separadorPor Bernardo Bayona

 

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La Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) va a desmantelar la enseñanza pública trabajosamente levantada en las tres décadas de democracia y va a imponer un sistema educativo opuesto a los criterios científicos y de justicia social vigentes en el campo de la educación.

Ni el rechazo de todos los grupos políticos, ni la movilización masiva de toda la comunidad educativa han hecho mella en el Gobierno. Porque esta reforma educativa obedece a un proyecto estratégico y se integra en la agenda de reformas estructurales impuestas por las elites económicas y financieras, para reforzar el poder del dinero aumentando la desigualdad y la división social. La Exposición de Motivos invoca a los organismos internacionales (UE, OCDE, FMI), para justificar la subordinación de la educación a la productividad y a la competitividad. La economía global ha convertido el mundo en un solo mercado —y solo en un mercado— y ha cambiado la correlación de las fuerzas sociales en favor de los sectores hegemónicos, que, con la coartada de la crisis, recuperan privilegios y beneficios, recortando derechos sociales y reformando la estructura política de los pueblos. Hemos pasado de la economía de mercado a la sociedad de mercado, en la que todo se somete a la competitividad y la rentabilidad económica. La reforma educativa es un paso más en este cambio del modelo social.

Aula en los años sesenta

Aula en los años sesenta

El problema no es Wert, blanco fácil de las críticas por su prepotencia y sus torpes declaraciones, sino el proyecto educativo del Gobierno. No se puede analizar la reforma educativa de forma aislada: la reforma laboral ha facilitado y abaratado el despido, precarizado el empleo, la negociación colectiva y reducido los salarios; la sanidad ha dejado de ser universal y gratuita con la privatización de centros, el copago o la expulsión de casi un millón de inmigrantes de la atención sanitaria; la justicia gratuita se ha extinguido con las tasas judiciales, la cesión de las bodas y divorcios a los notarios y la anunciada privatización del registro civil; las pensiones están perdiendo poder adquisitivo y garantía de acceso; las personas con dependencia carecen de atención pública; las políticas sociales de los ayuntamientos van a desaparecer por completo en la reforma local. No hay una sola ley importante para nuestra vida de las aprobadas desde el inicio de la democracia que no esté siendo convenientemente talada, disminuida o simplemente aniquilada, en estas llamadas ‘reformas’, que no son sino una demolición programada del Estado de bienestar, que condena a la mayoría de la sociedad a la precariedad laboral, a la inseguridad social, a la abolición de derechos sociales y políticos y a la regresión en la esfera de la libertad y la dignidad personal.

Los docentes y los padres nos quejamos de que se hacen demasiadas leyes y de que este continuo tejer y destejer somete el sistema educativo a un estrés normativo, sitúa a los alumnos como cobayas, desorienta a la comunidad escolar, agota a los profesores y daña la calidad de la educación. Sin embargo, el Gobierno replica que solo ha habido un modelo educativo, el implantado por los socialistas, porque las dos leyes de la derecha (la LOECE, de 1980, y la LOCE, de 2002) fueron derogadas sin haber sido apenas aplicadas. En efecto, una vez definido el derecho a la educación en la LODE y ordenado el sistema educativo en la LOGSE, las leyes posteriores (LOPEG y LOE) no cambiaron la estructura y ordenación del sistema, ni el modelo de una escuela integrada, que apuesta por formar a los ciudadanos de una sociedad democrática y por alargar la educación, a fin de impedir que el sistema educativo reproduzca las desigualdades sociales y culturales. Por cierto, estas leyes no eran solo socialistas sino que las apoyaron todos los partidos excepto el PP. Y, sí, lograron extender la educación a todas las clases sociales sin una selección temprana del alumnado: en 2010 la esperanza de vida escolar era de 17,2 años, superando las de Francia, Italia o Reino Unido; estaba escolarizado un 94% de los jóvenes de 16 años; y un 69% de los universitarios procedían de familias en las que los padres no tienen enseñanza secundaria superior (solo un 18% de los españoles entre 55 y 65 años cursó la enseñanza secundaria superior, frente a un 41% de media en la OCDE).

