Alix Rubio CalatayudNo, no intentéis consolarme, no me digáis nada. Sufro, muero en vida, agonizo dentro de mi cuerpo inmortal. Mi amada ha muerto. Mi amor, mi amante humana, bella y dulce, el motor de mi existencia, mi luz, mi esperanza. Ella ha muerto. Jamás comprenderéis lo que significa para alguien como yo la pérdida de un ser tan amado. Era mi amada, mi compañera de sueños, mi lado bueno. Murió a mediodía en un hospital, ¡a mediodía! Y yo no pude estar con ella porque estaba durmiendo mi propio sueño de muerte encerrado en la oscuridad segura de mi casa. ¿Por qué? ¿Por qué ella? Si tuviera dioses a los que preguntar, golpearía las puertas de sus Paraísos exigiendo a gritos una respuesta. Pero en este mundo yo soy el único dios que muere y resucita, y no tengo respuestas.

      Su prima Lucy me llamo al móvil aquella misma noche; había intentado localizarme a lo largo del día pero, lógicamente, lo tenía desconectado. Lucy no sabe quién ni qué soy yo, únicamente sabe que soy —era— el novio de Alma. Me ha visto varias veces y hemos compartido alguna cena. Alma sí lo sabía todo sobre mí y me aceptó tal y como soy. Aquellas pocas palabras taladraron mi corazón: “Kevin, Alma ha muerto. Lo siento mucho”. La voz se me atascó en la garganta, me mareé y tuve que sentarme. Ella seguía susurrando como si hablara con un enfermo; y eso es lo que soy desde que ella murió: un enfermo de amor, dolor y desolación. Pregunté si podría verla antes del sepelio. No sabía si sería capaz de soportar con entereza la visión de su cuerpo en el ataúd descubierto; pero deseaba contemplarla una vez más. Tenía todo el tiempo del mundo para visitar su tumba y llorarla, pero sólo una oportunidad de despedirme de ella antes de que la enterraran. Lucy me dio la dirección del tanatorio, dijo unas cuantas frases más de pésame y se echó a llorar. Tuve que recordar que ella y Alma se querían mucho y también estaba destrozada por la pérdida.

      Aquella noche salí dispuesto a matar y a morir, nada me importaba. Recorrí los callejones más oscuros y peligrosos y seleccioné a mis víctimas entre los delincuentes y pervertidos que encontré. Regresé a mi casa más hambriento y desolado que cuando salí. Así será ya eternamente, el vacío y la insatisfacción. Sólo viviré frente a su tumba cada noche.

      No intentéis consolarme. Ella era lo único bueno en esta vida de sangre y resurrección. Ella, mi Alma. La conocí una noche en el teatro. La vi, iluminada desde su interior e iluminando cuanto la rodeaba. La vi y supe que la amaría eternamente, que por ella viviría eternamente para cuidarla y protegerla de todo mal y de todo peligro. Me acerqué decididamente a aquella criatura de luz vestida de blanco y le hice una pregunta banal: qué hora era. Sus increíbles ojos verdes se hundieron en los míos, sonrió con inmensa dulzura y algo de picardía, y señaló el reloj que lucía yo en mi muñeca derecha (soy zurdo). “Dígamelo usted, señor conde”. Sus ojos y su sonrisa me llegaron hasta el fondo de mi ser. Si hubiera sido humano, me hubiera enamorado de ella al instante. Siendo lo que soy, fue más que un enamoramiento, y más intenso y profundo. Parpadeé al oírme llamar “señor conde”, y entonces me reí a carcajadas, sin restricciones. Me explicaré: desde que me convertí en lo que soy visto de negro absoluto y me maquillo, aunque sin estridencias. Alma me confesó que ya me había visto sentado en el palco, muy serio. Y les comentó a sus amigos que el conde Drácula en persona estaba en el teatro. La adoré, la amé desde aquel instante. La amaré eternamente, lo sé porque la eternidad me pertenece.

