Sentencia tajante: con el amor no se juega.
Soy un vagabundo errante que se nutre de las desgracias ajenas. Un viajero incansable que recorre los más variados rincones del mundo, me detengo en ellos, observo sus habitantes, el fluir de sus vidas cuajadas de risas y lágrimas. Mis ojos, mis oídos son como los colmillos de un sediento vampiro a diferencia de que el vampiro sólo quiere sangre, yo sólo necesito ser testigo mudo de las experiencias de otros seres.
Soy el gran alcahuete de lo que se cuece en las ciudades, en mi retina guardo muchos recuerdos que a veces se confunden unos con otros, personajes que me conmovieron, unos más, otros menos, pero hay un recuerdo en especial que me persigue sin piedad, atenazándome sin compasión, dejando mi corazón marcado como se deja marcada en la piel de una res al rojo vivo la huella de su ganadero.
La ciudad en la que acontece esta historia no es precisamente de las más cosmopolitas que haya podido visitar en mis periplos, no es hervidero de aventuras truculentas ni caldo de cultivo de sucesos morbosos, por el contrario, el suceso más triste del que he sido testigo, invisible e impotente ocurrió en una bella ciudad cuna del arte mudéjar, situada al sur de Aragón, en la confluencia entre los ríos Turia y Alfambra.
Teruel. Esa ciudad de la que dicen que también existe, Teruel ¡Vaya que si existe! Sobre todo desde el día que caminaba bajo el acueducto de los arcos en el camino bajo, dicen que el mayor acueducto conocido del Renacimiento. Corría el mes de mayo, las florecillas silvestres lucían en todo su esplendor, el colorido inundaba el paisaje y el silencio amable y acogedor que reinaba a mi alrededor, sólo era roto de cuando en cuando por los trinos de las aves que comenzaban a entonar su mejor repertorio. De pronto, observé el cuerpo de un muchacho que parecía descansar sobre la hierba, se le veía relajado, feliz, como si estuviera por encima de aquel bello paisaje que le acunaba. Me acerqué con cautela pues tenía la extraña impresión de que algo insólito rodeaba el cuerpo del muchacho, sentí un escalofrío a medida que me acercaba a él, una horrible sensación de pánico se apoderó de mí, me detuve cuando ya no pude dar un paso más pues habría terminado pisoteando al muchacho. Tenía los ojos abiertos, un triste triunfo se leía en sus pupilas todavía húmedas, sus labios esbozaban una mueca que evocaba lo que pareció ser una sonrisa dulce y resignada a su destino, en su mano aferrada entre sus dedos una margarita con un solo pétalo luchaba por liberarse de aquella celda, la mano sin vida de un adolescente que sujetaba una margarita a la que seguramente habría preguntado ¿Me quiere, no me quiere? Sólo quedaba un pétalo, no sabía si éste significaba un sí o un no. ¿El muchacho lo sabía? Sin querer aceptar que ese joven estaba muerto le pregunté- eh, chaval ¿Te quiere o no te quiere? En ese instante, se levantó un soplo de viento que hizo que la margarita de un solo pétalo volara liberándose de la mano inerte del muchacho en busca de nuevas ilusiones, nuevos encuentros, en busca de poder decir a alguien: ¡ Sí, te quiere!
La tibieza que desprendía el cadáver todavía caliente de ese pobre muchacho me rompió el alma, miré hacia arriba, frente a mí se alzaba el acueducto de los arcos, el más renacentista de todos y con una gran dosis de rabia y reproche grité al vacío:
-¡Tú, el más renacentista! ¿No representas el resurgimiento de nuevos valores, una corriente de pensamiento que aporta luz, que acerca la vida al hombre? ¿Cómo simbolizando un nuevo horizonte, has permitido que un pobre muchacho se lance al vacío desde tus arcos, acabando con una vida que apenas empezaba a florecer? ¡Acueducto engañoso y asesino! ¡Respóndeme!
