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por Alfredo Moreno

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MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

 

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

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1-salaminaEn justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no está obligado a soportar la televisión española. Con todo, y a la vista de cómo anda el asunto por otras geografías y de lo que trasciende a través de la cosa esa de la viralidad, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa: cada vez que alguien la enciende me retiro a otra habitación y leo un libro”) antes que sentarse delante de una caja tonta cada vez más indigesta.

En la actualidad, el entendimiento entre cine y televisión es total (en España, aunque se vende como amor por la cultura, las televisiones invierten en producción cinematográfica por exigencia legal). El poder económico de uno y otra en Estados Unidos está en las mismas manos o coexiste pacíficamente en complejos empresariales compartidos o aliados, y el futuro inmediato apunta a una convergencia cada vez mayor con Internet como área de intersección y principal punto de difusión. El cine forma parte de las programaciones de los canales televisivos generalistas desde prácticamente los mismos orígenes de la televisión, es bloque temático habitual en la oferta de canales de pago, e incluso las propias cadenas, en su apuesta de moda por la ficción, han introducido los modos y maneras cinematográficos en la política de producción, escritura, filmación y comercialización de sus series.

Estas, en puridad, en su mayor parte no son más que cine fragmentado en capítulos estructurados por temporadas y que tienden a inspirarse, si no algo más, en fórmulas ya empleadas y agotadas2-mad-men anteriormente por el cine, ahora ofrecidas como presuntas novedades al espectador de la pequeña pantalla. Así, si Boardwalk empire (2010-2014) no cuenta nada nuevo ni mejor que lo que el cine ha contado durante cincuenta años largos sobre la Ley Seca y sus circunstancias, una serie tan celebrada como Mad men (2007-2015) reproduce la manera tradicional en que el cine ha retratado el sofisticado mundo de los altos negocios de Manhattan en decenas de producciones del estilizado Color by De Luxe de los años cincuenta y primeros sesenta, comedias sobre la guerra de sexos como Su otra 3-su-otra-esposaesposa (Desk set, Walter Lang, 1957) o sus distintas variantes protagonizadas por Doris Day, los esbozos iniciales de Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959) o, en blanco y negro, Mercaderes de ilusiones (The hucksters, Jack Conway, 1947), cinta en la que un veterano de guerra (Clark Gable) se introduce en el mundo de la publicidad de Madison Avenue y utiliza a viudas de combatientes para promocionar sus productos. Algo semejante ocurre con la omnipresente, hasta la extenuación, Juego de tronos (Game of thrones, creada en 2011 y sin que se le vea el final), coctelera que amalgama una emulación superficial de las versiones cinematográficas de las tragedias épicas de Shakespeare y las interminables y abrumadoras adaptaciones del universo de J. R. R. Tolkien realizadas por Peter Jackson para la gran pantalla. La estupenda Fargo (2014-2015), producida por los hermanos Coen, funciona en tanto se ajusta a la plantilla de su propia película de 1996 y patina cuando se sale de ella. Como último ejemplo, la aplaudida primera temporada de True detective 4-en-el-centro-de-la-tormenta(Nick Pizzolatto, 2014) reboza en la literatura de Ambrose Bierce elementos de ficción criminal y entornos humanos, místicos y geográficos similares a los ya empleados poco antes por el cineasta francés Bertrand Tavernier en su magnífica cinta americana En el centro de la tormenta (In the electric mist, 2009).

