Por María Dubón

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La vida es rara. Los sueños son aún más raros. El arte es un sueño raro que falsea la vida y la hace más soportable. O no. Porque, tarde o temprano, la vida coloca al arte en su sitio y de paso aniquila al artista. A veces nos queda su memoria, eso que llamamos posteridad. La posteridad consiste en que el artista muerto se convierte en centro de atención y su obra recibe elogios y descalificaciones, suscita controversias que se dirimen a través del tiempo y que contribuyen a alimentar una fama. Ocurre que, en ocasiones, los personajes ideados por el artista, los personajes de ficción, adquieren vida propia, véase el caso de don Quijote. Sucede también que al artista le sobrevive su leyenda, como a Byron.

Yo soy joven, guapo, elegante, adicto a Garcilaso, al café, al tequila y a las mujeres. Olvidaba decir que escribo, soy poeta. Pero no voy a hablar de literatura, sino de amor, de ese sueño para dos en el que uno sueña y el otro se deja soñar, todo un arte.

Conocí a Eva en una tertulia literaria, ella quería ser poeta y admiraba mi obra, pretendía escribir como yo. Era una mujer de apariencia delicada y mirada acuosa y dulce; tenía aspecto de musa, de una de esas musas etéreas que inspiraban a los románticos. Iniciamos una relación, amorosa por su parte, meramente sexual por la mía. Mi afán por seducir siempre me ha impedido amar.

Eva se sentía fascinada por mí, por el poeta y el hombre que es capaz de transformar las emociones en palabras, y a mí me servía su incondicional apoyo y su entrega para superar un bache creativo, desde que mi primera antología fuera acogida por la crítica como una brillante obra de sensibilidad y pasión, no había escrito una línea.

Me asustaba el temor de haberme quedado seco, sin ideas ni sentimientos que expresar, y olvidaba mi incapacidad compartiendo botellas y camas. Así se forjan las leyendas. Más allá del bien y del mal. Caiga quien caiga.

Eva insistió en venir a vivir conmigo, en ayudarme a escribir, estaba convencida de que tenía talento y que en un ambiente ordenado y armonioso volvería a crear. Su cuerpo me proporcionaba calor y su abnegación reforzó mi ego por un tiempo. Escribía con voracidad: basura. Podía pasar tres días sin comer ni dormir, solo bebiendo y escribiendo. Luego, sobrio, releía mis escritos y los rasgaba con ira, con horror. Los cheques que pagaban mis derechos de autor menguaban y mi fugaz momento de gloria pasó, relegándome al olvido. Estaba acabado.

Necesitaba sentir para escribir una obra maestra y sentí con unas y con otras; el alcohol y la frustración hicieron el resto. Tocaba fondo. Eva seguía empeñada en salvarme, en convertirme en un gran poeta, renunció a sus aspiraciones literarias y se quedó embarazada, también tuvo que ponerse a trabajar. Prefería ignorar lo que imaginaba, lo peor era aquello que, pudiéndolo imaginar, no se atrevía a saber. Yo no

soporto los compromisos ni las ataduras, no deseaba aquel hijo, solo buscaba ser alguien en los círculos literarios, alcanzar la inmortalidad, lo demás me importaba bien poco.
Los grandes amores deben ser breves, y mi relación con Eva duró un año y siete meses, no sé si es poco o demasiado. Murió al dar a luz a nuestro hijo, mientras yo estaba borracho y con otra en el cuarto de un hotelucho. Una vez muerta Eva, empecé a amarla de verdad, con un amor tardío y fuera de tiempo, y empecé a escribir inexplicablemente prendido del recuerdo de un afecto que no había correspondido. Escribí sin tequila ni descanso, dolorosamente sereno, y conseguí atrapar en un poema la esencia esquiva del amor. ¿Mereció la pena el precio? Mi arte dependía del criterio y la cotización que le diera un editor. El mercado tenía la palabra y, por una vez, a mí me daba igual.

Una losa en el cementerio nos cobija a los tres, gracias a un marido burlado que acertó dos tiros, no he tardado en reunirme con Eva y con nuestro hijo, el que no llegó a vivir. Los críticos han alabado más mi muerte que mi existencia y mi obra nutre las enciclopedias, las bibliotecas, las librerías y acabará flotando a la deriva en Internet. Eva y yo compartimos un póstumo esplendor. El poeta, su musa y el amor que inspiró los más bellos versos. Un trío perfecto. Qué ironía. Parejas de enamorados vienen a depositar flores sobre nuestra tumba. Afectados rapsodas recitan mis poemas. Represento al amor eterno y, ya se sabe, la muerte es una garantía de amor eterno. ¿Y el arte?

Supongo que el arte es una forma de amar, un frágil nexo que nos une a la efímera eternidad.

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