Un silencio pétreo se expandió por Teruel. De pronto los arcos callaron, una cortina de nubarrones empezó a cubrir el cielo turolense, el acueducto de los arcos seguía impertérrito, indiferente a lo que había bajo sus pies, un viajero errante y un adolescente reposando para siempre impulsado por un siniestro hilo conductor llamado desamor. Para mí, era evidente que el muchacho se había suicidado y yo, estaba allí para ser como siempre testigo mudo, errante e impotente.
Seguí con mi camino adentrándome en la ciudad dispuesto a averiguar las circunstancias que habían rodeado aquella joven existencia que se había apagado estrepitosamente, en medio de un silencio y una belleza incomprensible con el fatal desenlace. Sentí que alguien me perseguía, giré la cabeza, pero no, me di cuenta que eran mis propios pasos los que me seguían, mi única compañía era yo mismo y yo mismo, tendría que obtener una respuesta a aquel laberinto de sentimientos y emociones que me ofrecía la ciudad, en una bonita bandeja teñida de sangre.
De pronto el sonido de unas voces coquetas y despreocupadas llegaron a mis oídos como notas discordantes, sin respeto alguno a mi angustiosa desazón. Orienté mis pasos hacia el tintineo cristalino de las voces procedentes de unas muchachas que se encontraban saltando a la comba de una placeta, otro grupo de jovencitas jugaban cogidas de la mano girando alrededor de un alto pedestal sobre el cual se erigía un toro diminuto, entonaban una cancioncilla en la que me pareció encontrar una burla solapada bajo la envoltura de un juego infantil:
“ Al corro de la patata, en la plaza del torico, ¿Dónde estará Carlicos el enamoradico?”
Me detuve en seco frente a la fuente de la plaza con forma de toro y taladré con la mirada a aquellas pequeñas mujercitas vestidas con uniformes de colegios destinados a preparar a señoritas de bien, futuras esposas obedientes y educadas para lanzarlas posteriormente al mundo como auténticas perlas y exponerlas como deliciosos anzuelos, quizá me equivocaba. Observé las facciones de esas muchachas, en sus rostros se podía leer cómo la inocencia y la femineidad cauta y hechicera iban juntas de la mano ¿ No serían esas inocentes muchachas en un futuro las grandes pescadoras en lugar de ser pescadas? ¡Oh sí! Yo lo tenía bien claro, entre esas muchachas había una que estaba directamente relacionada con el suicidio de Carlicos el enamoradico. De pronto yo mismo me sentí sobresaltado al escuchar mi propia voz con la fuerza de un trueno:
´-¡Eh, muchachas! ¿Conocéis a Carlicos? ¿Alguna de vosotras sabría decirme dónde está ahora, en este momento, dónde vive?
No obtuve ninguna respuesta, ni se inmutaron por mi presencia, de esta forma recordé de nuevo que yo, era invisible, mudo testigo de la vida que palpitaba en las ciudades. Sin embargo, mis preguntas no cayeron en el vacío, alguien tomó mi relevo, se trataba de una mujer bien vestida, de mediana edad, de porte educado, una señora de bien, podría tratarse de la madre de cualquiera de esas muchachas, pero no, estaba equivocado, se trataba de la madre de Carlicos, se encontraba a mi lado, con voz sosegada se dirigió a las muchachas:
-¡Niñas, niñas! ¿Habéis visto a Carlicos? Hace tres horas que tenía que haber vuelto a casa, mañana tiene examen, ¿Nadie lo ha visto? Empiezo a estar preocupada…
Las niñas dejaron de jugar, los juegos se detuvieron.
Aurora, así se llamaba la madre de Carlicos, se dirigió esta vez a una muchacha pelirroja de ojos dorados como la miel:
-Inesita, tú eres amiga de Carlicos, siempre vais juntos ¿No te ha dicho cuándo volvía a casa? Me extraña mucho, parece que se lo ha tragado la tierra.
La joven pareció ruborizarse como si las llamas de una hoguera la iluminaran desde las profundidades de su alma.