Además de, en general, su falta de originalidad (pese a que la publicidad nos intente convencer de lo contrario), el peligro decisivo para las series, que en el caso de las de mayor éxito, como hemos dicho, son en su mayoría cine compartimentado, proviene paradójicamente de la propia naturaleza de la televisión, de la condición de las series como producto en continua gestación insertado en un negocio eminentemente cambiante. No es raro comprobar en redes sociales, artículos periodísticos o foros de Internet el desencanto que los seguidores de tal o cual serie muestran con frecuencia respecto a una eventual evolución indeseada de su argumento, la aparición o desaparición de un personaje, la artificiosidad o el retorcimiento de determinados giros, o la decepción ante el esperado final definitivo o el anuncio de una cancelación sobrevenida. Así ha sucedido en sonoros casos como Los Soprano (1999-2007), Perdidos (2004-2010) o Homeland (creada en 2011 y todavía en emisión), entre otros. Los condicionantes de la ficción televisiva van mucho más allá de la construcción de un argumento y su traslación a imágenes con un reparto solvente y una dirección y una ejecución técnica acertadas. Intereses comerciales o políticos de las cadenas (índices de audiencia, venta de paquetes publicitarios, encajes en la parrilla, cambios de horario, coincidencia con la retransmisión de eventos de masas, contraprogramación…) o compromisos particulares de promotores e intérpretes pueden alterar por completo la evolución de las series televisivas, no como solía y suele ocurrir en el cine, es decir, durante la escritura del guion, en la preproducción, en el montaje y postproducción o en la distribución, sino en su mismo proceso de generación, en el instante en que se escriben, se graban y se emiten los sucesivos capítulos y temporadas. Elementos comerciales, económicos o contractuales pueden influir directa y crucialmente en la trama argumental, en el devenir dramático de las historias ofrecidas por entregas, el argumento puede verse subordinado a factores ajenos al desarrollo dramático, a las propias exigencias narrativas de personajes e historia, lo que causa a menudo saltos de calidad entre temporadas de una misma serie (ahí está el bache de Mad men a partir de la tercera) o incluso caídas en picado dentro de una misma temporada (el listado de series canceladas tras la primera o incluso sin llegar a finalizarla es abrumador). Solo aquellos productos concebidos desde el inicio como guion completo, con número fijo de capítulos y con final cerrado llegan a salvarse de esta circunstancia, aunque precisamente a causa de esta limitación previa de sus posibilidades de explotación comercial muchas cadenas evitan este tipo de apuestas. En caso de éxito, su interesada prolongación artificiosa, como han demostrado las segundas temporadas de las citadas True detective o Fargo (ambas de 2015), suele resultar irremediablemente fallida, lo que carga de razones a los ejecutivos que promueven guiones abiertos que puedan mantenerse en antena mientras la audiencia responda y no porque las propias historias lo exijan, y sustituirse sobre la marcha por otros productos de similares características si el público decide cambiar de canal.

La entente cordiale entre cine y televisión es relativamente reciente. Desde la popularización de la televisión en los Estados Unidos de comienzos de la década de los cincuenta (las primeras emisiones en pruebas se habían hecho en 1930, en Francia en 1935 y en el Reino Unido en 1936), el cine empezó a observarla de soslayo y con temor. En una cultura de consumo edificada sobre el espejismo de la libre competencia, promotores y ejecutivos de uno y otro medio se dispusieron a atrincherarse, por simple automatismo de mercado, en bandos opuestos, prestos a derrotar al adversario por aniquilación. La televisión se centró en poner imágenes a la tradición informativa, musical y dramática que había desarrollado la radio desde los años 30 (boletines de noticias, teatro en directo, veladas con música de orquesta, concursos, adaptaciones radiofónicas de clásicos de la literatura o de éxitos populares del cine, cobertura de actos sociales, estrenos e inauguraciones…) con el fin de retener en el salón de casa, a través de un entretenimiento directo, sencillo y barato, disfrutable en familia, a quienes debían nutrir el público de los cines, los teatros y las salas de baile las noches de los fines de semana. La mayor ofensiva televisiva, sin embargo, estaba por venir, y fue una declaración de guerra abierta: el uso de contenidos de ficción en la pequeña pantalla. Aun en blanco y negro, las series dramáticas por capítulos a la manera de las antiguas novelas por entregas o los seriales radiofónicos y cinematográficos, las comedias de situación para la sobremesa o las versiones televisivas de obras teatrales y de películas de Hollywood constituían un golpe directo a la línea de flotación de la industria del cine. Si el público se acostumbraba a los nuevos nombres y rostros de la pequeña pantalla, si al día siguiente la gente ya no comentaba en el trabajo, en la compra o al llevar a los niños al colegio las últimas noticias que comercializaban los grandes estudios en sus publicaciones de propaganda o las esperadas novedades de la cartelera sino las proezas deportivas vistas en la televisión, los logros de los concursantes en los retos de preguntas y respuestas o el nuevo capítulo de tal o cual serie, ¿qué podía quedar para el cine? ¿Qué clase de futuro incierto le aguardaba, si es que podía quedarle alguno? ¿Cómo oponerse a un medio recién nacido que conseguía lo que el cine no podía hacer, meterse en las casas de los ciudadanos americanos, incluso en sus bares favoritos, a distintas horas del día y de la noche por obra y gracia de un aparato que se había erigido en nuevo rey del salón hasta el punto de condicionar su distribución y decoración en millones de hogares?