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El modelo economicista y mercantil de la educación

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Aula digital

M. Nussbaum explica (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades) que hay dos modelos educativos: el que propone el desarrollo humano, o la formación integral de la persona, y el modelo mercantil, que subordina la educación a los procesos económicos. Para el primer modelo, que busca formar ciudadanos, el fin de la educación es lograr que todos superen ciertos umbrales de las capacidades que posee cada persona y tengan oportunidades en esferas de la vida que abarcan desde la salud y la integridad física hasta la participación política. La educación debe enseñar lo que es esencial para la autoestima, la autonomía personal y la salud de la democracia.

Esas cosas no son, en cambio, importantes en el modelo educativo mercantil, que busca formar mano de obra y cree que son más competitivos aquellos países donde los estudiantes dedican más tiempo a aprender cosas útiles para la carrera laboral y menos a aprender cosas que no tienen rentabilidad inmediata. Este modelo, que solo enseña lo importante, forma en el nivel básico en alfabetización y competencias matemáticas y ofrece algún conocimiento de la actividad económica y de la historia, pero según un relato que no analice las injusticias de clase, género, etnia o religión, ni avive el pensamiento crítico sobre la propia historia y cultura; y luego requiere formar gente que tenga competencias más avanzadas de tecnología e informática. Pero no valora la igualdad de acceso a la educación y la equidad, ni educa en las humanidades: esas cosas son una fuente de gasto improductivo, un lastre, un lujo que no nos podemos permitir.

Este es el modelo que inspira la LOMCE. Una reforma que orienta la educación no a la actividad intelectual reflexiva y autónoma, sino a la empleabilidad y la competitividad, como reza la Exposición de motivos: «el nivel educativo de los ciudadanos determina su capacidad de competir con éxito (…) Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo». Una reforma que suprime las materias que permiten la reflexión personal sobre diversas concepciones ideológicas y la crítica social (Educación para la Ciudadanía, Ética Cívica, Ciencia del Mundo Contemporáneo o Historia del Mundo Contemporáneo) y deja residuales la Educación Plástica, Visual y Audiovisual, la Música o la Historia de la Filosofía.

Pero no es el modelo de la Constitución: «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (CE 27.2). Y, al sustituir un sistema educativo pensado para la formación de las personas y la convivencia democrática, por otro volcado en la competitividad y el éxito profesional, se rompe el consenso sobre el fin de la educación. En lugar de formar a todos los ciudadanos de forma integral, para que sean dueños de su vida y sepan emplear la economía al servicio de los fines humanos, quiere ajustarlos a los intereses económicos, (con)formarlos al dictado de los mercados. Entiende los centros como empresas, a los estudiantes como mercancía y a los profesores como costes laborales.

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Competitividad frente a la equidad

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En las evaluaciones internacionales (PISA) el sistema educativo español es el de mayor equidad entre los países de la OCDE, después del finlandés: la variación en resultados entre centros, explicada por la diferencia en el índice socioeconómico, es solo del 19,5% mientras que la media de la OCDE es del 41,7%. Por tanto, nuestro sistema es de los que tenía —hasta hace poco— mayor capacidad de integración e inclusión social. Ahora bien, una política educativa de equidad social requiere dedicar más recursos a los hijos de familias desfavorecidas y con bajo nivel cultural, a quienes el fracaso escolar afecta mucho más. Pero, mientras que en Dinamarca el gasto público en educación alcanza un 7,8% del PIB y en Suecia un 7,0%, en España se situaba el año pasado en el 4,6% y se va a reducir hasta el 3,9 % del PIB en el año 2015, según las previsiones oficiales enviadas a Bruselas.

Escuela del futuro

Escuela del futuro

Así, pues, los drásticos recortes sufridos desde 2010 no son medidas transitorias para garantizar la sostenibilidad del sistema educativo; como no lo son en sanidad, en servicios sociales o en justicia. Obedecen a otro modelo, en el que ya no hay derechos universales, ni gratuidad de acceso, ni políticas de equidad, sino servicios que pasan a prestarse en condiciones desiguales y discriminatorias para los más necesitados y mediante copago por la mayoría de la población, para ser eficientes y no ser gravosos para los más ricos.

