Breve presentación de Animales desalmados
El relato que sigue está lleno de fantasía, por lo que es imaginario. No tiene datos históricos, precisamente pretende ser intemporal y sin localización concreta, aunque sus descripciones dejan intuir que transcurre en un pueblo pequeño que ha quedado aislado por un temporal de nieve. Se inspira en Trasmoz por su pasado relacionado con las brujas y su castillo embrujado. Trasmoz, sito en las faldas del Moncayo, en el oeste de la provincia de Zaragoza, casi frontera con Soria, es el único pueblo excomulgado (1255) y maldito (1511) de España, ambas ‘titulaciones’ asignadas por cuestiones muy terrenales, pero que en cambio tomaron matices esotéricos, basados en hechizos, males de ojo y aquelarres. Históricamente, se tiene noticia veraz de que la tía Casca, vecina de Trasmoz fue asesinada por una multitud del pueblo que le acusaba de ser la causante, por bruja. Bécquer alargó la leyenda novelando el caso en su carta VI de la obra Cartas desde mi celda. Actualmente, con ánimo de no perder la tradición esotérica del pueblo, se celebra la noche de las ánimas el 1 de noviembre, fiesta mucho más basada en nuestras raíces que el Halloween importado, y nombran a la Bruja del Año entre las vecinas.
La acción del relato se desarrolla en un día, en el cual el pueblo amanece cubierto de nieve. Avelino, desde la blanca pureza de su estado en infancia eterna, es el único habitante que permanece consciente, sus paisanos se han convertido en animales humanos, su madre no está, su tía yace postrada en su cama…
Subyacen en el relato mitos ancestrales que predican un cambio radical en la consciencia del mundo hacia una pureza interior que elimine la maldad.
Animales desalmados
José Antonio Prades
Las gentes del pueblo parecen seres locos en la calle; unos pretenden alcanzar las copas de los árboles; otros se pelean por ocupar una esquina; dos se han volcado en una cópula feroz… Se miran amenazantes, saltan, gruñen. Los fornicadores se separan y se agreden, un grupo toma la tapia, aúllan como signo de victoria, cinco, quizá seis, rodean los árboles de la plaza para hacerlos espacio restringido y dejar que sean tres los que escalen a sus copas. Toca el reloj siete sones, todos vociferan como si hablara un dios, el más fuerte sube a la estatua de la fuente y se golpea el pecho, unos aplauden, otros bufan, una gran masa se acerca; a la derecha del ayuntamiento se sitúan los amigos del hombre fuerte; a la izquierda, los enemigos… las rodillas dobladas, las manos en el suelo, sus rostros crispados…
Avelino observa desde su balcón, recién despertado por los sones del reloj, como todos los días. Reconoce a su gente en la plaza y se lleva la mano a la boca con los ojos abiertos y las piernas tensas. Sale fuera y comprueba que Adolfo, el borde, es el hombre fuerte.
Grita.
La gente se vuelve hacia Avelino. Callados, asombrados, leves bufidos. El chico se asusta de sus miradas, ojos fríos, cejas fruncidas y bocas prietas. Una mujer chilla, saltan agitados los demás, dejan de mirar al balcón, corren hacia la fuente; amigos a la derecha, enemigos a la izquierda.
Avelino entra, cierra los postigos, se tumba de golpe en la cama, las manos en la cabeza, se convulsiona con cada berrido… pero se hace el silencio… relaja los músculos, va hacia la puerta del balcón, abre lentamente… no hay nadie en la plaza. Oye una campanada y suspira. Tiembla. Adolfo siempre se ha reído de él, ha llegado a pegarle. Va a buscar a su madre, entra despacio en su cuarto después de tocar en la puerta con los nudillos; nadie contesta. La cama está revuelta y vacía. Llama,
‘¡Madre!
Nadie contesta. Le vuelven los escalofríos del miedo. Va recorriendo la casa cuarto a cuarto. Huele a limpio, lejía fuerte, porque su madre ayer hizo limpieza general de suelos; limpia cuando siente agobio y ayer le dijo que la fuerte nevada le había recordado la de veintidós años atrás, cuando quedaron aislados una semana, fuera del mundo, con las tuberías heladas, la leña mojada, el cobertizo hundido. Se le llena la nariz del olor y vuelve a gritar,
‘¡¡Madre!!