5-formato-cineramaLos grandes estudios, sin embargo, reaccionaron con un contraataque suicida. En una era en la que por diversas circunstancias tuvo que aprender a reinventarse (en primer lugar como consecuencia del pleito que Olivia de Havilland interpuso a mediados de los cuarenta contra la Warner Bros. y que enterró la política de los estudios de contratar en exclusividad a las estrellas por siete años, sin libertad para elegir sus proyectos o para negarse a participar en ellos o a ser prestado a otras compañías; en segundo término, las sentencias antimonopolio que obligaron a los estudios a deshacerse de sus grandes cadenas de cines extendidas por todo el país), el cine exprimió al máximo sus potenciales cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y nuevos sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos (westerns, péplums, cine épico y bélico, ciencia ficción…), para explotar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas con sueldos millonarios, pantallas gigantes, salas confortables dotadas de renovados equipos de sonido y todas las comodidades imaginables, cines provistos de cafeterías elegantes y bares bien surtidos… El triunfo momentáneo de esta fórmula, que no obstante llevaba dentro la semilla de la autodestrucción de los grandes estudios (continuos sobrecostes de producción, presupuestos inacabables, proyectos estrellados en taquilla, deuda acumulada imposible de afrontar y dificultades para encarar nuevos proyectos…), hizo que los agoreros del final del cine se equivocaran. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series. Pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, y de los tres este era el más asequible y popular. Con la irrupción de la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición, pero volvieron a fallar en sus apocalípticos juicios.

Sin embargo, ni los mandamases del cine ni los de la televisión acertaron a comprender el amplio y ventajoso panorama que se abría ante ambos de haber pensado desde el principio en una beneficiosa colaboración. El cine visto desde casa por Internet (legalmente, a través de las plataformas autorizadas para ello, o ilegalmente, robando contenidos y defraudando a los creadores de la cultura audiovisual) podría haber tenido un antecedente mucho más exitoso en las salas de estar de los ciudadanos americanos de los cincuenta a poco que grandes estudios y cadenas televisivas hubieran convenido su mutua retroalimentación. Warner, MGM, Paramount, Fox y RKO, las llamadas majors, y Universal, United Artists y Columbia, las denominadas minors, tal vez también otras compañías más pequeñas dedicadas a la producción de serie B, podrían haber pactado con ABC, NBC o CBS, con los canales estatales y locales, estrategias comerciales de distribución para el suministro de contenidos cinematográficos de estreno con que dotar de títulos de altísima calidad y enorme grado de recepción y aceptación una parrilla televisiva de horas y horas de programación ininterrumpida. La miopía de todos los interesados, concentrados en competir en lugar de entenderse, propició una guerra que muy pronto se vio sin sentido y que hoy se repite, en buena parte con el mismo grado de ceguera, con la red como peligroso contendiente incorporado a la batalla.

En aquellos cincuenta y en las décadas siguientes, en cambio, televisión y cine se repartieron los espacios, los productos, los públicos, pero el acuerdo de colaboración se limitó exclusivamente al6-marty material de archivo. La televisión, que así rellenaba las franjas estrella de su programación o adquiría un contenido cómodo y fácil de explotar, vendible incluso con su repetición, suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y estimación por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Además, las dramatizaciones televisivas de obras teatrales, a menudo escritas directamente para la pequeña pantalla pero también adaptadas de los escenarios de Broadway por nuevos guionistas televisivos de prestigio (Paddy Chayefsky, por ejemplo), alimentaron no pocas excelentes producciones cinematográficas, el caso de Marty (Delbert Mann, 1955), Oscar a la mejor película, o Doce hombres sin piedad (12 angry men, Sidney Lumet, 1957), entre muchas otras.

Hoy, con los antiguos grandes estudios convertidos en gigantescas distribuidoras, tras vencer la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto y, especialmente, con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, aunque no en las salas. Otro tanto puede decirse de la actual moda de las series televisivas, que se siguen más por la red sin necesidad de ajustarse al corsé de la programación en días y horas concretos, una especie de nicho de culto que ha llevado su difusión y reproducción a impensables cotas de amplitud. Por otra parte, las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine y de las series en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad, por más que la fotografía digital haya constituido en cuanto a acabado un retroceso respecto a su antecedente analógico (además de la aséptica frialdad, casi de quirófano, del soporte digital, nada más horrible que comprobar en una pantalla cinematográfica o televisiva cómo se pixela el fondo de la imagen ante determinados efectos de luz u oscuridad, o asistir espantado a la fotografía de películas y series que responde íntegramente a una tonalidad uniforme, azul o amarilla). Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos creativos, estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de diferenciar entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como el cine y la televisión, Internet constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si el horizonte ha de acoplarse a lo que supone la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

7-recUn interesante campo de las relaciones entre cine y televisión viene constituido por las formas en que esta última ha sido tratada en la gran pantalla, es decir, el cine sobre televisión, o la televisión dentro del cine. Dejando aparte películas que, como Television spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up close & personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos.

