El AVE vuela hacia el sur. El camino de hierro divide la tierra sembrada de carrascas. Desde la cafetería contemplo el cielo mientras me tomo un cortado descafeinado de máquina. Hay un ejército de nubes grises amenazadoras. Las más oscuras, la vanguardia, parecen querer aterrizar sobre el suelo sediento. En la superficie, algunos charcos evidencian que ya ha habido una batalla nocturna, pero la guerra no está ganada; la sequía se extiende por todo el país. El café me produce una suave sensación de bienestar. Mi cuerpo, destemplado por el poco dormir y el mucho madrugar, lo agradece. De pronto, Apolo hace su aparición en su carro de fuego y ordena a sus ejércitos que se batan en retirada. Otro día más sin lluvia.

            No hacemos alto en Madrid. Imagino el hormiguero humano afanado en sus quehaceres cotidianos. Vuelvo a mi asiento y reflexiono sobre las causas que han motivado este viaje a Jaén. Después de un largo, cálido e inactivo verano, de la experiencia florentina del pasado septiembre y de un diciembre pleno de celebraciones familiares he vuelto a sentir la necesidad de moverme, de conocer nuevas tierras sin ir demasiado lejos. A veces, lo que tenemos al alcance de la mano o, en este caso, de los pies, no tiene por qué ser menos interesante que otros mundos allende nuestras fronteras. Lo he dicho siempre: nuestro país nos ofrece tanta variedad de ambientes, paisajes, lugares históricos y monumentos artísticos que necesitaríamos varias vidas para conocerlos todos. Por eso, cuando salió este viaje en la oferta del Turismo Social, mi marido y yo no lo dudamos un momento.

            —¿Qué se os ha perdido a vosotros en Jaén? —nos había dicho un amigo—. Allí no creo que podáis ver otra cosa que olivos y más olivos. No es una provincia turística.

            —Jaén y Almería son nuestras asignaturas pendientes en Andalucía —le contesté—. No queremos dejar de conocer esa parte de España.

            A veces, al hablar del Sur solo nombramos las grandes capitales: Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga… Recuerdo lo interesantes que me resultaron Huelva y Cádiz, cuando fuimos hace unos años, por sus ambientes y sus recuerdos históricos y literarios. Cómo disfrutamos en Moguer, en Palos, en Doñana, en los pueblos blancos de Cádiz y en el Puerto de Santa María. Allí me reencontré con mis admirados, Juan Ramón Jiménez y Alberti, con Manuel de Falla, con los protagonistas del descubrimiento de América y con el Plus Ultra, el primer vuelo transcontinental entre España y Argentina. Creo que cada sitio tiene su propia personalidad, su cultura y sus gentes; no hay comparación justa entre unos y otros.

            Llegamos a Ciudad Real. Fin del viaje en tren. Un autobús nos conducirá a nuestro destino. En la estación nos espera Teresa, la que será nuestra guía acompañante. Así se dirige a nosotros y nos autoriza a que la llamemos Maite. Es una joven morena, peinada con una cola de caballo. Se quita las gafas de sol y se las coloca sobre la cabeza para saludarnos y echar un vistazo a unos papeles que lleva en la mano. Demuestra su profesionalidad con voz potente y presenta a nuestro conductor, Rafael (podemos llamarlo Rafa), que será quien nos lleve durante todo el circuito. A renglón seguido, nos asigna los asientos por riguroso orden de lista y nos ruega que mantengamos este mismo orden en todas las excursiones que vamos a realizar.

            Rafa también nos saluda y nos advierte de que llevamos un autobús nuevo con muy buena suspensión; no se nota diferencia entre los primeros asientos y los últimos. A pesar de su explicación tranquilizadora, me alegro de que nos haya tocado en tercera fila; no me gusta la parte trasera, me da una cierta sensación de agobio; pero eso es solo cosa mía.

            Una vez acomodados, nos dirigimos a Puerto de Almuradiel, un restaurante donde pararemos a comer antes de continuar viaje.