Puesto que las probabilidades de triunfar o fracasar en la escuela están claramente relacionadas con el origen social, en una sociedad desigual la igualdad de oportunidades se convierte en una trampa y —asevera Enrique Gil Calvo— «genera rivalidad y competitividad entre todos los concurrentes, mientras los perdedores se dejan ganar por el resentimiento y el desclasamiento, desata una guerra de todos contra todos solo movidos por la envidia social y la privación relativa, generaliza el individualismo posesivo, la privacidad egoísta, las identidades sectarias, la desconfianza mutua y la polarización conflictiva. Lo cual produce como resultado agregado el crecimiento geométrico de unas desigualdades sociales que acaban por normalizarse y legitimarse en nombre de la sacrosanta competitividad.»

La LOMCE concibe la calidad educativa como selección competitiva y pone a competir a los alumnos desde niños y a los centros sin atender a la composición social de su alumnado.

Por una parte, impulsa a los centros a rivalizar entre sí y los clasifica: fomenta proyectos de centro que busquen la especialización y la excelencia e incluyan acciones de calidad, que «deberán ser competitivas», y les concede autonomía para su ejecución y para obtener fondos propios. También faculta a las Administraciones educativas para dotar de recursos en función de planes competitivos y rendición de cuentas, para tomar medidas honoríficas en favor de los centros de mayor calidad y para publicar los resultados estableciendo rankings. Lo cual convierte el sistema educativo en un mercado, orientado por criterios clientelares y de consumo, dado que los padres preferirán los centros situados en lugares más altos del ranking y la programación de la red de centros atenderá a «la demanda social», condenando al abandono a aquellos que escolarizan a los más desfavorecidos.

Por otra parte, ansía seleccionar a los alumnos: apoya a los que tienen altas capacidades intelectuales; modifica la admisión haciendo contar la nota para tener plaza en bachillerato; adelanta a 2º de la ESO los programas de diversificación curricular (que llama «de mejora del aprendizaje y el rendimiento»); separa las trayectorias de «enseñanzas académicas» y «enseñanzas aplicadas» en 3º de la ESO; pone el inicio de la Formación Profesional a los catorce años (si cumplen los quince en el año natural); impone superar un examen externo al final de cada etapa; impide acceder al Bachillerato con el título de la ESO, si se ha obtenido tras superar la prueba de las enseñanzas aplicadas; y complica el acceso a estudios universitarios al no ser suficiente haber aprobado la reválida de Bachillerato.

Además, para mejorar los índices de abandono escolar temprano, va a sacar antes de la enseñanza académica a los alumnos con dificultades y los va a desviar hacia la FP: «Anticipar la especialización educativa, según la orientación previsible de sus estudios». Para lo cual crea otro título de Enseñanza Obligatoria, distinto del Graduado en ESO, el de Formación Profesional Básica. Los nuevos itinerarios no van a separar a los alumnos en función de lo que quieran estudiar, sino de sus resultados académicos, condicionados por la procedencia sociocultural. La Formación Profesional no parece una trayectoria personal digna, sino una segunda vía para los fracasados, debido a que la canalización hacia ella no es una elección personal, sino una segregación forzosa, no obedece a las capacidades y afinidades de los jóvenes, sino a su incapacidad para obtener buenos resultados en las competencias evaluadas. En suma, la reforma no va contra el fracaso escolar, sino contra los alumnos que fracasan, puesto que aboca a los chicos con dificultades a la exclusión educativa, que es la forma más perversa de darwinismo social, porque excluye para el presente y para el futuro.