Escucha a lo lejos un bramido agudo que reconoce como la voz de Adolfo. Se tapa los oídos, vuelve a gritar,
‘¡¡¡Madre!!!
Ahora le lastima el silencio de la casa, roto a golpes por el crujir de las vigas que soportan más peso del habitual. Empieza a sentir el frío y corre a buscar una pelliza. En su cuarto nota una sensación de terror más fuerte que la de antes. Abre el armario con fuerza, busca, pero no ve nada. Se sienta sobre sus talones, los brazos cruzados sobre el vientre, cierra los ojos, aprieta el rostro. Tiembla.
Otro chillido le hace saltar. Suena un cuarto en el reloj de la torre. Tiene la pelliza a sus pies, se la pone, también una bufanda y los guantes de lana que encuentra en los bolsillos. Es capaz de seguir buscando más ropa, unos pantalones recios, calcetines, sus botas. Comienza a ponérselos con los músculos tensos, esperando ese nuevo chillido de Adolfo.
Ahora susurra,
‘Mamá,
sabiendo que no recibirá respuesta.
Quien aparece es su tía Segunda, la hermana melliza de su madre.
‘¿Tía?
Segunda ha estado doce años en coma, en su cuarto, en su lecho, cuidada por ellos dos, la madre y el sobrino. El muchacho no sabe qué le ocurrió porque él tenía apenas cuatro años y nadie le ha querido contar nada. Se han callado secretos en esa casa.
‘Ha pasado lo que tenía que pasar
‘¿Qué tenía que pasar, tía?, se atreve a preguntar
´Tendré que intervenir y necesitaré tu ayuda
Avelino es retrasado mental, nunca ha ido a un colegio, se ha criado con su madre, su padre huyó al primer año de casado, dicen las malas lenguas que por tentaciones con Segunda, otros rumorearon que por no aguantar las prácticas de brujería en su casa. Avelino no sabe leer, sólo entiende del campo, de árboles y flores. Dice su madre que Avelino es puro.
La tía se baja a la bodega sin avisarle. A lo lejos, siguen escuchándose los berridos de las gentes, parecen poseídos. Avelino se refugia en la cocina, coge un trozo de pan, lo desmigaja un poco, mira la puerta por donde su tía ha entrado, se acerca
‘Tía… ¡tía!… ¡¡tía!!
‘No vengas, Avelino, aún no
Le resulta extraño oírle hablar, siente temor y atracción, nunca la había visto fuera de la cama, sólo desde la puerta del dormitorio, como muerta, ayudando a su madre a llevar hasta allí las ropas o los útiles de aseo. Querría saber ahora, mira por un momento a los lados buscando a su madre para preguntarle lo que no se atrevió, es un impulso, no está.
Vuelven los berridos y Avelino hace gesto de protegerse, el que ha hecho cada vez que un chico o un hombre bruto se ha ensañado con él. Nota que no hay peligro y mira hacia la ventana. A través de los visillos, ve una figura humana en cuclillas sobre el tejado de la casa de los marqueses, agarrada a la flecha de la veleta rematada por el perfil negro de una bruja. Avelino cree que le mira y cierra el postigo con urgencia. Su corazón late a cien por hora y camina alterado por las dependencias de la planta baja. Detiene su mirada en el retrato de su abuela, idéntica a su madre, frente a la pared de la puerta doble de entrada a la casa. Esquiva la vista del retrato de su abuelo, ahí al lado, idéntico a su tía. Escruta a su abuela como si fuera su madre y siente fuerza dentro. El abuelo le aterroriza, le contaron de él cosas oscuras…
Abre la puerta. Le cae la nieve a los pies. La aparta con sus manos y avanza abriendo surco. Se dirige hacia la casa noble, o hacia el ayuntamiento, o hacia la fuente. Quiere saber qué ocurre aunque le sujeta el miedo a que Adolfo le pegue. Pero avanza.
Se da cuenta de que quien está subido al tejado es Benigno, el padre de Adolfo, que sigue en cuclillas. Se miran. Le parece que está triste el hombre, tiene una mano en el pecho, a la altura del corazón, hace movimientos con ella abriendo y cerrando los dedos, como si quisiera meter algo dentro de sí, sube y baja flexionando levemente sus rodillas. Benigno aúlla con levedad.