-Yo no sé nada-contestó Inés-señora Aurora, hoy ni siquiera le he visto, yo diría que no ha acudido a clase ¡ah, ahora caigo! Me dijo que se quedaría en casa a estudiar, estaba un poco cansado, sí, eso me dijo, que estaba un poco cansado.
-Mi hijo ha salido esta mañana de casa como siempre, no he notado que estuviera cansado, ni me ha comentado nada de que quisiera quedarse a estudiar en casa, aquí está pasando algo raro, si dentro de dos horas no aparece advertiré a las autoridades para que procedan a su búsqueda, mientras tanto, si alguna de vosotras quiere ayudarme os lo agradecería-sentenció Aurora.
Aurora miró fijamente a Inés, ésta se dio la media vuelta tomando su cartera y enfiló sus pasos hacia casa, hacia el escondite en donde poder ocultar sus travesuras. Aurora al contemplar cómo Inés se disponía a huir del lugar con pasos furtivos delatando una inquietud que gritaba: “yo no he hecho nada, yo no sé nada”, la detuvo llamando a la muchacha por su nombre con voz tonante y firmemente acusadora:
-Inés, sé que ocultas algo, te sientes responsable de la desaparición de Carlicos, no sé exactamente qué ha pasado entre vosotros, pero algo me dice que intentas zafarte de la realidad, si has hecho daño a mi hijo sirviéndote de tu bonita cara y de tus ademanes de niña delicada, te aseguro, que yo misma te arrancaré la piel pedazo a pedazo y grabaré el nombre de mi hijo en cada uno de ellos para que jamás te olvides de él.
Inés no contestó. Se dio a la fuga como alma perseguida por el diablo en dirección a su casa buscando el cobijo de sus padres. Sí, sus padres la protegerían, no dejarían que una malvada mujer la cortara en pedazos además, ella no había hecho nada, nada, si ella era culpable no era la única, también lo serían sus amigas, todas habían formado parte de una inocente broma, lo que hubiera hecho Carlicos, dónde se podía encontrar, sólo era responsabilidad de él. Inés y sus amigas eran inocentes, muy inocentes…
Había transcurrido una semana desde la desaparición de Carlicos. La ciudad de Teruel lloraba la ausencia del joven. Inés y sus amigas se reunían todas las tardes cuando el sol comenzaba a retirarse en un pasadizo bajo los campanarios de la iglesia de San Pedro y la catedral de Santa María de Mediavilla, allí, confesaban su malestar sin que nadie las pudiera escuchar, sobre todo Inés cuyo sentimiento de culpabilidad empezaba a causar estragos en su mirada que parecía hueca y desvariada. Su nivel de estudios había caído en picado y sus padres empezaban a mostrar una acritud hacia Inés, una desconfianza que la hacía sentir cada vez más sola, más indefensa, pronto se vería obligada a decir la verdad, por esa razón se reunía todas las tardes con sus amigas, cómplices de la inocente broma para contar con su apoyo. Inés repetía todas las tardes las mismas palabras:
-¡Yo no tengo la culpa de que Carlicos se enamorara de mí, vosotras lo sabéis, jamás le di esperanzas, ni siquiera le ayudaba cuando tenía dudas en clase, era un pesado, un cursi enamoradizo, siempre enviándome cartas con flores dibujadas en el sobre, no lo podía soportar!
Sus amigas siempre respondían lo mismo:
-¡Inés, comprendemos que te sintieras agobiada por Carlicos pero debemos reconocer que fuimos muy crueles con él, el chico estaba enamorado de ti y tú, le diste una puñalada por la espalda, con nuestra colaboración por supuesto, creímos que de este modo saldría escarmentado y te dejaría en paz, en ningún momento nos detuvimos a pensar que podíamos herir sus sentimientos y mucho menos que fuera a desaparecer de la ciudad! ¿Quién sabe dónde estará? ¡Se habrá ido a casa de algún familiar!
