AVES DE ESTINFALIA
Javier de Navascués
La carretera de Teruel se alarga en medio de la nada. Kilómetros y kilómetros. A través de la luz distingo delante de mí tres coches, muy separados unos de otros. En lo alto se vislumbran unos buitres. Se acercan al primer coche, el más lejano. A pesar de la distancia se ven muy grandes, enormes. De pronto uno se precipita, agarra la parte superior del vehículo y se lo lleva volando por las alturas. Todos nos quedamos congelados por el asombro, pero seguimos moviéndonos hacia delante, hacia el lugar de los hechos. El segundo coche corre para evitar el ataque. Otro buitre monstruoso se ha fijado en él. Parece detenerse antes de atacar, luego se arroja en picado y ya se está alzando con su víctima asida a sus garras. De las ventanas abiertas salen los brazos de los ocupantes, agitándose como patitas de hormigas. Imagino que de esas mismas ventanas meterá su cabeza el pajarraco para devorar a la familia entera. Pronto me tocará a mí. Muy pronto. Veo el coche que me precede. También él acelera con desesperación. También quiere esquivar a la muerte que le llega de lo alto.
Entonces yo me elevo por el aire para elegir bien el punto de ataque, me aseguro de dónde me voy a agarrar y me abalanzo a toda velocidad.
VÉRTIGO
De este mundo nadie sale vivo. Claro que si no le gusta esta verdad implacable, siempre nos quedará la montaña rusa. Desde que la montaron en el pueblo, no para de subirse gente. Al principio solo veíamos a los jóvenes haciendo cola. Cosas de chavales, decíamos los más viejos. Pero luego empezó la locura con la gente de todas las edades y de otros pueblos, y aquellos autobuses que decían que venían hasta del extranjero. Para contener a las multitudes, la empresa rebajó los precios y ofreció descuentos a los jubilados. Una atracción infinita no tiene límites a la hora de facilitar la diversión a todos: a los enfermos del corazón se les dispensó gratis una pastilla para el colesterol.
Hasta ahora miles de hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños y niñas, altos y bajos, gordos y flacos, hetero y homo, blancos y subsaharianos, se enganchan a los vagones apretaditos como langostinos. Se les ve contentísimos, están hechos unas pascuas. ¿Quién les impide disfrutar de unas cuantas subiditas hasta llegar a la experiencia final? Ahora bien, si la conclusión del viaje es lo mejor, también es justo decir que la estructura de la montaña rusa vale la pena por sí misma. Primero, un subidón de doscientos metros con su correspondiente descenso, luego cuatro cimas y caídas de altura creciente hasta llegar a los ochocientos metros; después tres loopings y un tirabuzón. Impresiona contemplar las reacciones de las víctimas. Cómo gritan. Cómo se ríen. Qué bien se lo pasan.
Pero, ya le digo, lo mejor viene con la sorpresa final. Aunque en realidad no es ninguna sorpresa, pero la gente se lo toma como si tal. Después del tirabuzón, los vagones ascienden a toda velocidad y, justo al llegar a los mil metros, la vía se corta, se corta y todos salen despedidos por el aire.
Las carcajadas se escuchan a kilómetros de distancia
APOCALIPSIS
En el día después del Fin del Mundo, ella abrió los ojos incrédula. A su alrededor, un silencio helado. Tras la ventana, los pájaros mudos. El sol, imperturbable, deslumbraba y nadie daba señales de estar vivo. Él también se despertó y, acurrucándose junto a ella, le dijo:
-Ven, vamos a destruirlo todo de nuevo, amor mío.
TREN
Al principio no tuve inconveniente en ceder mi asiento a aquella señora medio nerviosilla que quería pasar el viaje junto a su marido. Solo tendría que retroceder un vagón más atrás y sentarme al lado de la monjita que estaba concentradísima jugando con su PSP. Solo habían transcurrido cinco minutos cuando el revisor me rogó educadamente que desocupara el asiento que no me correspondía y me llevó a otro -pese a mis protestas-, en la clase turista. Todavía no entiendo bien las razones (algo acerca del número de billetes vendidos en Preferente), pero el caso es que en segunda hay menos espacio para las piernas y no tienes derecho a comida. Mi vecino (un jovencito con tres piercings en cada labio) sacó una botella de zumo probiótico de la bolsa, de la que se desprendían olores a queso y mandarina, y me ofreció un traguito. Ante mi cordial pero firme negativa, se encogió de hombros y se echó decidido el líquido al buche. O tenía mucha sed o debía de tener problemas con tanto metal cosido a la boca, porque se atragantó y, del salto, me tiró el zumo por el traje. Tras el revuelo y las excusas, me sacaron de allí y me llevaron mucho más atrás, porque el tren está repleto en estas fechas.