            En el comedor, compartimos mesa con otros compañeros del grupo: un matrimonio formado por Chema y Carmen; dos amigas, de las cuales lamento no recordar su nombre y Adolfo, un señor de avanzada edad que va solo. Enseguida entablamos conversación. El señor nos cuenta que es viudo desde hace dos años y que, a pesar de sus ya cumplidos noventa y dos, le encanta viajar. Como es natural, está jubilado, fue catedrático de Economía, pero siempre le interesó la Geografía y la Historia. Por esta razón, mientras pueda hacerlo, hará estos viajes culturales. También nos dice que, desde el fallecimiento de su esposa se siente solo pues los hijos y nietos ya son mayores y cada cual hace su vida; otra buena razón por la que viajar y conocer gente.

            Nuestra conversación se ve interrumpida por el camarero que nos viene a servir la comida. Lo cierto es que, estamos hambrientos; son casi las tres de la tarde y nuestras bocas se cierran a las palabras y se abren a los alimentos materiales.

            Después de dar buena cuenta de una rica sopa castellana (Chema ni la ha probado), unos filetes de lomo de cerdo con pisto manchego y una pieza de fruta, tomamos un café en la barra del bar que completa las instalaciones del restaurante junto con una tienda de productos de la tierra. Salimos al exterior. Sopla un viento frío y molesto. Las nubes corren por el cielo como si quisieran escapar de algo. Tras un breve paseo con el fin de estirar las piernas, abordamos de nuevo el autobús.

            Estamos atravesando la comarca de Calatrava, tierras llanas y fértiles donde se ven alternados los campos de cereal con los viñedos. Maite toma el micrófono y se dispone a ilustrarnos acerca del territorio. Se me cierran los ojos. Necesito una pequeña siesta, aunque sea de unos minutos en ese duermevela que permite el ronroneo y el movimiento del bus. La voz de la guía y el interés que me suscita lo que nos va diciendo, me mantienen despierta.

            «La Orden de Calatrava fue una orden militar fundada hacia 1158 por el abad Raimundo de Fitero a instancias del rey Sancho III para proteger la frontera de Castilla, en la línea del Guadiana y Toledo, de las incursiones musulmanas de Al Andalus. Los caballeros que acompañaban al abad formaban una comunidad religiosa y militar. Eran guerreros, pero, a su vez, hacían votos de castidad, obediencia y pobreza. Debían mantener silencio en el refectorio, dormir con la armadura puesta y ayunar cuatro veces por semana. Es decir, unas duras condiciones de vida. Con el fin de distinguirse, adoptaron un hábito blanco con una cruz griega negra rematada en las puntas con flores de lis. En el siglo XIV se cambiaría el color negro por el rojo».

            «Durante la Reconquista, la Orden sirvió de gran apoyo a los reyes castellanos, recibiendo a cambio tierras y encomiendas. Tras la terrible derrota de Alarcos, en 1195, sufrida por Alfonso VIII, hijo de Sancho III, los calatravos abandonan estas tierras y se repliegan hacia Sierra Morena, a la fortaleza de Salvatierra. Allí se hacen fuertes y en el año 1212 participan activamente en la batalla de las Navas de Tolosa, que supuso el final del imperio almohade y un importante impulso a la reconquista. Los caballeros que tenían órdenes menores no regresaron al castillo y fundaron Almagro, donde vivieron hasta la Desamortización de Mendizábal en 1836».

            «La Orden de Calatrava llegó a tener un gran poder. De esta historia queda hoy una mancomunidad de pueblos manchegos de los cuales dieciséis llevan el apellido de Calatrava; entre ellos, Calzada de Calatrava, de donde es Pedro Almodóvar, quien siempre suele hacer un guiño a su pueblo o a sus vecinos en sus películas. Por ejemplo: Salvador, el protagonista de Dolor y gloria, lleva el nombre del patrono del pueblo, Cristo Salvador del Mundo. Granátula de Calatrava es el pueblo donde se rodó gran parte de Volver. En este film, el director manchego rinde homenaje a su tierra, a las mujeres y a sus recuerdos de la infancia».

            «Vamos en dirección a Bailén, famoso por la batalla que tuvo lugar durante la guerra contra Francia en 1808. Lo visitaremos en una de las excursiones programadas. Quiero que se fijen en aquel pueblo que se divisa a la derecha: es Viso del Marqués. Uno de los últimos municipios de Ciudad Real, ya en las estribaciones de Sierra Morena y muy cerca del Puerto de Almuradiel y del paso natural de Despeñaperros, principal vía de comunicación entre La Mancha y Andalucía. Tras la batalla de la Navas de Tolosa, El Viso fue donado como encomienda a la Orden de Calatrava, pero después, Carlos I de España lo vendió al almirante Don Álvaro de Bazán. Su hijo, de igual nombre, fue el primer marqués de Santa Cruz. Su magnífico palacio renacentista es hoy museo de la marina. En el coro de la iglesia parroquial de la Asunción, se conserva un ex voto curioso: un cocodrilo disecado».