Inés siempre replicaba lo mismo:
-Si fuera tan fácil como tú dices, a casa de un familiar, su madre ya lo sabría, ¡Carlicos está muerto! No lo he visto, nadie me ha dicho nada pero sé que a Carlicos no lo vamos a ver con vida jamás, jamás.
Ante las palabras de Inés, sus amigas ponían cara de terror y huían despavoridas bajo un dedo amenazador que las acusaba de un crimen, un crimen por culpa de una carta de amor expuesta en la puerta del instituto donde los jóvenes estudiaban. El alma, el corazón, los sentimientos, la pasión que Carlicos sentía por Inés se mostraban al desnudo, un clavo oxidado era lo único que sostenía a Carlicos el enamoradico, de un clavo pendía todo su amor, a Carlicos lo habían desnudado de forma humillante y todo el instituto se reía de él.
Tres meses más tarde, los padres de Inés descubrieron el cuerpo sin vida del adolescente bajo el acueducto de los arcos, con sus ojos abiertos, sus mejillas pálidas en las que todavía se podía observar el recorrido de unas lágrimas cubiertas de espinos, una huella de dolor, el rostro del desengaño amoroso estaba más vivo que nunca en la expresión del joven.
En la plaza del torico se alza una hermosa casa azul celeste que se confunde con el azul del cielo conocida como la casa de los tejidos, proyectando una luminosidad que envuelve a toda aquella persona que pase por su lado en un tierno abrazo. En la hermosa casa azul residía Inés con sus padres, corría el mes de agosto y un manto abrasador caía sobre la ciudad de Teruel. Aurora, la madre de Carlicos, enlutada de pies a cabeza con un velo cubriendo su demacrado rostro se introdujo en la casa de los tejidos. La luminosidad azul de sus paredes se había convertido para ella en una aterradora espesura, fue superando tiniebla tras tiniebla hasta llegar a la última planta donde vivía la dulce niñita protegida por sus padres, la causante de todo el dolor que Aurora recibía cada día como una salvaje embestida; pulsó el timbre, notó el roce de una mirilla, oscuridad absoluta, Aurora no se movería así pasaran cien años, oía cuchicheos tras la puerta:
-¡Es Aurora, tiene un aspecto siniestro, parece la muerte andante, es mejor que no abramos Mariano, no creo que venga con buenas intenciones!
-¡Debemos hacer frente a la situación, Aurora, si no abrimos la puerta a esta pobre mujer, actuaremos como si tuviéramos algo que ocultar, nosotros no hemos asesinado a su hijo!
Los padres de Inés se estremecieron al escuchar tras la puerta la voz helada de Aurora:
-¡Ustedes no asesinaron a mi Carlicos, pero protegen a la asesina de mi niño, tengo la prueba que la acusan a ella y a las compinches de sus amigas, ellas se rieron de él, ellas lo mataron, desde el otro lado de la puerta os aseguro a ti, Inés y a las tuyas que mi maldición caerá sobre vosotras, nadie os amará, nadie os adorará, vuestros sentimientos serán pasto de las llamas porque nadie os tomará en serio, mi hijo murió por amor pero vosotras, lindas hechiceras, moriréis en la nada, en la absoluta indiferencia!
Aurora calló, introdujo por debajo de la puerta un sobre y partió para siempre de aquella fatídica casa azul en la que vivía para Aurora la peor de las mujeres, una pelirroja con nombre de monja, Inés, Inés, Inés…
Los padres de Inés recogieron el sobre, lo abrieron con los nervios a flor de piel, ante sus ojos apareció una carta de amor dirigida a Inés por un joven llamado Carlicos. Los padres empezaron a comprender el dolor de la madre del muchacho traducido en una sarta de maldiciones hacia su hija.
-¡Inés, Inés, sal ahora mismo de tu habitación!
-¡Tengo muchos deberes que hacer, no me molestéis ahora, os lo ruego!
Los padres irrumpieron en la habitación de su hija, allí estaba Inés sentada en la cama, llorosa y abrazada a un cojín de seda como si fuera su único salvavidas.