      Soy muy joven en mi vida no humana. Me quedé inmutable para siempre a los veinticinco años. Por supuesto no me llamo Kevin, he cambiado de identidad y pasaporte muchas veces. En el principio yo pertenecía a una familia de origen español que huyó a Francia tras la Guerra de Independencia. Nací al otro lado de la frontera de padres ya franceses que hablaban español en casa. Mi infancia fue disciplinada; mi juventud, alocada. Quería ser escritor por encima de todo. Pasé por la Universidad como en un sueño. Todo era sueño envuelto en el humo del hashish y el sabor de la absenta. Nos íbamos a comer el mundo, íbamos a cambiar la sociedad. Éramos bohemios, escritores, artistas, poetas malditos, vivíamos al borde del abismo, bajábamos a nuestro propio Infierno y regresábamos con poemas y visiones de otro mundo que nos confortaban. Nos creíamos inmortales. Pasábamos las noches en vela reunidos en cafés o en alguna buhardilla pobre y mal amueblada. A veces venía con nosotros una mujer increíble, vestida de hombre, cabello corto, visionaria y poeta exquisita. Todos la amábamos. Yo la amé porque viajaba a regiones donde no podía seguirla. Los primeros mordiscos me parecieron fruto de un juego excitante y peligroso, me mordía y saboreaba mi sangre mientras yo le hacía el amor como un desesperado. Y una noche me mordió de verdad, se apoderó de mi alma, me convirtió en lo que soy.

      He ido a muchos lugares desde entonces. Fue difícil al principio, hasta que me acostumbré, si es posible acostumbrarse a la inmortalidad. Todo pasa a mi alrededor, todo cambia, excepto yo. He vivido muchas vidas sin salir de mí mismo, revoluciones, guerras, glorias y miserias. Kevin es mi último yo, el más reciente. Volví a mis orígenes familiares para vivir en paz dentro de lo posible. No os engañéis, he matado y sigo haciéndolo cada noche, soy peligroso, un arma letal. No me justifico, no puedo evitarlo. Me pierdo en el submundo más peligroso y desconocido, allí tengo mi coto de caza. Si he de matar seres humanos, elijo a los peores, los que resultan más nocivos y dañinos que yo para sus semejantes. Yo no me engaño, no soy un superhéroe con capa y antifaz que salva al mundo de los malos. Yo también soy malo porque infrinjo la ley más sagrada de la humanidad: no matarás. Sólo un ser como Alma podía salvarme de mí mismo, de mi desesperación y soledad, de mis miedos. Ella se convirtió en mi Luz y mi Camino, en mi verdadero hogar.

      Al salir del teatro la invité a ella y a sus amigos a una copa. Soy propietario de varios locales nocturnos, elegantes y caros, que ya tienen fama en la ciudad, y de un restaurante en el centro del que se ocupa un gerente de mi confianza. Cuando despierto hago la ronda para comprobar que todo está en orden, me hundo en los peores rincones y después voy al teatro o al cine. Termino en mi club favorito, un pub con decoración gótica donde solo se escucha Dark Music y Barroco. Allí los llevé a todos. A ella.

      Nos fuimos haciendo cada vez más amigos, hasta convertirnos en inseparables. Me hablaba de sí misma, de sus sueños, de sus anhelos más profundos, me enseñaba sus poemas. Alma me humanizó. Tenía que decírselo, ella tenía derecho a saber con quién compartía horas y reflexiones. Por encima de todo, tenía que decirle que era mi amor, mi única vida, que sin ella mi muerte era la muerte definitiva y sin esperanza. Sabía cuánto arriesgaba confesando mi verdadera naturaleza, me exponía al rechazo, al horror, al abandono, al peligro incluso si Alma se lo contaba a alguien. Me exponía a una nueva huida, a empezar de nuevo en otro sitio donde no me conociera nadie. Pero si ella me aceptaba todo cobraría sentido y valdría la pena. Se lo dije, todo, sinceramente, sin ocultarle nada. Recuerdo haber llorado lágrimas que me abrasaban abrazado a ella, oliendo su piel, su cabello, escuchando los latidos de su corazón, muriéndome por besarla y sin atreverme porque mis labios se teñían de sangre cada noche y los suyos eran como pétalos de una flor divina. Ella era un ángel luminoso secando las lágrimas de un ángel caído. Ocurrió un milagro en un ser que nunca creyó en los milagros: Alma me amaba y quería estar conmigo el resto de su existencia.