            «¿Han oído ustedes hablar de El lagarto de Jaén, un ser demoníaco que devoraba personas? Hay una curiosa historia sobre este animal. Se dice que, vinieron a cazarlo presos de Toledo y ninguno pudo hacerlo porque el demonio del lagarto gigante no salía de su madriguera; hasta que, uno más listo que los demás le fue poniendo trozos de carne en el camino para animarlo a salir. En el último trozo metió una carga de pólvora. Sin necesidad de acercarse al reptil, cuando vio que daba el último mordisco a su desayuno, accionó el artefacto y ya suponen lo que sucedió. El hombre recuperó su libertad y el animal pasó a mejor vida. Se cree que este lagarto era, en realidad, un cocodrilo que Álvaro de Bazán se trajo del Nilo cuando era una cría y, al crecer, fue abandonado a su suerte. Algo parecido a lo que sucede hoy con los animales exóticos que alguna gente irresponsable gusta de tener como si fueran mascotas».

            «Dejamos a nuestra derecha el desvío hacia la Carolina. Los pueblos que atravesamos tienen nombres bonitos, como Aldea de los Ríos; otros no tanto, como Guarromán. Ya sabemos que el prefijo gua viene del árabe y quiere decir, río. Este podría significar río de los romanos, pero se puede prestar a una traducción errónea debido a su fonética».

            Algunos viajeros ríen. El calorcito del bus y el monólogo de la guía actúan sobre mí como una dulce nana.

            Cuando despierto, veo el cristal de la ventanilla empañado y lleno de gotas de agua. Está lloviendo. La tarde se ha vuelto gris y el paisaje cobra otra dimensión. Comenzamos a ver olivares en filas perfectas que cubren suaves colinas. La autovía por la que circulamos evita aquellas antiguas carreteras serpenteantes, siguiendo las curvas de nivel de la orografía. Hoy, los viaductos y los túneles han permitido trazar en línea casi recta el camino, atravesando montes y sobrepasando valles y barrancos; el progreso industrial al servicio de la rapidez en la comunicación. Imagino aquellos pequeños utilitarios de los años sesenta, peleando contra las curvas y las cuestas. No es de extrañar que muchos viajeros incluyeran en su equipaje manta, bota y merienda; nunca se sabía lo que se podría demorar el viaje por estas carreteras.

            En el autobús solo se escucha el motor y una leve música que procede de la radio del conductor. Maite vuelve a tomar el micrófono.

            «A pesar de que ustedes ya tienen en su programa de viaje los lugares que vamos a visitar durante este circuito –nos dice–, les voy a informar con más detalle; así como a proponerles algunas excursiones opcionales».

            «Nos vamos a alojar en Villanueva del Arzobispo y cada día nos desplazaremos a realizar las visitas previstas. Mañana iremos a Baeza, donde tenemos concertada una visita guiada por la ciudad con Manu, un guía oficial».

            «Baeza, Úbeda y Sabiote son tres municipios jienenses que forman un conjunto monumental declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido a sus numerosos monumentos o edificios renacentistas».

            «Comeremos en Baeza y por la tarde tendremos tiempo libre o bien, los que lo deseen, podrán realizar una excursión en un trenecito que los llevará extramuros de la ciudad y les irá explicando lo que vean a su paso; luego los acompañará al Museo del Olivo, donde les explicarán las distintas variedades de aceitunas que se dan en estas tierras y el proceso de producción del aceite de oliva. Allí los recogerá nuestro autobús para regresar al hotel junto con los que hayan decidido quedarse en Baeza a pasar la tarde».

            «Esta excursión opcional cuesta dieciocho euros por persona. Quienes estén interesados me lo dicen esta noche en el hotel. El viernes, visitaremos Jaén, sus baños árabes, su magnífica catedral renacentista y su centro histórico. Por la tarde, nos acercaremos a Úbeda donde nos esperará Manu, el mismo guía que nos habrá acompañado en Baeza».