-¿Qué significa esto?-con dureza Carmen extendió hacia su hija la carta restregándosela por su cara bonita como si fuera un despojo del que tuviera que dar cuentas.
-¡Estoy harta, estoy harta de la carta, de mis amigas, de esa mujer tétrica que quiere culparme a mí de la muerte de ese idiota…!
En ese instante, Inés recibió sobre su rostro una bofetada seca, cortante, por un momento su mente quedó en blanco, de pronto una secuencia de rostros desfilaron frente a ella, Aurora acusándola con una carta en la mano, las caras de sus amigas riéndose de ella y haciéndole la burla y al final detrás de todas esas caras apareció el rostro de un joven de mirada dulce y bondadosa. Carlicos sonreía para ella y le entregaba una margarita de un solo pétalo, se la ofrecía desde una infinita distancia pero parecía tan cerca, tan cerca.
-¡Carlicos, Carlicos, estás vivo!-Inés cayó desmayada como una muñeca rota sobre su cama.
El funeral por el romántico suicida se celebró en un bello templo de estilo gótico-mudéjar, con pinturas murales monumentales y hermosísimas vidrieras por las que se filtraban haces de luz tiñendo la escena de un aura mágica. Los ciudadanos de Teruel se habían reunido en la iglesia de San Pedro para dar el último adiós a Carlicos el enamoradico.
Yo, el gran alcahuete de las ciudades, allí me encontraba en la iglesia de San Pedro, absorbiendo como una esponja un río de dolor que discurría silencioso y lacerante, sin tregua alguna. Finalmente, decidí que tenía que salir de allí, tenía que abandonar la ciudad. Quería dejar a Teruel tras de mí para no volver, tenía que avanzar en mi peregrinar, no podía detenerme en aquel dolor, tenía que respirar nuevos aires ¡Ingenuo de mí! Todavía quedaba un último episodio por vivir, aunque éste, sería más condescendiente con mi maltrecho espíritu.
Terriblemente compungido salí de aquel recinto sagrado inundado en lágrimas, apenas había recorrido unos metros cuando tuve que detener mis pasos, una muchacha pelirroja se interpuso en mi camino, me pareció un animalito asustado, un cervatillo que huía del bosque perseguido por una jauría de lobos. La muchacha con ojos centelleantes me agarró de los hombros con desesperación y me gritó a la cara:
-¿Conocía usted a Carlicos? ¿Viene de su funeral, verdad? ¡Yo no lo maté! ¡Todo el mundo me acusa a mí! ¡Pero yo, no lo empujé al vacío!
-Pero, yo no entiendo ¿Cómo puede verme? ¡Siempre he sido invisible para todo el mundo!
La joven haciendo caso omiso de mis palabras siguió preguntándome con insistencia:
-¿Conocía usted a Carlicos o no? Usted es forastero, no recuerdo haberle visto nunca por Teruel, pero presiento que usted me puede ayudar a escapar de la ciudad, tengo que huir sino la maldición de su madre me perseguirá toda la vida, ya sabe… la madre de Carlicos, el enamoradico.
-Lo cierto es que cuando yo conocí a Carlicos ya era demasiado tarde para él y para mí. No pudo decirme nada pero su rostro delataba una extraña felicidad, creo que no debes preocuparte por él, estoy seguro que descansa en paz, sin embargo, eres tú la que ahora necesita protección, debes cuidarte niña, medir las consecuencias de tus actos, sobre todo de ahora en adelante y escapar de la sombra de la amenaza que te perseguirá durante mucho tiempo.