Entra por la calle de la derecha. Las puertas están abiertas, la nieve ha entrado en cada zaguán, hay huellas de salida, no observa movimientos ni tampoco luces interiores. Sigue bajando, la calle termina en la tapia de un corral, a la izquierda está el río, la arboleda. En cuanto gira, ve a lo lejos a sus paisanos, algunos subidos a las copas, otros trepan y bajan continuamente, hay peleas entre pequeños grupos, en total deben ser los setenta del pueblo, la mitad tranquilos ahora, la otra mitad moviéndose, unos pegándose, algunos con mucha violencia, sangran dos o tres, se achican, aúllan, parecen monos, son gestos de gorilas o de orangutanes, Adolfo vigila con una tranca en la mano, sin intervenir, subido en el tocón de un haya, su pedestal de amo, de marqués, piensa Avelino, va desnudo, totalmente desnudo, se acuclilla y se yergue a medias, se vuelve a acuclillar, le cuelgan los genitales y se los toca cada vez que baja. Avelino sigue caminando despacio hasta que se cruza con la mirada de Adolfo. Se retan. Bufa el hombre, traga saliva el chico… y sale corriendo por donde ha venido. Ahora le siguen los perros, hay cinco, sólo uno ladra, le siguen como el jefe de una manada, poco importa ahora la profundidad de la nieve, por suerte no hay superficie helada. El frío se lee en los cristales de las ventanas. Avelino se tapa la cara con las manos, ahí, en la cara es donde siente más frío, cortante, parece que se le raja la piel, ahora no corre, pero anda más deprisa para llegar a casa. El mundo blanco de nieve, algo de ventisca, susurros, bramidos a lo lejos, penumbra a la luz de cuatro tulipas de hojalata con bombillas de luz amarilla que cuelgan de un alambre cruzado de lado al lado de las fachadas, los perros con él, llora o le cae una lágrima, quizá por el frío, quizá por el miedo.
Tropieza, no llega a caer, uno de los perros de color blanco, sucio, se le acerca a la pierna. Sus ojos brillan de forma especial. Lo mira Avelino un instante tal como una eternidad, pero ahora anda lo que le deja la nieve, levanta los pies para salvar la resistencia, las manos siguen en sus mejillas, si tuviera un gorro o una bufanda, toda su cara y toda su cabeza están al aire, sin luz, sólo la de las bombillas, frías, muy frías, su piel helada, su corazón paralizado, la ropa empapada, tanto temor, aliento gélido…
Entra en casa mirando a su abuela, cierra la puerta de golpe, muy fuerte, las dos hojas, la de abajo rebota, vuelve a cerrarla de una patada hacia atrás, rebota, entonces se cuela el perro blanco y él se agacha, lo acaricia y cierra suave, ahora sí; mira de nueva a la abuela, torna su gesto en dulzura, en ruego después, y le pide como a una santa, con sus dos manos juntas, murmurando, que todo vuelva a ser como antes, mientras baja la mirada hacia el suelo, y luego, casi de golpe, la levanta y sonríe, el perro le lame las manos aún juntas, en esa postura de rezo.
Va hasta la entrada a la bodega, intenta escuchar algo por abajo y así lo parece,
‘¿Tía?
Dos segundos de silencio y,
‘¡Estás aquí! No pensaba que llegaras tan pronto. Baja
La tía ha liberado una mesa y la ha llenado de imágenes y velas, algún frasco, estampas, que Avelino no había visto jamás.
Le dice a su sobrino que se siente en una mecedora del fondo. El chico acata sin rechistar porque su voz es fuerte y segura, concentrada en la orden que da, sabedora de ser obedecida sin remisión.
Segunda se vuelve hacia la mesa en modo altar. Lleva unas sayas grises, largas, un moño sobre la nuca con todo el pelo recogido, se le ve delgada, pero sus movimientos son enérgicos, sube y baja los brazos casi totalmente extendidos, murmura, Avelino cree escuchar su nombre y el de su madre, Blanca, Blanca, Blanca.
‘¡Ven!, le pide la tía
Va.
‘Coge ese taburete
Ella lo coloca delante del altar
‘Siéntate de espaldas a mí
Segunda queda detrás, vuelve a murmurar, coloca sus dos manos sobre la cabeza de Avelino, sin tocar, cierra los ojos y se bandea con el susurro de su mantra.