            «El sábado toca hacer una bonita excursión a lugares famosos por sus castillos: Porcuna, donde veremos la Torre de Boabdil; Torredonjimeno, en donde nos reservan una sorpresa que no les voy a desvelar o no sería sorpresa. Comeremos en Jaén y, por la tarde, subiremos al Castillo de Santa Catalina, hoy convertido en parador nacional, desde cuya muralla se contempla una panorámica espectacular de la capital de la provincia».

            «El domingo, les propongo otra visita opcional; esta vez a Baños de la Encina. Se trata de un pueblo precioso en el que daremos un paseo por los parajes naturales que lo rodean en un trenecito turístico semejante al de Baeza. Después, visitaremos el castillo; la entrada en él está incluida en su programa de Turismo Social. El paseo en el trenecito cuesta doce euros con cincuenta. La víspera preguntaré quiénes están interesados».

            «Para el lunes tenemos prevista la visita a Bailén, donde ya saben que se libró la batalla del mismo nombre durante la guerra de España contra Francia en 1808 y los ejércitos de Napoleón, mandados por Dupont, fueron derrotados por primera vez en campo abierto. Los generales Castaños y Reding iban al mando de las tropas españolas, formando lo que se llamó el ejército de Andalucía. Comeremos en Los Abades, una estación de servicio situada en la autovía A4 que comunica Madrid con Córdoba y que dispone de varios restaurantes y un pequeño centro comercial. Después de comer nos acercaremos a ver el Museo de Las Navas de Tolosa, otro hito importante en nuestra historia».

            Por suerte, llevo a mano mi diario de a bordo y voy tomando notas de todo este apretado programa que Maite va desgranando sobre nosotros. Miro a mi alrededor y observo que muchos viajeros están contemplando el móvil y otros, mirando por la ventanilla o echando una cabezadita. Llevamos ya muchas horas de viaje desde que salimos de Zaragoza y el cansancio se deja notar. La atención no está para excesos. La guía ha debido de darse cuenta de este detalle y abrevia:

            «La última excursión opcional la haremos a Sabiote, el último día. Cuesta veinticinco euros por persona. Ya concretaremos. De todos modos; no se preocupen; cada día iré poniendo con detalle en un cartel, que colocaré en la recepción del hotel, los horarios de las comidas, las salidas y las vistas».

            Mi marido y yo hacemos cuentas. Las tres excursiones propuestas fuera de programa nos supondrán cincuenta y cinco con cincuenta euros extra a cada uno. Un total de ciento once euros. Nos parece un poco elevado. Suponemos que esta fórmula les permite a los guías y al conductor obtener un complemento a su salario, aunque hay que tener en cuenta el gasto en gasolina y el trabajo realizado. También debemos valorar que, después de hacer un viaje largo no nos vamos a quedar sin ver algo más de lo que está previsto en el programa de la agencia… Lo pensaremos.

            Discurre ante mis ojos un paisaje en el cual el elemento dominante es una enorme extensión, hasta donde alcanza la vista, de olivares que alfombran el suelo con su verde característico.

            Busco en Google el poema de Miguel Hernández, Andaluces de Jaén. Recuerdo algunas estrofas, las pocas que me permitieron memorizar en mi época de estudiante y también recuerdo las versiones musicales de Jarcha, Paco Ibáñez y Joan Manuel Serrat, que tampoco cantaban el poema completo.

            Ha vuelto a salir el sol y entre las hileras de olivos se ven charcos que relucen como espejos.

            Maite ha retomado la palabra y nos está hablando de no sé cuál plaza de toros y no sé qué torero que no acudió a la cita con los aficionados. No me interesa el tema: lo siento. Sigo con mi atención prendida de los versos del poeta alicantino. Lo encuentro.

Andaluces de Jaén,

                               aceituneros altivos,

                               decidme en el alma: ¿quién,           

                               quién levantó los olivos?

                               No los levantó la nada,

                               ni el dinero, ni el señor,

                               sino la tierra callada,

                               el trabajo y el sudor.

                               Unidos al agua pura

                               y a los planetas unidos,

                               los tres dieron la hermosura

                               de los troncos retorcidos.

                               Levántate, olivo cano,

                               dijeron al pie del viento.

                               Y el olivo alzó una mano

                               poderosa de cimiento.

