Mariano de Meer
AÑO NUEVO, VIDA NUEVA
Acabábamos de comenzar el año. El rostro despreocupado y simpático de mi amigo Fulgencio apareció en una de esas noticias que de vez en cuando se cuelgan por el muro de Facebook. Descubrí su fotografía después de haber perdido diez minutos curioseando instantáneas con perros y tratando de interpretar comentarios que parecían sacados de una antología de manuales de autoayuda, que empezaban con expresiones como “cuando descubres que la vida…” o con frases del tipo “sentir la felicidad máxima cuando…”; que recogían, en fin, pensamientos que pueblan los mensajes de esta dichosa red social. Dichosa por lo felices que parecen muchos… Dichosa porque está plagada de dichos, pero de esos dichos para los que no hay insecticida que pueda borrarlos de la red. Qué barbaridad. ¿Desde cuándo el adverbio “cuando” se ha usado con tanto empalago? Cada vez que salgo de Facebook me miro el azúcar, por si acaso…
En fin, que era él, Fulgencio, sin duda, el protagonista de la fotografía. Anunciaba una empresa de salud y vida sana, con profesionales preparados y un equipo humano muy sólido. Menos mal que no era gaseoso, porque estaba leyendo la noticia en el cuarto de baño y la mezcla habría sido explosiva. Y si los trabajadores estaban muy preparados era porque no estaban listos… ya. Me río yo del lenguaje de la publicidad.
Pero volviendo a lo de mi amigo de la infancia, aquella imagen que me traía el móvil no se parecía en nada a la que yo conservaba de mi viejo amigo, así que tuve que llamar a Fulgencio para que me lo explicara. Le di al botón de llamada, ya fuera del reservado. Enseguida escuché su voz de albañil con cáscaras de pipa entre los dientes. Me confirmó que era verdad lo de la empresa y me propuso tomar un café para aclarármelo.
Una hora más tarde nos encontrábamos ambos delante de dos cafés humeantes y una pastita envuelta en un plástico de esos que se acaba pegando en todas partes, fundamentalmente en la cucharilla recién sumergida en la espuma del café con leche. Fulgencio se bebió el suyo enseguida y yo tuve que digerir sus explicaciones a sorbos lentos, porque su historia me sorprendía a cada vuelta de párrafo. Y porque el café estaba hirviendo, dicho sea de paso.
–No vas a creértelo, pero la historia esta de la nueva empresa y la preocupación por la salud, el ejercicio físico y la vida sana no se me ocurrió porque sí. –Fulgencio hablaba con un poco de acento y, de alguna manera, disimulaba el habla castiza que siempre le había conocido.
–No me lo jures, hombre –contesté, después de quemarme por tercera vez la lengua con el café –, que no te imagino yo alumbrando una gran idea en un despacho poco iluminado. ¿Pero no te dedicabas tú al arreglo de ascensores?
–Pues esa es la cosa… Voy a contarte cómo empezó toda esta historia.
Fulgencio Ramírez había sido mi compañero de juegos en el colegio. Recuerdo que era un niño al que le encantaba hacer el animal. Desde luego era muy avispado, un lince, vamos, y no se cansaba de hacer el ganso. El muy burro siempre acababa haciendo daño a otro niño. Cuando ese otro niño coincidía que era yo, era cuando menos gracia me hacía el comportamiento del bruto de mi amigo. Fulgencio no era muy aplicado en los estudios pero tenía una perspicacia natural para las máquinas y los coches. Le había perdido la pista después del colegio, pero no me sorprendió nada cuando me llamó una vez para decirme que había encontrado trabajo en una empresa de mantenimiento y reparación de elevadores eléctricos. Trabajaba para OTIS arreglando ascensores. Y a eso se había estado dedicando durante años. Así me lo había comunicado la última vez que coincidimos por la calle, hará unos tres meses.
Tengo que reconocer que me extrañó entonces que llevara tanto tiempo en el mismo trabajo. No puedo declarar delante de un tribunal que la profesionalidad y la tenacidad en el cumplimiento de una empresa fueran precisamente una marca registrada del carácter de Fulgencio. Por eso, me había picado la curiosidad aquella vez. Le pregunté entonces directamente pero él salió con evasivas y me dijo que no podía entretenerse.
Este café que nos había reunido ahora iba a conseguir que la verdad sobre el reparador de ascensores no se me escapara por la escalera de servicio.
Fulgencio era un vago. La última vez que habíamos hablado, él me llegó a decir que su empresa estaba hasta el ático de su desidia y su falta absoluta de compromiso en el oficio. No obstante, al mismo tiempo, insistía en que estaba ascendiendo mucho en el trabajo. Dedicándose a lo que se dedicaba, y conociéndolo tan bien como lo conocía, no podías saber a qué se refería exactamente. No había que ser un hombre del Renacimiento para descubrir que su máxima sobre la empresa, que no dejaba de repetirme ahora, delante de los cafés; aquel leit motiv de su vida laboral, ese que rezaba “en este oficio puedes llegar muy alto”, podía completarse, sin más, con un vulgar “siempre que aprietes el botón del ático”.
