Juan Bolea
Entre los escritores aragoneses fundamentales hay algunos por desgracia muy olvidados, pero a los que deberíamos tener muy presentes: Braulio Foz, el mejor novelista español de la primera mitad del sigo XIX; Ramón J. Sender, el mejor novelista español del siglo XX; Benjamín Jarnés, a la cabeza de las vanguardias narrativas de los años veinte. Voy a dedicar este pregón al primero de ellos.
Braulio Foz nació el 17 de marzo de 1791, reinando en España Carlos IV. Su infancia transcurrió en Fórnoles, Teruel. A los 11 años fue trasladado a Calanda para estudiar Humanidades. De allí iría a Huesca, a la Universidad Sertoriana. Al estallar la guerra de Independencia, en 1808, empuñó las armas con el batallón de los Tercios de Huesca. En la batalla de Tamarite destacó por su valor y fue ascendido a sargento. En Lérida sería capturado por las tropas del mariscal Suchet. En calidad de prisionero, permaneció cautivo 4 años en el castillo de Wassy, en Francia. Al derrumbarse el régimen de Napoleón, ya en 1814, pudo volver a Huesca, a la Universidad Sertoriana. Allí desarrolló sus propias teorías pedagógicas y se decidió a publicarlas en el libro titulado “Plan y método para la enseñanza de las letras humanas”. Aquel volumen se editó en 1820, durante Trienio Liberal. Foz se proclamaba liberal, proponiendo reformas educativas para democratizar el sistema y limitar la influencia del clero.
Al año siguiente publicaría un segundo libro, más político: “Partidos constitucionales de España conocidos con los nombres de liberales, serviles, persas y afrancesados”. La Universidad de Zaragoza le ofreció su cátedra de Griego, pero en 1823, con la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis y el fin del Trienio Liberal, temió ser detenido por sus ideas liberales y juzgado por las llamadas “juntas de fe”, huyó de Zaragoza y se refugió en su pueblo natal, en Fórnoles, donde permanecería hasta 1835. En Fórnoles y otras poblaciones impartió clases de latín mientras terminaba dos nuevos libros: “El verdadero derecho natural” y “Los derechos del hombre”, publicados en 1832 y 1834. En ambos, Foz daba muestras de su gran erudición y dominio de temas jurídicos.
En 1835 retornó a Zaragoza, y a su cátedra de griego. Aquel año, y en el marco de la guerra carlista, estalló una revuelta en Zaragoza contra el clero, que puso en fuga al arzobispo Bernardo Francés y Caballero. Fue proclamada una Junta Provisional que asumía el poder frente al Gobierno central del Conde de Toreno. Aquella Junta Provisional pasó a denominarse Junta Superior Gubernativa. Sus dirigentes acariciaron la idea de resucitar las antiguas instituciones del Reino de Aragón y ofrecer su gobierno al general Espoz y Mina, quien rechazó aquella oferta, por parecerle absurda. Un muy aragonesista Braulio Foz figuraba entre los promotores de aquel combativo regionalismo. La llegada de Mendizábal al poder y el nombramiento del general Palafox como capitán general de Aragón apaciguaron los ánimos y la Junta proclamó su disolución en octubre de 1835.
Foz no dejó de militar en un regionalismo liberal muy enfrentado a los conservadores y al clero, y prosiguió su labor de difusión aragonesista sobre los Fueros e Instituciones del viejo Reino de Aragón, que aspiraba a resucitar. Incluso escribió un drama histórico, “El testamento de Don Alfonso el Batallador”. Fundó un periódico, “El Eco de Aragón”, que constaba de 4 páginas compuestas por 3 columnas, con editorial y artículos muy variados y secciones como cartelera de teatros y horarios de diligencias.
En 1840, con la rendición de los carlistas, Foz pidió desde “El Eco” el cese de todos los funcionarios que habían militado en el bando carlista, señalando a algunos catedráticos, compañeros suyos en la Universidad, como “enemigos del pueblo y de la libertad”.
Foz se opuso desde sus tribunas a la tendencia centralizadora de los Gobiernos de Isabel II. “La centralización —escribió— concede todas las ventajas, el provecho de todos los ramos y objetos al gobierno central y supone las pérdidas, los estragos, la ruina, la destrucción para los pueblos”. Asimismo, se opuso a la nueva división territorial de España en 49 provincias, defendiendo las anteriores demarcaciones en regiones o antiguos reinos”. Mucho más que con la reina Isabel II se identificaba nostálgicamente con la estirpe dinástica aragonesa. “Los reyes de Aragón —escribió— no habían bajado del cielo, eran hombres como todos los demás, no eran ellos solos la nación, sino una parte y la principal del sistema de gobierno”. En aquella lucha por reivindicar y resucitar las instituciones aragonesas, por establecer una conciencia regional y por oponerse a las fuerzas centralistas, Foz estuvo prácticamente solo. Probablemente ese abandono y soledad provocó que sus ideas cada vez fueran más quiméricas, más utópicas y, desde luego, más irrealizables.
Un aspecto mucho más práctico de las demandas periodísticas e intelectuales de Foz se refirió a su defensa de la economía aragonesa. Sus artículos incidían a menudo en las novedades técnicas para mejorar la agricultura, base de la economía regional, para mejorar la calidad de los vinos, de los cereales, para fomentar nuestros cultivos, incluso para generar gas a partir de determinados residuos o desechos.