                               Andaluces de Jaén,

                               aceituneros altivos,

                               decidme en el alma: ¿quién

                               amamantó los olivos?

                               Vuestra sangre, vuestra vida,

                               no la del explotador

                               que se enriqueció en la herida

                               generosa del sudor.

                               No la del terrateniente

                               que os sepultó en la pobreza,

                               que os pisoteó la frente,

                               que os redujo la cabeza.

                               Árboles que vuestro afán

                               consagró al centro del día

                               eran principio de un pan

                               que solo el otro comía.

                               ¡Cuántos siglos de aceituna,

                               los pies y las manos presos,

                               sol y sol y luna a luna,

                               pesan sobre vuestros huesos!

                               Andaluces de Jaén,

                               aceituneros altivos,

                               pregunta mi alma: ¿de quién,

                               de quién son esos olivos?

                               Jaén, levántate brava

                               sobre tus piedras lunares,

                               no vayas a ser esclava

                               con todos tus olivares.

                               Dentro de la claridad

                               del aceite y sus aromas,

                               indican tu libertad

                               la libertad de tus lomas.

Miguel Hernández: Jaén 1937.

            Nos acercamos a nuestro destino: Villanueva el Arzobispo. Se trata de una villa cuyo nombre alude al arzobispo de Toledo, Don Pedro Tenorio, quien la recibió del rey Enrique III en 1396. Alfonso XIII le concedió el título de ciudad. Por su término municipal discurren los ríos, Guadalimar y Guadalquivir. Parte del territorio está comprendido en las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas. La carretera nacional 322, por la que circulamos, atraviesa la ciudad. Tiene en la actualidad unos 8000 habitantes y su economía se basa en el olivar, con cuatro importantes almazaras para la obtención del tan apreciado, y ahora precioso, aceite de oliva. También hay algunas industrias de fabricación de biomasa que utiliza los subproductos de la aceituna y de la poda del árbol.

            Son las siete de la tarde y está anocheciendo. No podemos olvidar que estamos a mediados de enero y oscurece pronto, sobre todo por el horario oficial de invierno que nos resta una hora de luz. A pesar de que, a partir del solsticio de invierno, el 23 de diciembre, ya se va notando que alarga el día.

            Llegamos al casco urbano. Lo atravesamos por una calle sin apenas viandantes. Pasamos junto a la plaza de toros que resalta por su color amarillo y su fachada neo mudéjar. No sé si será esta a la que aludía Maite hace un rato. Por fin, aparcamos frente al hotel. No voy a decir su nombre por no hacer publicidad gratuita; solo diré que, tiene una entrada amplia y elegante que acoge a los viajeros deseosos de descanso.

            En la recepción, una simpática joven nos da la bienvenida y nos va distribuyendo las habitaciones. Nos indica que la cena será a las ocho y media. Tenemos un poco de tiempo para dar un paseo por la ciudad sin alejarnos demasiado. Nos dice que, a unos escasos cincuenta metros del hotel hacia la izquierda baja una calle, la calle Jaén. Por ella accederemos directamente al casco antiguo.

            Nos ha correspondido la habitación 207, en la segunda planta. No es grande: dos camas, dos mesillas, un pequeño escritorio con una butaquita, un armario ropero bastante estrecho y una pantalla de televisión de buen tamaño colgada en la pared. Para compensar la escasez de espacio interior, disponemos de una buena vista. La ventana da a un jardín trasero con parterres a distintas alturas y una zona con toldos hoy recogidos, previsiblemente dedicada a terraza para los huéspedes en época veraniega. El radiador de la calefacción está muy caliente. Bien.

            Hacemos una visita al cuarto de baño. Todo es blanco y está impecablemente limpio. La cortina de la bañera me parece horrible, de un color oscuro, indefinido, con rayas verdes. ¿Por qué siguen los hoteles manteniendo las bañeras, cuando son mucho más higiénicas y ecológicas las duchas? Supongo que, por cuestión de economía de la empresa; es necesario invertir para renovarse. Las cortinas que cubren la ventana también me parecen feas. Las dos camas gemelas debieron estar en un principio separadas y, al juntarlas, no modificaron la situación de las pantallas de pared y de los cuadros de las cabeceras; de modo que, todo está descentrado.