Network (Un mundo implacable) (Network, Sidney Lumet, 1976) analiza la televisión como un mundo competitivo donde las cadenas luchan sin piedad por el éxito que otorga la máxima 8-networkaudiencia. Ello supone tanto una guerra sin cuartel contra los competidores (contraprogramación, enfrentamientos en los tribunales, posturas ideológicas encontradas, partidismo político) como el sometimiento de ejecutivos y empleados a un régimen de dictadura sobre única la base de la rentabilidad económica. En este marco, el veterano y antaño exitoso locutor de informativos Howard Beale (Peter Finch, ganador del Oscar a título póstumo) es despedido a causa de la bajada de audiencia de su programa. La noticia cae sobre él como una losa, ya que el trabajo supone su último anclaje a una vida de desencanto. En una inesperada reacción, proclama en directo que se quitará la vida de un disparo durante su última emisión. El anuncio convulsiona el panorama televisivo y la expectación crece entre las cadenas competidoras, la audiencia y sus propios compañeros, especialmente en su mejor amigo, el director de informativos Max Schumacher (William Holden). Tras el anuncio, Beale desvaría y se convierte en una especie de telepredicador: de vuelta de todo, dispuesto a seguir adelante hasta el final, se dedica cual profeta mesiánico a escupir verdades apocalípticas sobre los aspectos de la vida que le asquean, el sistema político, económico y social, y también sobre la propia televisión. Sus exabruptos calan en la audiencia y lo convierten en una celebridad mayor que cuando se limitaba a cumplir como locutor. El director del canal, Frank Hackett (Robert Duvall), y Diana Christensen (Faye Dunaway), jefa de programación, gráficas en mano, intentan aprovechar al máximo la situación hasta el momento crucial de permitir o no que Beale siga adelante.

A partir de un magnífico texto de Paddy Chayefski, Lumet realiza una profunda y pertinente reflexión acerca de los límites de productores y ejecutivos a la hora de nutrir de carnaza a su público. En concreto si, además de la preocupación por los datos de audiencia y del servilismo para con las empresas que controlan las cadenas de televisión y los anunciantes que contratan publicidad en ellas, adquieren algún tipo de compromiso o grado de responsabilidad ética y moral respecto a los millones de espectadores. El tono trágico salpicado de humor negro conduce a una conclusión sombría y un tanto ingenua acerca de la decadencia moral del medio televisivo propiciada por tres factores: la falta de escrúpulos de las cadenas en la lucha por la audiencia, las nulas exigencias de los anunciantes al escoger a qué tipo de producto televisivo quieren asociar su marca comercial y, por último, el público, irreflexivo consumidor del sensacionalismo y el mal gusto sobre el que se construyen las grandes audiencias. El filme, que si peca de algo es de hacer suyo buena parte de ese desesperanzador mapa que dibuja al asumir un tono de melodrama folletinesco y un final improbable que pretende resultar premonitorio (aunque, visto lo visto, cada vez más factible) y ejemplar en cuanto a la pérdida del sentido del límite (¡en 1976! Cabe preguntarse qué escribiría Chayefski hoy), carga contra la ignorancia de un tipo de espectador que no se reconoce como cifra dentro de una guerra en la que es el mayor chivo expiatorio.

9-el-sindrome-de-chinaUna visión en parte más positiva la ofrece El síndrome de China (The China syndrome, James Bridges, 1978), en concreto acerca del servicio a la sociedad que puede prestar el periodismo televisivo de investigación. Un equipo formado por una ambiciosa reportera (Jane Fonda) y un cámara freelance (Michael Douglas) realiza un reportaje sobre una central nuclear cercana a Los Ángeles para una cadena local. Durante su estancia saltan las alarmas a causa de un presunto accidente que parece mucho más grave y peligroso de lo que dan a entender los responsables de comunicación de la central. Así lo confirman días después cuando entran en contacto con el responsable de seguridad (Jack Lemmon). Sin embargo, el canal se niega a emitir la noticia y su testimonio acerca del peligro de su funcionamiento en tanto no se contraste debidamente la información, lo que no es más que una maniobra dilatoria fruto de la presión empresarial ejercida sobre la cadena. Sin embargo, cuando el evento estalla mediáticamente y ve la oportunidad de vender la noticia a las grandes cadenas de difusión nacional, el canal se suma entusiasta a la explotación morbosa de la historia, no en razón de sus deberes éticos o morales respecto a los ciudadanos sino por egoísmo puramente comercial.