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Las pruebas de evaluación

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Todo lo que no se evalúa, se devalúa; lo que no se controla, se descontrola; y quien no se siente evaluado ni controlado tiene muchas posibilidades de actuar de modo irresponsable. Sí, es preciso evaluar a alumnos y profesores. Pero las evaluaciones que trae esta Ley no son para diagnosticar, responsabilizar y corregir, sino para clasificar y seleccionar, como las reválidas de antaño. Con las sucesivas pruebas —a los 8-9 años, en 3º de primaria; a los 12 años, al acabar la primaria; a los 16, para obtener el Graduado en ESO; y al final del Bachillerato—no se busca mejorar el aprendizaje de los alumnos, sino otros objetivos.

El primer objetivo es mejorar en las clasificaciones internacionales. El Gobierno, que está enfermizamente obsesionado por las estadísticas internacionales, propone «concentrar esfuerzos en las materias (…), en las que la enseñanza española manifiesta mayor debilidad en los informes internacionales» y enfoca el aprendizaje hacia las pruebas PISA como único horizonte evaluador. Por eso la Ley no organiza las materias con criterios pedagógicos, sino en función de preparar esas pruebas, llamando troncales a las materias que se evalúan en ellas y específicas a las demás. El afán por los resultados lleva a fijar con detalle, en una Ley Orgánica, cuáles son esas materias en cada curso, en vez de hacerlo como siempre en los reglamentos de desarrollo, lo que introduce una rigidez extraordinaria para modificarlas en el futuro, si hubiera que adaptarlas a las necesidades de aprendizaje o incluir otras competencias que los organismos internacionales decidieran evaluar.

Una forma de mejorar la estadística es seleccionar a los alumnos que participan en las evaluaciones internacionales. Por un lado, para disminuir el porcentaje de los niveles más bajos, se sacarán antes a aquellos alumnos que responden peor en ellas y hacen bajar los índices: como habrán pasado a la FP básica, ya no entrarán en la muestra de los examinados por PISA. Por otro, para subir el porcentaje de los que obtienen altos niveles de rendimiento, se propone dar un trato más favorable a los mejores alumnos.

Lo grave es que, al identificar ‘la calidad de la educación’ con los resultados del aprendizaje individual cuantificados en pruebas normalizadas, orienta toda la educación a superar esos ejercicios. Lo cual condiciona, tanto el esfuerzo del alumno como la programación del profesor, a la superación de exámenes estandarizados, alimentando la pasividad en los alumnos y la rutina en los profesores. Porque, cuando ese tipo de exámenes se convierte en la norma para evaluar el grado de aprendizaje y el éxito escolar, quedan relegados los aspectos cualitativos y formativos de los currículos, así como los intercambios docentes y discentes que no tienen un efecto observable en ellos.

Saber preparar una prueba no es aprender, ni formarse. La enseñanza concebida así impide reflexionar y razonar, anula la iniciativa y el espíritu crítico y desprecia la creatividad, aptitudes necesarias del buen ciudadano, que, como no se pueden evaluar con pruebas cuantitativas, son percibidas como una parafernalia inútil o un obstáculo para el éxito. El culto del éxito suplanta el gusto por el conocimiento y afecta a los currículos y a los métodos pedagógicos, haciendo que los contenidos y materiales dirigidos a estimular la imaginación y a formar la capacidad crítica se sustituyan por material solo pertinente a la preparación de pruebas estandarizadas. En vez de promover la curiosidad y la responsabilidad de los alumnos, se los domestica en técnicas de respuesta para triunfar en los exámenes. En definitiva, una enseñanza que no invita a adquirir conocimientos, a pensar por uno mismo y a argumentar, sino a preparar el examen, condenando a una repetición mecánica y obsesiva de contenidos no significativos inmediatamente olvidados, va a reforzar los vicios que se debían erradicar.

Ese tipo de pruebas homogéneas tampoco evalúan las acciones dirigidas a disminuir la desigualdad de oportunidades. Al contrario, al medir solo resultados de respuesta individual, dificultan que el proceso educativo tienda a ello. Tal idea del rendimiento escolar y de la eficiencia educativa no considera las oportunidades educativas, ni el impacto de los resultados del aprendizaje en el bienestar económico y social. Forma «a jefes de empresa que desconocen realmente los problemas humanos; a políticos que ignoran el mundo; a administradores que aborrecen las novedades» (Marc Bloch).