En materia hidráulica, Foz reclamó que se completara el proyecto de Pignatelli prosiguiendo las obras del Canal Imperial, y sugiriendo construir nuevos canales de riego en Tauste y Tamarite, así como la construcción de una presa en Mezalocha para atender a las poblaciones ribereñas del Huerva. En cuanto a su filosofía económica, la había dejado muy clara en su libro “Derechos del hombre”: “Déjense libres los pies y las manos a la industria y sueltas las alas al comercio.
Respecto a la necesidad de mejorar los sistemas de comunicación, Foz era asimismo muy consciente, y por eso reclamó que se incrementaran y mejoraran las rutas de las diligencias, alegando además que este medio de transporte favorecía contactos muy beneficiosos entre las distintas clases de sociales. Llegó incluso a planificar una salida marítima a los productos aragoneses, proponiendo adecuar el cauce del Ebro al transporte fluvial de mercancías. Foz recorrió incansablemente Aragón, tomando nota de sus necesidades y carencias y trasladándolas de inmediato a la prensa, a la que se refiere, también de manera premonitoria, como “cuarto poder”.
En 1841, Foz intentó dar el salto a la política activa, y se presentó a diputado al Congreso por una “Candidatura liberal de la provincia de Teruel”. No saldría elegido.
Al año siguiente, en 1842, tras una nueva bronca con los representantes del gobierno por las acusaciones vertidas en sus artículos contra algunos ministros, Foz decidió abandonar la redacción de “El eco de Aragón” y el periodismo activo.
A partir de 1843, se olvidará de las polémicas periodísticas y políticas y se concentrará en su doble función de profesor y escritor.
Su novela “Vida de Pedro Saputo” aparecerá en 1844, siendo impresas sus páginas en la imprenta zaragozana de Roque Gallifa, pero sin que el nombre del autor apareciera en la cubierta del libro, convencido el propio Foz de que publicar la novela de forma anónima era la única manera de eludir la acción de la censura.
De hecho, acababa de mantener un encontronazo con los censores a propósito de un texto suyo en el que interpretaba de manera metafórica el Génesis: “La ciencia de la geología —había escrito Foz en una revista universitaria— hace ver que el mundo fue criado muchos siglos antes que el hombre, quizá millones de años, si bien le es imposible fijar la distancia de sus épocas y el tiempo de su existencia. Los seis días de que habla el Génesis fueron épocas de duración indeterminada. Así lo ha probado la ciencia: así se entiende del texto mismo del Génesis”. Hoy no parecería ridículo censurar este texto, pero entonces se consideró un ataque a las Sagradas Escrituras.
En 1846 obtuvo la cátedra de Griego en Zaragoza. Volvió a conspirar en 1848. Algunos profesores y cerca de medio centenar de liberales zaragozanos fueron encarcelados por la Inquisición y tratados como presos políticos.
En 1849 se publicó su manual de “Literatura griega”, el primero en su género publicado en España. Las Universidades españolas lo adoptarían como manual dos décadas después. También en 1849 Foz prologará una reedición de la Historia de Aragón de Antonio Sas. Escribirá: “La antigüedad política del reino de Aragón es lo más original y admirable que tiene la Europa de todos los siglos, pues unos hombres rústicos y sin ejemplos que seguir hallaron instituciones tan sabias que nosotros con tantos libros, orgullo y presunción no hemos sabido hallar por seguir a unos fanáticos iluminados que llamándose políticos y publicistas han embrollado las cosas más sencillas y oscurecido las más claras.
En 1848 había muerto su primera esposa, Amada Roched y Delgado. Dos años más tarde, Braulio contraería nuevo matrimonio con Antonia Nogués y Milagro en la iglesia de San Miguel de Borja, ciudad de su nueva mujer. Foz no tendría descendencia de ninguno de sus dos matrimonios.
La última década de su vida fue relativamente tranquila. Mantuvo sus simpatías a los liberales, pero no participó en algaradas ni levantamientos. En 1861 fue nombrado decano de la Facultad de Filosofía y Letras y continuó dando clases hasta 1863, fecha en que solicitó su jubilación. Uno de sus últimos tratados lo dedicó al Justicia de Aragón, “figura absolutamente necesaria como oposición a las leyes vigentes”. Asimismo, siguió ensalzando con visión mítica a los monarcas del viejo Reino Aragón al mismo tiempo que se mostraba defraudado por las monarquías del siglo XIX.
Jubilado, se trasladó a Borja, ciudad en la que su mujer poseía una casa. Veraneaban en el monasterio de Veruela. Movido por una fe acrecentada en los últimos años, Foz costeó la reparación de la Iglesia de la Concepción y mandó edificar una capilla. Su testamento estipulaba que “se vistiera a tres pobres de la parroquia”.
Murió el 20 de abril de 1865 en Borja, donde está enterrado. La mayor parte de su obra se ha olvidado o perdido. Su única novela, “Vida de Pedro Saputo”, publicada en 1844, ha llegado por suerte hasta nosotros y es, para mí, la mejor novela española escrita entre El Quijote de Cervantes y los Episodios de Galdós. Sus páginas, que invito a todos a leer o a releer de nuevo, rebosan de talento y de un amor tan profundo a Aragón que nos emocionan a cada párrafo.