Inés sollozando, luchando entre su culpabilidad e inocencia comenzó a relatarme una entrañable historia de amor que la ciudad de Teruel acogía con gran pasión, con admiración casi idólatra. Inés se transformó, se desprendió del manto de locura que la envolvía y lo sustituyó por un velo de magia propio de un hada, su voz sonaba dulce y evocadora de antiguos amores:
Érase una vez una niña llamada Isabel. Sus padres eran fuertes, poderosos, ricos hacendados. Isabel era feliz, lo tenía todo aunque para ella su tesoro más preciado era su amigo Diego. Isabel y Diego eran inseparables, Isabel y Diego se hicieron mayores, se enamoraron, se prometieron pero la sombra de los padres de Isabel se interpuso en el camino de los amantes. Diego se vio obligado a abandonar la ciudad para hacerse un hombre rico y ser merecedor de Isabel, para lo cual los padres de Isabel le concedieron un plazo. Diego cumplió con lo pactado excepto en una condición, regresó a Teruel justo cuando expiró el plazo concedido, Isabel para entonces ya se había casado con un hombre rico y poderoso, dicen que se trataba de un hermano del señor de Albarracín. Diego tuvo que aceptar el matrimonio de Isabel, tan sólo cometió una osadía, visitar un día a Isabel en su propia casa y pedirle un beso, Isabel le rechazó y el joven murió de dolor. Al día siguiente se celebró el funeral al cual acudió Isabel para regalar al difunto Diego, el beso negado en vida. Cuando sus labios tomaron contacto con los fríos labios de Diego, Isabel cayó fulminada.
Inés se detuvo en la narración del relato y yo, sin comprender qué relación podía existir entre la historia de Diego e Isabel y la suya, pregunté:
-No comprendo por qué me cuentas esta historia, no se parece en nada a la que tú has vivido con Carlicos.
En esta ocasión Inés volvió a transformarse, abandonó la compostura delicada del hada que narra un cuento de amor para llenarse de amargura y miedo.
-¿Pero no te das cuenta forastero? Diego e Isabel han pasado a la historia como los amantes de Teruel, son un ejemplo de amor universal, tienen su propio hogar, están unidos para siempre en un mausoleo que crearon para ellos, tienen su nidito de amor bajo esculturas de alabastro con sus cabezas ligeramente inclinadas y manos que están unidas sin llegar a tocarse… Ahora mírame forastero, ¿Qué es lo que ves? Yo estoy marcada para siempre por la desgracia, nadie me va a querer en esta ciudad, siempre seré la mano invisible que lanzó a Carlicos por el acueducto de los arcos, yo no seré ejemplo de amor universal, yo soy la cara de la burla asesina, la joven sin sentimientos que se burló de un chico enamoradico, Carlicos, su recuerdo me perseguirá toda la vida.
-Tú eres dueña de tu propio destino, eres muy joven para sepultarte en vida por un mal paso, abandona Teruel, abandona a tus padres, en el fondo no te han de perdonar nunca, ese joven pesa demasiado a todos, no dejes atraparte por la maldición de su madre, yo te ofrezco mi mano, soy un viajero errante e invisible para todo el mundo menos para ti, te ofrezco el mundo entero, lo pongo bajo tus pies, conmigo podrás visitar innumerables países lejanos con los que jamás habrías soñado, de lo contrario acabarás enterrada bajo una escultura de alabastro sobre la que sólo lloverá un aluvión de reproches, un abandono que te dolerá eternamente, en tu mano está la elección ¿Qué eliges?
Inés cerró los ojos, tras una pesadilla que duraba ya demasiado tiempo, sintió cómo se entregaba a un extraño liberándose de una enorme carga, de pronto una inmensa felicidad se abría ante ella traída de la mano de un hombre que decía ser invisible. El viajero abrazó el cuerpo de la adolescente, la sintió entre sus brazos como una flor temblorosa y débil, ambos se miraron a los ojos, cogidos de la mano comenzaron a caminar por las calles de Teruel hasta llegar a la entrada de un viaducto peatonal. En este punto de la ciudad se erige una composición de tres figuras elaboradas en chapa de hierro: el Ángel, el Toro y el Peñista.
-Inés ¿Has estado alguna vez en este punto de la ciudad?
Inés respondió débilmente:
-No, jamás he estado aquí
-Lo ves Inés, has estado encarcelada en tu propia ciudad, ya ha llegado la hora de volar…
Sarilis Montoro