      Éramos discretos, pero me presentó a sus amigos y a su prima Lucy, con quien la unía una relación muy estrecha de parentesco y amistad. “El novio de Alma” causó cierto estupor en algunos de ellos, pero eran muy educados y no hicieron ninguna alusión a mi aspecto; por otra parte, soy perfectamente capaz de portarme como un hombre mortal, sociable y de modales impecables. Nadie adivinaría, mirándome, que soy lo que parezco.  Pero Alma era la única que venía a mi casa, que se convirtió en la suya. Le di una llave para que entrara y saliera a su aire. Aunque no llegamos a vivir juntos,  muchas noches se quedaba conmigo y se iba antes de que yo cayera en mi sueño. No me gustaba que se fuera sola tan tarde, hubiera preferido que se quedara hasta la hora de ir a trabajar, ya con luz del día; pero Alma sonreía, me decía que era un  anticuado y llamaba un taxi para volver a su apartamento.

      Cómo olvidar mi última noche con ella. La retuve a mi lado tanto como pude, y dejé que se marchara cuando mis ojos estaban ya cerrándose porque casi amanecía. Lo que ocurrió después lo sé porque me lo contaron: Alma salió del taxi, y no quiso que el conductor se quedara hasta que ella hubiera entrado, le agradeció el ofrecimiento y se despidió. Estaba abriendo la puerta de su portal  cuando dos desconocidos la abordaron para robarla; pero más que de un robo se trató de una agresión brutal.  Alguien llamó a la policía y a la ambulancia y la transportaron al hospital. Alma murió a mediodía, mientras yo dormía en la oscuridad segura de mi casa. No pude acompañarla. Ella murió y yo no estaba allí.

      Al despertar, me dirigí al tanatorio para contemplarla por última vez. Estaba lleno de parientes y amigos. Sus padres, a los que nunca había visto, me miraron con extrañeza. No era tiempo ni lugar para presentaciones, ya no importaba. Salí de allí y conduje como un loco hasta las afueras de la ciudad, a pleno campo, a un lugar solitario donde gritar mi agonía y mi dolor. No podéis comprenderlo, no sabéis cómo ama y cómo sufre un vampiro.

      Aún me aguardaba un último golpe: la incineraron al día siguiente, y los padres se llevaron a casa la urna con las cenizas de mi amada. Deseé matarlos. Mi único consuelo era visitar la tumba de Alma, y me lo habían arrebatado. Pensé en exponerme a la luz del sol y desaparecer para siempre, convertido en cenizas como ella. Estaba a punto de hacerlo cuando recapacité y comprendí que así la perdería para siempre, que si yo moría ya no habría esperanza de recuperarla. No sé si existe la reencarnación, no sé si los seres mortales vuelven a este mundo con otro cuerpo y otro aspecto. Lo que sí sé con toda certeza es que nosotros no volvemos, no hay reencarnación posible para los vampiros. O vivimos eternamente o morimos eternamente, sin nada a lo que aferrarnos. Pero tratándose de Alma, deseo creer con todas mis fuerzas que ella regresará un día, que volveremos a encontrarnos, que nos reconoceremos y nos amaremos. Deseo creer que este círculo será tan eterno como mi existencia.

      Amor mío, vuelve. No importa cómo ni en qué lugar. Regresa a mi vida para que estas noches vacías de lágrimas y sangre adquieran un significado. Vuelve de ese lugar que no sé si existe. Yo sabré que eres tú.

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Han pasado tantos años, o tan pocos. Sigo esperando el regreso de Alma. Viajo, finjo que vivo, me ocupo de mis negocios. Al principio vi alguna vez a Lucy, la invitaba a una copa y hablábamos; pero desde que se casó no hemos vuelto a coincidir. Por otra parte, pronto tendré que desaparecer y forjarme otra identidad. Venderé los pubs y el restaurante y me cambiaré de ciudad, o tal vez de país. Es mi destino.

      Me adormezco un instante en el tren nocturno que me lleva a Praga. De repente siento una presencia a mi lado, me despierto sobresaltado y miro a mi alrededor: una chica de unos veinte años ha subido durante el transbordo y su mochila me roza los pies. Su voz femenina y dulce me habla en alemán: “Discúlpeme señor”. Digo que no me molesta y le ayudo a  colocar bien su mochila. Es una joven preciosa de brillantes ojos verdes iluminados por dentro, largos mechones de su cabello rubio me rozan las manos. «Me llamo Connor.» «Yo, Alma.» Ella me mira al fondo de los ojos, su luz  inunda todo mi ser. Me trago las lágrimas de emoción y de amor, no muevo un músculo. Mi Alma ha regresado.


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