabemos que ya en sus años jóvenes se interesaba, no solo por la caza y el ajedrez, sino también por la música y los libros, con tanta o mayor pasión. Concretando: bastante antes de su coronación –en 1252- estuvo interesado por los estudios históricos, entregándose con la mayor asiduidad e intensidad posibles a la astrología, además. Una doble prueba en nuestro apoyo sería que por entonces preparara la primera versión de su “Lapidario” (virtudes de las piedras por influencia de los signos del Zodiaco, eclipses y demás virtudes astrológicas, libro éste que fue escrito -por si fuera poco- en la más bella prosa del siglo). Aparte de que, en el mismísimo mes de mayo de 1252 en que murió su padre San Fernando, se revisaban las “Tablas alfonsíes” -de ciencia astronómica-. Lo mismo cabe decir de sus obras legales, puesto que, aparte de que ya en vida de su padre era aficionado a presidir juicios en lugar y nombre del rey, a ruegos del mismo Fernando III,  inició ya el “Setenario” (algo así como un borrador de la que habría de ser después la primera de las “Siete Partidas”); y mientras tanto, estaba preparando por su cuenta lo más importante del “Fuero Real” y de “Las Partidas”. En fin, antes de su acceso al trono, Alfonso patrocina la traducción a la lengua vulgar de la “Biblia” y probablemente también la del “Calimna y Dimna” (colección de cuentos y leyendas orientales de incalculable repercusión en todas las literaturas occidentales en adelante), sin contar con que, siendo príncipe aún, había compuesto no pocas de sus “trovas satíricas”.

Ya rey, lo hemos de ver, por un lado, como “el gran propulsor de toda sabiduría”, tal como tan justamente lo califica uno de los más grandes estudiosos alfonsistas, don Antonio García Solalinde (1892-1937)); y, por otro, como autor tanto en prosa como en verso. No creo que haya habido en toda la historia de la humanidad un ejemplo de rey culto tan claro y eximio, tan vasto y fecundo, tan personal y autorizado ( y cada adjetivo está pensado con vistas a un resultado definidor). Ni el mismo Federico II de Sicilia (que murió el mismo año de la coronación de nuestro Alfonso), ni los duques y príncipes de las cortes italianas más brillantes le llegan a la altura de su afán sabedor y menos a la vastedad de su activismo culturalista. Y aun esto no es nada comparado con el impagable y totalmente impagado servicio que Alfonso hizo a toda la Cultura universal, sólo equivalente -en el plano individual- al que prestó España entera a la Europa ultra pirenaica -en el piano nacional-. Porque si España hizo de barrera al Islam -por suerte o por desgracia, ya es otro cantar- dejando al resto de Europa al abrigo de las correrías de los “Santos” guerreros mahometanos, la obra de Alfonso ha funcionado de eslabón imprescindible entre la cultura fundacional de los clásicos helénicos y latinos, enriquecida de paso con a reelaboración y ampliación de los sabios, artistas y pensadores árabes y judíos, empalmando así directamente con el Renacimiento y por en con la Edad Moderna. ¿Qué habría sido sin ese eslabón la famosa cultura occidental, sobre todo después de los repetidos incendios de la Biblioteca de Alejandría, donde se conservaba el grueso del saber clásico, oriental, árabe y hebreo? Y, sin embargo, aún esperamos que el resto de Europa le agradezca a España el sacrificio y a Alfonso X sus méritos culturalizadores a escala universal.

Copistas, traductores, “ayuntadores”, miniaturistas, músicos -muchos de ellos conocidos y hasta pintados formando grupo en las pinturas de “Las Cantigas” y otros textos- se reúnen en los centros de trabajo de Toledo y Sevilla, sobre todo, pero también en los de Murcia y Burgos.

Y a todo esto, no se olvide que es el rey en persona quien dirige la preparación de los textos y hace una revisión completa y última. La Escuela de Traductores de Toledo es para la historia de la Cultura occidental el momento capital de transmisión de sus fuentes e imprescindible eslabón de su continuidad y supervivencia, y, para Alfonso X el Sabio, su más alto resonador timbre de gloria.

Esta Escuela tiene dos épocas: la primera bajo la égida del Arzobispo Raimundo (1126-1152), protector de la cultura habiente y promotor de la inserción de textos  árabes en los estudios occidentales, dejando huella profunda en la Cultura y el destino de Europa, según observó Ernest Renan. Las traducciones de autores como Avicena y Averroes o Algazel y Avicebrén se confiaban a mozárabes o judíos, generalmente. Entre los ingleses que estuvieron en aquel Toledo ecúmene se nombran a Robert de Retines, Adalazdo; de Bath, Alfredo y Daniel de Morlay …y Miguel Scoto; italiano era Gerardo de Cremona y alemanes Herman el Dálmata y Herman el Alemán. Entre los más conocidos traductores españoles  se citan al segoviano Dominico Gundisalvo y al judío sevillano Juan Hispalense. Con Alfonso el Sabio, la labor traductora tomó mayor impulso, prefiriéndose ya el romance a la lengua latina. En palabras de Américo Castro: “La Escuela de Traductores de Toledo del siglo XIII puso en lengua vulgar, no en latín, aquellos aspectos de la Civilización islámica que servían al ideal alfonsino de poseer la clave de ‘lo humano’, lo que el hombre ha sido históricamente, lo que debe ser moral y jurídicamente, lo que las estrellas hacen que sea”(‘España en su historia’,  p.482).