El chico reacciona a una sensación de frío, como la que tuvo en la calle antes de encontrarse con los perros, cuando siente una energía en las manos que se mueven desde las orejas hasta la sutura sagital de sus fontanelas. Más frío. Murmuraciones o rezos. Manos sobre los hombros y su espalda más recta, agitada por un tembleque, otro, otro. Cierra los párpados lentamente.
Ya no es el frío de las manos o de los movimientos de antes sobre la cabeza, es frío de toda la bodega, de la nieve de afuera quizá, del invierno glacial, del pueblo congelado, del mundo paralizado y embrutecido.
Soledad, se siente solo.
Abre los ojos y cree tener más percepción, otra percepción. La tía le mueve la cabeza para poder mirarse los dos a los ojos. Ella esboza una sonrisa. Siniestra.
Segunda comienza a hablarle. Avelino escucha la voz lejana, aunque la entiende bien. Quizá incluso pudiera ser que hablara otra persona, es el mismo timbre, algo más metálico y nasal, pero el mismo, es su tía quien habla, sí, pero desde la distancia. Y su tía le cuenta la forma en que nacieron las dos hermanas, una ensangrentada, ella, la segunda, que vino después de que la otra viera la luz como un ser inmaculado, y que desde entonces una fue bendita, Blanca, y la otra maldita, según dijo la abuela; así pasó el primer año con tratos diferentes, mientras se formaban los rostros para dejar huella de la vía genética de procedencia: la primera se pareció a la madre, la segunda, al padre, que, débil de mente, huyó nadie supo dónde. Y Avelino rememora su propia historia, porque su padre también se fue, pero no sabe por qué. Segunda le cuenta que su cuñado también se fue y sabe por qué. Porque Blanca, la hermana perfecta, confabuló con la abuela para cortar la vida de la melliza, de ella, de la segunda, de Segunda, a la que sólo le dieron de comer, la vistieron y se asustaron en cada ocasión que quiso tomar riendas de manejo propio, hasta que con algún mejunje diabólico la dejaron silenciada en esa cama que pretendieron fuera perpetua.
Pero hoy Segunda ha despertado sabiendo que al fin las maquinaciones de su hermana no se iban a salir con la suya.
‘Voy a actuar, Avelino, le dice con tono trascendente, tú serás mi canal para devolverle la vida al pueblo, no hay otro remedio
Avelino se repliega con los antebrazos sujetando su vientre, puños cerrados, y va retirándose hacia atrás hasta que sus nalgas pegan contra el muro de la bodega. Mientras tanto, Segunda se ha vuelto hacia su altar, le da la espalda, siente ganas de cogerla del cuello y, en ese mismo instante de pensamiento ella se gira y lo mira entornando los ojos.
El chico sube los peldaños de tres en tres.
El perro le espera en el zaguán, bajo el retrato de la abuela, le mira a modo de soldado disciplinado que demanda una orden, Avelino se agacha y se abraza al animal, solloza, siente varios escalofríos y se vuelve hacia el retrato como si la propia abuela le hubiera llamado. Se le ve actitud de escuchar atento y le cambia la postura, se crece, se levanta, se ensancha, su rostro reluce y sale a la calle después de pedirle al perro con la mirada que le siga.
Avanza muy rápido, sin correr, pero a pasos largos. El perro va detrás suyo comandando la manada serena y silenciosa. En cambio, a lo lejos se oyen bramidos, los mismos de antes, los de los paisanos ahora convertidos en monos. Sus pasos seguros le llevan por el pueblo, la nieve sigue cubriéndolo todo y el sol quiere apuntar por el Este un dominio titubeante, aunque son las bombillas tristes quienes iluminan pobremente las calles. Avelino camina impulsado por una fuerza de imán, no sabe dónde le lleva, pero no muestra temor. Atraviesan la plaza, sigue Benigno al lado de la veleta, bamboleante, y ahora lo ve mejor, escucha sus bufidos, se detiene un instante para observarle y se acuerda entonces de Adolfo mandando al grupo que dominaba el cotarro, tiembla por un segundo creyendo que puede volver a hacerle daño si viniera corriendo con esa tranca, pero se yergue y sale en dirección contraria, arriba, a la parte alta del pueblo. Llega a unos metros del castillo, del que sólo quedan en pie las murallas, media torre del homenaje y las caballerizas de la entrada. Se parapeta detrás de una tapia de lajas a unos veinte metros de la ventana donde pulula una luz que detiene su avance.