El segundo gran objetivo de las evaluaciones es recentralizar el sistema educativo, porque la forma más eficaz y directa de que en los centros se haga lo que decide el Gobierno es el control periódico mediante las pruebas de evaluación. La Ley se propone, según la Memoria, «homogeneizar los requisitos y exigencias básicas del sistema educativo en todo el territorio español». Para ello, enumera los instrumentos estatales que componen el Sistema Educativo Español, traspasa competencias de las Comunidades Autónomas al Gobierno, detallándolas minuciosamente, y corrige la definición de currículo, incluyendo estándares y resultados evaluables. La primera consecuencia es que el Gobierno decidirá los contenidos y el horario mínimo de las materias troncales y diseñará las evaluaciones a final de etapa, comunes a todos los alumnos españoles; y fijará los objetivos y criterios de evaluación de las materias específicas, cuyos contenidos fijarán las autonomías. La segunda, que los centros pierden, en favor de la Administración, capacidad para decidir las programaciones, que dependerán de las evaluaciones externas; y autonomía pedagógica y organizativa, al verse obligados a competir y no poder adaptar los proyectos educativos a las necesidades particulares del alumnado.

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La expansión y hegemonía de la enseñanza privada

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Otro de los ejes de la reforma, como en sanidad y servicios sociales, es potenciar la oferta privada frente a la pública, suprimiendo toda preeminencia legal de la escuela pública sobre la concertada y transfiriendo recursos del sector público al privado. El ministro Wert dijo en la Comisión de Educación del Congreso que «La educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad» y añadió que hay que centrar en la educación competitiva y de calidad.

Aula años sesenta

Aula años sesenta

El derecho a la educación se interpreta recluido en el ámbito familiar, particular, privado. El primer artículo de la Ley incluye como principio de la educación «la libertad de enseñanza» y «el derecho de las familias a elegir el tipo de educación y el centro»; y en tres nuevos apartados del mismo se menciona a los padres como primeros responsables y sujetos del derecho a elegir. A continuación, el nuevo artículo 2 bis relaciona los elementos que constituyen el sistema educativo español («el conjunto de Administraciones educativas, profesionales de la educación y otros agentes, públicos y privados, que desarrollan funciones de regulación, de financiación o de prestación de servicios educativos, y los titulares del derecho a la educación»), sin ninguna alusión que implique dependencia o jerarquía, situando así al Estado en un plano de igualdad con las empresas privadas y los grupos religiosos. Y, cuando enumera los principios que rigen el funcionamiento de este sistema, menciona la «libertad de enseñanza, el mérito y la eficiencia en la asignación de recursos públicos».

De nuevo se rompe el equilibrio constitucional sobre el derecho a la educación, que queda condicionado claramente por la libertad de elección de las familias, que es una preferencia particular, y por la rentabilidad del servicio prestado («la eficiencia de la asignación de recursos públicos) como criterio elevado al máximo nivel, para justificar el trasvase de recursos a la prestación privada del servicio y favorecer el crecimiento de los centros privados más demandados, frente a los que lo son menos debido a la extracción social de sus alumnos.

La Ley concibe el sistema educativo como un mercado organizado al gusto de los padres clientes o consumidores. Con el cambio del artículo 109 de la LOE la programación de la red de centros se establecerá de acuerdo a la «demanda social»; y las Administraciones educativas estarán obligadas, para garantizar el derecho a la educación, a programar «plazas suficientes, gratuitas y de calidad», pero no públicas, término que estaba en la LOE y se suprime. Se va a restringir, por tanto, la construcción de centros públicos y se van a atender las necesidades escolares construyendo con fondos públicos centros privados y entregándoselos a entidades privadas. Por si cabía alguna duda, en el artículo 116.8 se ha añadido que «las Administraciones educativas podrán convocar concursos públicos para la construcción y gestión de centros concertados sobre suelo público dotacional». Esto es, los ayuntamientos, en vez de dotar suelo para construir centros públicos, van a liberar suelo para regalárselo a titulares privados interesados en construir un centro, y las Administraciones educativas solo construirán centros públicos donde no le quede más remedio, porque no haya iniciativa privada por las características socioeconómicas y culturales de la población.