No te podías fiar de Fulgencio. Entonces, ¿por qué, de buenas a primeras, se había convertido en un gurú de la actividad sana y el ejercicio? ¿Por qué los influencers, los instagrammers y los youtubers lo habían encumbrado hasta las cimas más altas de la cordillera de la red social? Mi amigo me lo explicó con toda naturalidad. Me quedé tan anonadado que la boca no se me cerraría hasta que llegara a mi casa, una hora más tarde.
–Todo empezó hace un año aproximadamente. Nos llamaron para arreglar los ascensores de un bloque de edificios gigantescos. Había nueve plantas. Nuestras previsiones se quedaron muy cortas. Yo estimé que nos iba a llevar una semana y parte de otra. Pero empezaron a surgir problemas. Los materiales que nos hacían falta no nos llegaban, los proveedores nos daban largas y la comunidad de vecinos comenzó a hartarse. ¿Qué podíamos hacer?
Un día la vecina del octavo piso me mandó al quinto pino, y el del quinto piso me mandó directamente a la mierda. Ya sabes que yo no entro en polémicas, porque luego no sé cómo salir. Mi compañero y yo bajábamos la cabeza y seguíamos trabajando. En realidad hacíamos como que trabajábamos, porque no habían llegado los suministros que necesitábamos como agua de mayo.
Los vecinos estaban cada vez más alterados. Mi compañero se dio de baja en la empresa porque no podía soportarlo. Yo me lo tomaba con calma. Ya sabes mi filosofía de vida. Y entonces ocurrió.
Una tarde, un hombre con un traje y un maletín se acercó hasta el hueco del ascensor. Habían pasado cinco meses desde que habíamos recibido el encargo. Me dijo que pertenecía a la Universidad. Vivía en el primero, así que me supuse que no podía estar demasiado enfadado. Enseguida me di cuenta de que no iba a indignarse contra mí o contra la empresa. El hombre sonreía de oreja a oreja.
¿Indignarse? Al revés. El tío estaba encantado. Había conseguido convencer a los inquilinos del edificio para que se hicieran unos análisis. Durante las primeras semanas de la avería del ascensor, había estado tomando muestras de sangre de casi todos los vecinos. Esa misma tarde, me revelaba en un tono que rozaba la excitación, acababa de descubrir los resultados de los análisis que había vuelto a hacerles todos esos meses después.
El tipo me dijo que no necesitaba leerme los análisis para apreciar el resultado de aquel experimento que él había llevado a cabo. Me pidió que me incorporara y observara a los vecinos que subían o bajaban la escalera del piso en el que nos encontrábamos el tipo del traje y yo conversando.
Entonces lo comprendí todo. La señora que me había abroncado tiempo atrás apenas tenía culo y se movía con una agilidad de adolescente con ganas de orinar. Un señor que tenía la manía de fumarse un puro en las escaleras había dejado el tabaco y tenía mucho mejor color. Los niños se mostraban atléticos y corrían escaleras arriba y escaleras abajo sin borrar la sonrisa del rostro. El hombre de la universidad me agradeció de corazón lo que había ocurrido en el edificio.
Yo tomé nota y apliqué esta técnica a todas las averías de las que nos hemos hecho cargo desde entonces.
No damos abasto. Nos llaman multitud de presidentes de comunidad, de aquí de la ciudad y de otras localidades cercanas, con o sin problemas técnicos reales, solicitando nuestros servicios. Yo no hago más que aplicar los pasos que dimos en el primer edificio. La única diferencia es que ahora ni enviamos las solicitudes de material, ni aparecemos apenas por el bloque con la avería en los elevadores. ¿Entiendes ahora lo de la fotografía que te ha llamado tanto la atención?
Fue la ocurrencia de un compañero, precisamente el que vino a ocupar el puesto de aquel primero que se largó sin más, la que se ha convertido en una realidad en las redes. Ahora nos anunciamos como has visto en Facebook. También estamos en Instagram. Y yo, desde principio de año, me he convertido en accionista de la empresa. El jefe de Madrid quiere poner mi nombre a una cadena de gimnasios que va a crear. “A Full… Gencio”. Es increíble. Ya me conoces. Yo no he hecho deporte en toda mi vida, salvo bajar la basura o subir a tender, y eso solamente desde que me separé.
En ese momento sonó el teléfono móvil de Fulgencio. Él dijo una frase que sabía a eslogan de marca de zapatillas de deporte y me indicó con un gesto que debía marcharse. Un bloque de siete plantas acababa de descubrir que sus ascensores habían dejado de funcionar. Salí del bar unos minutos después de él, sumido en mis pensamientos. Cuando llegué a casa y metí la llave en la cerradura de mi puerta fui consciente de que había subido las cuatro plantas de mi bloque por las escaleras.