Escudriña detenidamente. El sol va despertando.
Sale Avelino de su parapeto caminando lentamente sin quitar la vista de la ventana que destella como si dentro una llama titilara. Los perros detrás, el blanco primero, silenciosos, un ejército sigiloso, una cohorte de apoyo que no hace caso de algunos bramidos rompedores del mutismo del amanecer. Por atrás vienen.
Llega hasta la ventana. Apoya las manos en el alféizar. Eleva la cabeza, tensa los brazos y encuentra perspectiva para ver adentro.
‘¿Madre?… ¡Madre!
La madre vuelve la cabeza para mirar risueña a su hijo. Se mueve hacia la puerta. Abre el cerrojo. Entorna la puerta.
Avelino duda cómo actuar. Pega la espalda al muro, las palmas abiertas también lo aprietan, pero el perro blanco, los perros lo observan expectantes con la lengua fuera, preparados para sobrepasar el dintel que ahora está franco.
‘Avelino, pronuncia Blanca
El sonido de la voz lo relaja y le atrae hacia la puerta.
Su madre lo espera, le dirige una mirada de paz, le pone las manos sobre los hombros, luego le acaricia el pelo, lo aproxima hacia sí, lo abraza.
‘Todo está bien
El chico se aferra a la mujer. Ella le besa el cabello.
‘La tía se ha levantado. Habló conmigo
Blanca le coge de la mano en silencio y le da la vuelta para que observe la estancia. Unos aparadores a media altura contienen unos frascos grandes con cierre hermético. En su interior laten unas llamas que emiten destellos a los sillares de la bóveda y los muros. Afuera se escuchan los bramidos más cerca. Adolfo se acerca al dintel y cuando ve a Blanca deja su posición agresiva y se fija al suelo, en cuclillas, las manos atrás, la boca semiabierta, y sus ojos expectantes, como quien espera comida o un favor del poderoso. Los demás, amigos y enemigos, toman la misma postura, serán los setenta del pueblo, menos la tía y ellos, los perros los rodean como si fueran un rebaño y toman posición de alerta por si alguno de esos primates pudiera volver a sus provocaciones o fanfarronadas.
Blanca, con la mano en el hombro de Avelino, le significa con gestos que abra los frascos. El hijo obedece. Las llamas aumentan sus destellos. Ella acaricia el fondo de cada frasco y susurra envuelta en sonrisas unas palabras que suenan a bienvenida. Cuando el último ya está abierto, y cumplido el ritual de la caricia y la plegaria, las llamas como lenguas, en un suspiro que semeja un agradecimiento salen por la puerta.
Avelino y Blanca, de nuevo de la mano, siguen la estela de las llamas. Afuera ya no hay simios, son personas, las de siempre, que se vuelven hacia casa, arropándose a sí mismo, incluso unos a otros, por el frío, y mirando al sol al Este, que quiere calentar ese día frío de invierno. Los perros ladran, saltan alrededor de ellos, sus dueños, y ya no necesitan jefe de manada.
Madre e hijo caminan calle abajo. Avelino tiene la mirada más despierta, pronuncia los nombres que lee en los carteles de las calles, los que el alcalde puso la semana pasada para evitar que el pueblo se convirtiera en una llanura sin calles ni casas, eso dijo, y Blanca lo mira orgullosa, de madre que ya sabía lo que su hijo era capaz de conseguir cuando el mundo girara como debía ser.
Llegan a la plaza, la veleta de la casa del marqués señala el Este, la cara oculta se ilumina radiante y con su ligero movimiento envía destellos como un faro que atraiga de nuevo la luz al pueblo. Suenan ligeros regueros de agua, la nieve se deshiela y el pueblo recobrará la comunicación.
‘Amado hijo, las almas están limpias, nada ya puede parar lo que viene, tú entre ello. Hoy es el comienzo
Entraron a la casa, al zaguán. Blanca retiró los retratos con movimientos ceremoniales. En su dormitorio, tal como estuvo, hallaron a Segunda en su posición de siempre, sobre la cama, muerta.