Se habla indefectiblemente de ‘enciclopedismo’ al tratar de la obra alfonsí,  porque es algo que está en los espacios cultos de los tiempos medievales, desdeRetrato de Francisco Carrasquer San Isidoro de Sevilla (h.56O/h.636), con sus ‘Etimologías’ (que es, entre sus más famosas obras, la que viene a ser resumen admirable de la cultura clásica en cuanto fruto de vastísima y fértil asimilación, hasta el punto de haberse convertido en obra indispensable de toda biblioteca medieval) hasta Santo Tomás de Aquino (1220-1274), contemporáneo de Alfonso X y autor de la ‘Summa Theologica’, cuya influencia ulterior ocioso es ponderar, puesto que aun hoy se publican revistas y se celebran simposios de todo un movimiento neotomista que, en el seno de la Iglesia Católica, pretende restablecer cierta vigencia de una escolástica adaptada a nuestros tiempos. Pero a quien más se parece por su empeño espiritual y su trayectoria de sabedor más que de sabio, Alfonso el Deceno, es a otro grande del mismo siglo XIII, al mallorquín Raimundo Lulio -o Ramón Llull-(1235- 1315). Y aun se habrían parecido más si Alfonso no hubiese sido rey ni hubiese pretendido ser emperador. No obstante, tienen en común el haber elevado ambos sus respectivas lenguas vernáculas (Catalán y Castellano) a lenguas literarias, en haber escrito los dos mucho y bueno (Llull unos 500 títulos…iqué se dice pronto! y Alfonso, si no tantos títulos si obras más voluminosas), pero tal vez vayan aun mejor emparejados por su común empeño de editar tratados totalizadores del saber, de todo saber -científico y mistérico-. Y, en fin, ambos escribieron poesía amorosa y mística. Como hombres de cultura verifican ambos una “sincresis” de las tres religiones y culturas coexistentes en Iberia: sarracena, hebrea y cristiana. Y por ese mismo afán sincretizador llegan a franquear barreras de ortodoxia y se adentran en la heterodoxia para explorar el misterio en sus propios pliegues, desenmascarando de paso falsos misterios, cuando no secretos interesados y de iniciación (dados los dos a la alquimia, a la astrología, etc.). Las aficiones mistéricas de Alfonso X el Sabio se revelan ya desde que hace traducir del hebreo , no sólo el “Talmud” (libro que comenta el “Pentateuco” -o los Cinco Libros de Moisés, sino también “esas ciencias que han los judíos muy escondidas e que llamaron ‘Cábala” . Puede que no esté de más aquí traer el testimonio de Fernando Sánchez Dragó y transcribir un fragmento de su obra en 4 volúmenes “Gérgoris y Habidis”, escrita con tanto gracejo iconoclasta como alarde de alambicamiento de multitud de lecturas y fichas bibliográficas:

“La Escuela de Traductores de Toledo inició una calmosa decadencia al irse adelgazando por muerte o desgana su primera generación de cerebros, pero en la bisectriz del siglo XII, casi cien años después del mutis, resucitó contra pronóstico y con mejor salud que nunca gracias al mecenazgo de Alfonso X. Hubo entonces menos filosofía, más ciencia (exacta, física o natural) y, como siempre, mucha religión y misticismo. No olvidemos que por los mismos años alguien esta redactando el “Zohar” (“compilado” por Moisés de León, muerto en 1305 -FC-). La Cábala, en conseeuencia, será uno de los principales vectores incorporados al quehacer de la nueva época. Alfonso, ese benévolo comisario de cultura popular, no esconde su inclinación al ocultismo ni su interés por el dramático deambular de las estrellas.  En 1250, el presbítero (¡Nota bene! -FC-) Garci Pérez y el rabino Yehuda Mosca Ha-Quaton terminan de arromanzar los célebres “lapidarios” de Abelais y Abenquios, traducidos por estos autores (según se afirma en el prólogo )nada menos que del caldeo al árabe. Placer de dioses: mientras en Francia se dedican a achicharrar cátaros, en Roma a establecer inquisiciones y en Palestina a crucificar sarracenos, hay en Castilla ciudades donde un circunciso y un tonsurado pueden sentarse pacíficamente a la misma mesa para poner en cristiano fórmulas litolátricas redimidas por los heterodoxos musulmanes en los bíblicos alrededores de Sodoma”.(Op. cit., tomo III, pp. 37-38).

 Ese “deambula de  las estrellas” nos recuerda lo que Marquina pone en verso, siguiendo una expresión del Padre Mariana, a propósito de Alfonso X el Sabio:

 “De tanto mirar al Cielo

se le cayó la Corona”

Tal vez Marquina tome ese cielo por el de la teleología católica, pero nadie nos impide entenderlo como el de los astrólogos o “futurólogos” del siglo XIII… Y, a propósito de supersticiones: el numero gafe no nos trajo mala suerte, ni mucho menos, nunca tanta y buena como entonces.