Este cambio transforma sustancialmente la responsabilidad que tiene el Estado de garantizar el derecho a la educación, mediante una programación general de la enseñanza que asegure una red pública, gratuita y de calidad, y consagra la subsidiariedad de lo público respecto a lo privado, haciendo depender la educación pública de la privada, porque la programación de la educación obligatoria tendrá en cuenta, primero, la oferta de centros privados concertados existente y, luego, la demanda social. El efecto buscado es la expansión de la red privada en detrimento de la enseñanza pública, que quedará sólo para las zonas rurales y para los guetos de inmigrantes y pobres en las zonas marginales de las ciudades, donde no les interese a las empresas privadas. Es un modelo totalmente inusual en los países europeos más avanzados, donde predomina el modelo público.

Otro instrumento de privatización consiste en favorecer sin límite el acceso a los conciertos. La Ley modifica el artículo 116, que define los conciertos, para que puedan acogerse a ellos todos los centros privados que lo deseen sin que ello implique «para las familias, alumnos y centros un trato menos favorable ni una desventaja».

Entre los cambios concretos, establece por ley la duración mínima del concierto (ahora estaba en un Decreto): seis años en la Educación primaria y cuatro años en el resto; otorga carácter general a los conciertos de los ciclos de FP Básica; y ampara la inmediata financiación pública de los centros con escolarización diferenciada por sexos que la soliciten, incluidos aquellos a los que la Administración les ha negado el concierto con respaldo judicial (84,3).

Además, fortalece el poder de los titulares en los centros concertados y desmantela el modelo de concierto educativo creado por la LODE, al eliminar las contrapartidas en la gestión de los centros concertados y desaparecer el control sobre la gestión de los fondos públicos: quita al Consejo Escolar todas las competencias, para dárselas al director del centro que responde solo ante el titular; y desregula todo lo referido al incumplimiento de las obligaciones derivadas del concierto (comisión de conciliación, instrucción de expediente sancionador, posibilidad del cese de actividad). En fin, como desaparece toda distinción entre los centros privados sostenidos con fondos públicos y los sufragados íntegramente por las familias, todos los centros privados podrán concertar y recibir el dinero público sin contrapartidas.

La ausencia de control culmina con la decisión de incluir profesores de centros privados en los tribunales de las evaluaciones, a pesar de que el Consejo de Estado reclamó en su dictamen que, para garantizar la objetividad, las pruebas externas fueran evaluadas solo por funcionarios docentes, que han superado unos sistemas de acceso rigurosos. Esta cesión, insólita hasta en el franquismo, implica que no se garantiza la imparcialidad e independencia en la evaluación de los alumnos de los centros privados y abre la puerta a la falta de objetividad y a que las empresas privadas presionen a los tribunales.

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La privatización de la gestión en los centros públicos

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La privatización educativa se completa con la introducción de elementos de competitividad y de gestión privada también en los centros públicos. La competencia es la otra cara de la privatización. De hecho, la competencia feroz entre centros que fomenta esta Ley conlleva una segregación clasista entre un sector del alumnado privilegiado y otro sector caladero de mano de obra barata y poco cualificada, según estudien en centros de elite o en una escuela pública de bajo coste.