Después del último vagón de la clase turista hay un espacio donde se acumulan de pie los viajeros sin billete. El revisor, deshaciéndose en amabilidades, me proveyó de un pequeño taburete que sacó de su propio compartimento. Al primer vaivén, un viajero me empujó, creo que a propósito, y me caí al suelo. Luego otro me pateó haciéndose el distraído. Me incorporé con dignidad sin hacer caso de las risas y, abriéndome paso, conseguí llegar a la pared y apoyarme. Esto es lo malo de viajar en el Transiberiano, que si tienes algún problema, es mejor que no se prolongue mucho porque el viaje acaba haciéndose interminable.
Aunque enseguida me di cuenta de que al revisor no le gustaba permanecer mucho tiempo en esa parte del tren, volví a llamarlo cuando atravesaba mi zona a codazos. Hay una solución especial para casos como el de usted, me dijo muy serio.
Y así llegué a este lugar. Es verdad que resulta un poco oscuro, huele raro y oigo ruidos, pero me tranquilizo al pensar que a lo mejor solo son animales.
DESEO
Yo hago todo lo que él me pide. Cuando me aprieta y se hace la luz, lo primero es su mirada brillante clavada en mí. ¿Que quiere mujeres desnudas? Yo se las doy. ¿Que solo busca jugar? Yo juego con él. ¿Una, dos, tres, cien, tres mil conversaciones? Ya las tiene. Sólo tiene que pedirlo y yo, como si fuera una lámpara maravillosa, se lo ofrezco gustosamente. Estoy hecha para él. El límite está en mis propias fuerzas. A veces ya no puedo más y me voy apagando, y él, enfadado, me sacude una y otra vez hasta que se da cuenta de que ya no es posible seguir. Entonces me conecta al enchufe, me duermo yo, se duerme él, y vuelta a empezar el día siguiente.
Lo que no entiendo es por qué no se cansa. Porque sigue pidiendo y deseando, deseando y apretándome. Por qué.
DON QUIJOTE , Capítulo 7 , primera parte
Aquella noche [quemó y abrasó] escondió [el ama] el padre [cuantos libros] cuantas Wii, Nintendos y PlaysStation había en [el corral y] en toda la casa, y tales debieron de [arder] desaparecer que merecían guardarse en perpetuos archivos; [mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador], y, aunque no todos los niños estaban enviciados, así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que [el cura y el barbero] los padres dieron por entonces para el mal de [su amigo] sus hijos fue que les [muraseny tapiasen] cerrasen en un armario bajo llave [el aposento de los libros] el televisor, porque cuando se levantasen no lo hallasen—quizá quitando la causa cesaría el efeto—, y que dijesen que [un encantador] Ironman se [los] había llevado los juegos, [y el aposento] y el televisor y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días, se levantó [don Quijote] uno de los hijos más abducidos por la pantalla, y lo primero que hizo fue ir a [ver sus libros] jugar con las maquinitas; y como no hallaba [el aposento] el televisor donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaban adonde solía [tener la puerta] estar, y tentaba el mueble con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza preguntó a [su ama] su madre que hacia qué parte estaba [el aposento de sus libros] el televisor, los juegos, la consola y toda la pesca. [El ama] La madre, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
—¿Qué [aposento] tele o qué [nada] puñetas buscas [vuestra merced]? Ya no hay [aposento ni libros] jueguecitos con los que perder el tiempo en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
—No era diablo —replicó [la sobrina] el padre—, sino [un encantador] Ironman que vino sobre una nube una noche, después del día que [vuestra merced] de aquí [se partió] te fuiste al cole, y, apeándose de [una sierpe] una moto voladora en que venía montado, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de [poca pieza] poco rato salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos [libro ni aposento alguno] ni uno de esos p… juegos vuestros: solo se nos acuerda muy bien a mí y [al ama] tu madre que al tiempo del partirse aquel [mal viejo] súper héroe dijo en altas voces que por enemistad secreta que tenía al dueño de [aquellos libros y aposento] aquellos juegos dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba [«el sabio Muñatón»]el sabio Monjamón.
—[«Frestón»] «Pokemón» diría —dijo [don Quijote] el niño.
—No sé, respondió [el ama] la madre— si se llamaba [«Frestón»] «Pokemón» o [«Fritón»] «Pokomón»; solo sé que acababa en -ón el nombre.
Javier de Navascués (Cádiz, 1964)
Reside en Pamplona, donde es catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Navarra. Ha publicado tres libros de poesía y uno de microrrelatos, Wikipedia (y otros monstruos) (Sevilla, 2014). Entre sus libros más recientes figura el ensayo Alpargatas contra libros. El escritor y las masas en el peronismo clásico (Madrid, Iberoamericana, 2017).