La obra literaria que Alfonso X nos ha legado puede distribuirse en:

  • Históricas (“Primera Crónica General”, “General e Grand Estoria”
  • Jurídicas (“Las Siete Partidas)
  • Científicas (“Las Tablas Alfonsíes”, “Los libros del Saber de Astronomía”, “El Astrolabio Llano”, “El Astrolabio Redondo”, “El Libro de la Ochava Esfera” y “Lapidario”.
  • Recreativas: “Libros de Ajedrez”, “Dados y Tablas”
  • Poéticas: “Cantigas de Santa María”, “Cantigas Profanas”.

Las dos obras históricas de envergadura son “Estoria de España”, editada por Ramón Menéndez Pidal con el titulo de más arriba (“Primera Crónica General”) y la historia del mundo, la “General Estoria”(“General e Grand Estoria)

La primera, editada por Don Ramón en 1955, refleja con fidelidad la parte más antigua de la “Estoria de España”, pero ya lo ulterior se basa en un manuscrito tardío e insatisfactorio, mientras que el de autoridad más fidedigna sigue sin ser publicado. Alfonso no innova haciendo historia. Y si hay algo nuevo -en expresión de Solalinde- es el esfuerzo titánico. Y, en opinión de todo el mundo, el haberle dado carta de naturaleza a la literatura en la historia, prestándole tanto crédito a Homero, por ejemplo, como a Herodoto. El historiador de la literatura española medieval, el hispanista inglés Alan D. Deyermond, dice, a propósito de estas dos grandes obras históricas alfonsíes: “Quedó sin terminar la ultima; y la primera, a su vez, parece que nunca recibió la forma en que el monarca la concibiera. A pesar de todos los medios asiduamente reunidos por el rey, esta empresa resultó excesiva, cuando el equipo de traductores, eruditos y compiladores estaba comprometido también en largas obras científicas y legales. En su obra histórica, al igual que en su intento de ser emperador, parece que Alfonso desbordó sus posibilidades”. Eso es muy español: querer siempre más de lo que se puede alcanzar. Ahora, por suerte o por desgracia, parece que el español ha aprendido a proyectarse según los alcances europeos. illa era hora!  Al menos para saber qué pasa en caso de hacer todo lo contrario de lo que siempre hemos venido haciendo.

Las obras legislativas alfonsíes implicaron el mismo gigantesco esfuerzo por lograr síntesis y perseverar en el empleo de la lengua romance, aunque ya antes, Fernando III, había hecho traducir del latín el “Forum Judicum” bajo el titulo “Fuero Juzgo”. La obra más importante y extensa de los tratados de leyes de Alfonso es el libro de las “Siete Partidas”, donde se regulan todos los aspectos de la vida nacional vista desde su vertiente eclesiástica y profana, la ley civil y criminal, explicando ampliamente la materia con que se enfrenta. “Es una enciclopedia en que, a través de las leyes, se trata de todas las humanas relaciones”, concluye el ya nombrado ilustre Alfonsito Solalinde.

Pero la flor de la producción más personal alfonsí es la colección de sus “Cantigas de Santa María”, esas mismas cantigas que no hace mucho regalaron los oídos de los reyes holandeses y daneses con sus palaciegos en Copenhague, como broche  de oro de una visita oficial de los primeros a los segundos. Son nada menos que 427 poemas liricos escritos en galaico-portugués, con una gran variedad de formas métricas basadas todas ellas, sin embargo, en el “estribillo” (‘refrain’). Uno de cada diez de estos poemas es una cantiga de “loor”. A estas canciones de alabanza, como a muchas otras, se les puso música, pudiendo por lo mismo ser consideradas como himnos en romance. Hay un libro que habla de todo esto poco menos que exhaustivamente, el de Higinio Anglés: “La Música de las Cantigas de Santa María del Rey Alfonso el Sabio”, Barcelona, 1943. Así como hay otro que estudia lo miniado que estuvo adornando a dichas cantigas, el de José Guerrero Lovillo: “Las Cantigas. Estudio arqueológico de sus miniaturas”, Madrid,1949. Aparte de su hermosura artística e interés para la historia de la ilustración gráfica, son valiosos documentos de primordial importancia para Conocer la vida cotidiana (del vestuario de las clases y castas y hasta de más de treinta instrumentos musicales distintos, por ejemplo). Con el libro de Guerrero tenemos la suerte de contemplar la versión actual. Y si además se nos aporta la ocasión de escuchar las cantigas musicadas por Nelly van Ree Bernard al salterio (cassette editada por el Ministerio de Cultura español), entonces hay que callarse, porque oír a siete siglos de distancia tanta ternura humana cantada y acordada enmudece, como todo lo que nos arroba.

F. Carrasquer

Leiden, 3-10-1984

Firma y fecha manuscritas de Francisco Carrasquer a pie de artículo


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