            Abandono esta sesión crítica acerca de la decoración y, sin deshacer las maletas, decidimos ir a dar el paseo aconsejado y previo a la cena. Como el tiempo ha estado revuelto durante todo el día, tomamos nuestros paraguas por precaución.

            Salimos al exterior. Lo primero que nos llama la atención es la poca gente que hay en la calle. Enseguida nos damos cuenta de la razón: estamos en una zona apartada del centro. Hay algunos bares, pocos, y también casi vacíos. Se escucha una música que sale del interior de uno de ellos varios jóvenes africanos hablan en la puerta.

            Comienzan a caer gotas. Abrimos los paraguas, pero no renunciamos a nuestro paseo. Llegamos al cruce con la calle Jaén y, en ese momento, se desencadena el temporal. Las gotas se convierten en chorros de agua que, agitados por un viento furioso, atacan en todas las direcciones. Nuestros paraguas no salen volando porque los sujetamos con fuerza, pero no podemos evitar que se vuelvan del revés varias veces. La ropa se nos está empapando. Decidimos, con buen criterio, dar la vuelta y regresar al hotel. Se acabó la excursión ciudadana.

            En la habitación, comprobamos que estamos calados, chipiados, como diríamos en nuestro lejano Aragón. Los pies nadan dentro de los zapatos. La ducha caliente nos acoge con generosidad y la ropa seca y limpia termina por restituirnos el bienestar perdido. Todavía faltan cuarenta y cinco minutos para la cena. Bajamos a la cafetería del hotel y entretenemos el tiempo tomando unos refrescos acompañados de un platito de frutos secos, cortesía de la casa, mientras vemos en la televisión uno de esos programas de preguntas que animan a los concursantes a llevarse un dinero que casi nunca consiguen.

            Y, por fin, llega el momento de reparar fuerzas de verdad. El comedor es enorme. Al fondo han montado un escenario para algún evento, quizás una boda. Las mesas que nos han preparado forman dos largas hileras. Nos colocamos en la esquina de una de ellas y frente a nosotros se sitúan Carmen y Chema, a quienes conocimos en la comida. Adolfo se ha sentado junto a su compañera de bus, una señora que también viaja sola.

            Un camarero de mediana edad nos sirve una sopa en la que nadan minúsculos trocitos de pollo, jamón y huevo duro. Le pregunto:

—Dígame, ¿qué clase de sopa es?

—De picadillo —me contesta.

La pruebo y no me parece mal, aunque no tiene nada que ver con la sopa castellana del mediodía. Mi marido opina lo mismo. Observo que Chema mira su plato con desconfianza y le hace una seña al camarero, que se acerca y asiente mientras el otro le dice algo. El empleado retira la sopa y, al poco, regresa con una ensalada. Carmen nos mira y hace un expresivo gesto alzando los hombros y emitiendo un leve suspiro. Su marido no se ha dado cuenta, está concentrado aliñándose con generosidad la lechuga y el tomate al que no le falta su huevo duro, su cebollita y sus aceitunas. Las pequeñas botellas que le han traído son de vinagre de vino blanco y aceite de oliva virgen extra. Todo un detalle.

El segundo plato consiste en un guisado de carne con una salsa de tomate. Intentamos adivinar de que carne se trata. A nuestro alrededor hay dos parejas más y todos coincidimos en que es cerdo… de nuevo. El compañero de mi izquierda, un señor grandote y calvo, por más señas, me dice casi al oído:

—Mañana, si se repite el menú, diré que soy alérgico al cerdo.

Sonrío, pero no hago ningún comentario. He captado la ironía.

Acabamos la cena sin más y nos retiramos a nuestra habitación no sin antes hacer una breve visita a un salón que parece estar esperando a que los huéspedes lo utilicen como centro de reuniones, tertulias o juegos de mesa. No hay nadie, y nadie parece estar interesado en él. Supongo que todos estamos deseando retirarnos a descansar.

Maite ha colocado un cartel sobre una mesita con el programa de mañana, tal como había prometido. Advierte que, a los que deseen hacer la excursión optativa de la tarde les recogerá el dinero en el autobús. Mi marido y yo convenimos en que las haremos todas.

Saludamos a los compañeros con quienes coincidimos en el ascensor, deseándonos mutuamente buenas noches y buen descanso y entramos en nuestros aposentos.

Mañana será otro día.

 

María Dolores Tolosa
Jaén, enero 2024


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