Ciberescuela

Ciberescuela

La reforma incita a los centros públicos a comportarse como empresas privadas y a competir entre sí por el mejor alumnado y por obtener mayores recursos. La libre elección de centro se parecerá cada vez más, como en los privados, a la libre selección de alumnado por el centro. Los centros deberán buscar la especialización y la excelencia, con acciones de calidad que «deberán ser competitivas», para gozar de autonomía en su ejecución y en la gestión de recursos. Y se les insta a obtener recursos por otras vías, como cobrar por ciertos servicios o conseguir patrocinadores que inciden en el currículo a cambio de contratos obligatorios de publicidad. Por su parte, las Administraciones educativas distribuirán los recursos en función de proyectos competitivos y rendición de cuentas; publicarán los resultados obtenidos por los centros, estableciendo rankings; y tomarán medidas honoríficas para reconocer a los centros de mayor calidad. Se implanta, pues, el «pago por resultados», propio del mundo empresarial, que da incentivos a los centros, no en función de las necesidades de su alumnado, sino de acuerdo con el puesto en el ranking. Es la aplicación del llamado «efecto Mateo», llamado así por la parábola evangélica de los talentos, donde se le da más al que más ha conseguido y se le quita al que menos tiene para dárselo al que más tiene.

Por otra parte, se potencia la profesionalización de la dirección escolar. El director pasa a ser el único órgano de gobierno: él es quien decide el proyecto y gestiona con autonomía los recursos. En los centros que se especialicen asume también la gestión de personal y podrá seleccionar al profesorado, «estableciendo los requisitos y méritos para los puestos de personal funcionario docente» y pudiendo «rechazar interinos procedentes de las listas». La figura del director se convierte así en un gerente experto en gestión económica, empresarial y de recursos humanos. Por esta vía pronto aparecerán empresas que formarán y ofertarán directores al sistema y quizá no tardemos en ver la subcontratación de la inspección educativa.

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Centralización y jerarquía frente a participación

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La LOMCE desmantela el modelo constitucional de participación desarrollado por la LODE, que se había ha ido debilitando progresivamente. El Consejo Escolar deja de ser órgano de gobierno —pasa a definirse como órgano asesor— y pierde todas las competencias decisorias, tanto en los centros públicos como en los privados: ya no aprobará el proyecto y las normas del centro, ni la programación anual, ni decidirá sobre la admisión de alumnado, ni fijará las directrices para colaborar con otros centros o con el ayuntamiento. El director absorbe esas atribuciones del Consejo Escolar y asume el gobierno del centro en exclusiva, según un modelo de gestión piramidal y no colegiada. Al tiempo que queda en manos de la Administración la elección del director, que se convierte en representante de ella, en vez de ser el líder educativo de la comunidad escolar.

En el caso de los centros concertados la Ley suprime también el representante municipal en el Consejo Escolar y a este órgano se le arrebatan las competencias requeridas hasta ahora como contrapartida al concierto: convocar a los órganos unipersonales, fijar criterios para actividades y relaciones con otros centros, acordar con el titular el nombramiento y cese del director, o informar el despido de profesores.

En definitiva, la organización de los centros se personaliza y jerarquiza por completo, en sentido contrario al artículo 27.7 de la Constitución: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos». Así se realizan las líneas maestras del programa de revisión del pacto constitucional, que Wert presentó en el campus de verano de la FAES en 2010, poco antes de ser ministro: «La comunidad educativa no puede ser una comunidad democrática, porque el proceso educativo no es democrático».

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La inculpación de la comunidad escolar

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Quienes nos gobiernan suelen justificar la amputación de prestaciones y derechos no solo con acusaciones de

Escuela de la diversidad

Escuela de la diversidad

despilfarro y de haber vivido por encima de nuestras posibilidades, sino con denuncias de comportamientos vergonzosos, tramposos e incluso delictivos de aquellos que van a ser sus víctimas. Así, pretenden hacernos creer que casi todos los parados cobran ilegalmente el subsidio; que los enfermos van a las consultas a pasar el rato o que compran medicamentos por capricho; que los funcionarios son unos parásitos privilegiados; los sindicalistas son una cuadrilla de vagos, cuando no una mafia corrupta; y los artistas son unos mantenidos caprichosos e improductivos. Procuran presentar como seres despreciables a quienes inmediatamente van a desposeer de la prestación necesaria, a sustraerles sus derechos adquiridos y a negar su capacidad de negociación. El poder lanza un ataque a la imagen pública antes de golpear legalmente y establecer el copago sanitario, eliminar los convenios colectivos, suprimir liberados sindicales, quitar las becas, etc.

La reforma educativa va igualmente precedida y acompañada de una sarta de descalificaciones a todos los sectores educativos y a los responsables del funcionamiento de los centros. El Gobierno no se ha recatado en denigrar a los docentes, pregonando inicuamente que son los mejor pagados y los que menos horas trabajan de la OCDE. Ha sostenido que se necesita esta reforma porque los profesores no exigen y los alumnos no estudian y pasan de curso sin aprobar muchas materias. Se ha enfrentado abierta y reiteradamente con las asociaciones de padres, a las que ha reprochado incluso hacer a los niños «rehenes de una huelga política». Tampoco ha dudado en insultar a los estudiantes con frases como «no estamos para gastar 4.000 millones en estudiantes que dejan la carrera a medias»; «se debería inculcar a los alumnos a que no piensen solo en estudiar lo que les apetece»; o que el que quiera ir de botellón al extranjero que se lo pague de su bolsillo. La chulería y el desprecio de Wert por la comunidad escolar le ha llevado a considerar las movilizaciones de protesta contra su política educativa una fiesta de cumpleaños, comparadas con las de otros países.

En esta línea de desprestigio el Gobierno justifica la reforma en la ineficiencia del sistema educativo, que ofrece pésimos resultados (altos índices de fracaso y de abandono escolar, pobres notas en las pruebas PISA, alta tasa de desempleo juvenil), a pesar de que el gasto público en educación no universitaria se ha duplicado en la última década (de 18.927 millones en 2000 a 36.012 millones en 2010) y destina más de 10.000 dólares al año por alumno (un 21% más que la OCDE y la UE). Su dogma es que cuanto más dinero público se gasta peores resultados se obtienen y Wert ha llegado a decir en el Congreso que «pensar que el éxito educativo depende de los recursos es tan equivocado como pensar que la belleza de una casa reside en la cantidad de cemento que tenga».

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La lengua y la religión

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Hasta aquí la reforma del modelo educativo obediente a las directrices de los centros del poder económico. Pero de lo que más han hablado los medios de comunicación y los tertulianos es de dos obsesiones de la derecha española de siempre: la lengua y la religión.

Esta Ley pretende acabar con la política de inmersión lingüística en Cataluña y lograr que todos los alumnos puedan recibir las enseñanzas en castellano. En expresión del ministro: «españolizar a los estudiantes catalanes». Para ello, una extensa y prolija Disposición Adicional, cuya redacción final se debe a UPyD, obliga a la Administración educativa a garantizar una oferta docente, sostenida con fondos públicos, en la que el castellano sea utilizado como lengua vehicular; y establece que, si se comprueba que un alumno no ha dispuesto de esa oferta, el Gobierno adelantará el coste de su escolarización en un centro privado que imparta las materias en castellano y se lo descontará después a la Generalitat del montante que debe transferirle anualmente. Este precepto, criticado por invadir competencias autonómicas, causará abundantes conflictos y litigiosidad.

Y retrocede a la situación de hace treinta años, al dar a la religión confesional una carga horaria similar a las otras materias, ponerle una alternativa obligatoria e incluirla en la calificación final. Semejante imposición ideológica refleja una interpretación maximalista del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales. Pero no habrá una solución definitiva y razonable a esta cuestión carpetovetónica hasta que una mayoría política denuncie esos Acuerdos por ser flagrantemente inconstitucionales.

No contentos con ese triunfo, los sectores confesionales más conservadores han logrado también que desaparezcan las asignaturas que venían combatiendo, incluso objetando, como Educación para la Ciudadanía, Ética y Ciencias del Mundo Contemporáneo. Estas materias que adiestran a argumentar, enseñan el fundamento de la vida moral de las personas y grupos humanos, fomentan el reconocimiento del otro y su dignidad, promueven el respeto y la tolerancia, predisponen a solucionar pacíficamente los conflictos y preparan para adoptar elecciones racionales y de vida más humana.

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