Mixtura entre la crónica periodística y el cine de catástrofes tan de moda en los setenta, la película, de estética muy televisiva, destaca por un excelente manejo de la intriga y el suspense, unas magníficas interpretaciones, y por resumir distintos aspectos relacionados con el periodismo (ambición profesional, lealtad empresarial, relaciones entre televisión, política y economía, estupidez e infantilismo de buena parte de los contenidos como ocurre en los informativos españoles de hoy) así como las diferentes perspectivas sobre el complejo debate cíclicamente reactivado sobre las bondades y los riesgos de la energía nuclear.

La redacción de informativos es el escenario de Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987), en este caso como espacio de conflicto y fuente de condicionantes para la vida privada10-al-filo-de-la-noticia de los personajes. Cuenta la historia de rivalidad entre dos reporteros, Aaron (Albert Brooks), talentoso pero no especialmente dotado para la cámara, y el novato Tom (William Hurt), elegante y pretencioso pero inexperto, ingenuo y con tendencia al sensacionalismo, enfrentamiento que se recrudece cuando la productora, Jane (Holly Hunter), se enamora de Tom pese a despreciar su trabajo. Brooks, buen conocedor el terreno (fue presentador de noticias de la CBS americana) consigue a través del alocado triángulo amoroso plasmar el caos de improvisaciones, sobresaltos y desencuentros que reina en una redacción televisiva. Dominador tanto de los ambientes como de los tipos humanos que circulan por ellos (así hay que entender el cameo de Jack Nicholson o el personaje de Joan Cusack y su famosa carrera para entregar una cinta de vídeo a tiempo para su emisión), construye una comedia sobre el amor y la ambición profesional cuya tesis final sintetiza ambos conceptos: para mucha gente el único amor posible, el único que permite controlar los riesgos y omitir el peligro inherente a la toma de decisiones, es el amor por el trabajo.

De otra línea televisiva completamente diferente, heredera del tratamiento, de reminiscencias orwellianas, de la televisión como mecanismo de alienación y control que retrata François Truffaut en su adaptación de la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451, se ocupa Perseguido (The running man, Paul Michael Glaser –en efecto, el coprotagonista de la teleserie Starsky y Hutch-, 1987). Típico producto ideado a la mayor gloria de la testosterona de Arnold Schwarzenegger, no tendría mayor interés de no ser por el posterior fenómeno de los realities o telerrealidad, género-basura que ha convertido un bodrio sobre un futuro cercano gobernado por una dictadura que utiliza la televisión como medio para adoctrinar y embrutecer a las masas en un filme de culto poseedor de gran valor precursor. En ese mundo futuro el mayor éxito de audiencia lo constituye el programa Perseguido, que consiste, en la línea de El malvado Zaroff (The most dangerous game, Ernest B. Shoedsack e Irving Pichel, 1932), en la persecución, caza y muerte, lo más cruel y sangrienta posible, de unos concursantes forzosos extraídos de las cárceles abarrotadas por parte de una serie de energúmenos en nómina que caracterizados como luchadores de wrestling cuentan entre el público con seguidores fanáticos que se identifican con sus colores o imitan sus estéticas y comportamientos. Cuando un policía acusado de un delito que por supuesto no ha cometido es lanzado a concursar en el programa, sale respondón y empieza a liquidar uno a uno a la panda de bestiajos que mandan tras él hasta poner al público de su parte.

11-ocurrio-cerca-de-su-casaCon poco que rascar estética, artística o narrativamente hablando, la cinta sirve únicamente de espejo en el que pueden mirarse productores, anunciantes, presentadores, concursantes y público de los programas de la llamada telerrealidad, una gran mentira organizada que, adornándose de manera bastarda con el término “realidad” y utilizando como coartada el presunto valor sociológico de las banales, zafias y ridículas experiencias que muestra en pantalla, monta un circo ficticio a través del cual manipular y atontar a la borreguil audiencia para implicarla personal y emotivamente con unos completos desconocido escogidos como representantes de estereotipos socialmente indeseables, mientras, por otro lado, la saturan de propaganda subliminal. En la misma línea, todavía más violenta y crítica con la falta de filtro del medio televisivo cuando de acaparar beneficios se trata, la producción belga Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, Benoît Poelvoorde, Rémy Belvaux, André Bonzel, 1992) trata del seguimiento que un equipo televisivo hace a todas horas de un asesino en serie y ladrón, cuyos crímenes y reflexiones sobre ellos constituyen la línea central del programa, extremo que Quentin Tarantino, el gran reciclador de ideas ajenas de nuestro tiempo, empleó para el guion de Asesinos natos (Natural born killers, Oliver Stone, 1994).

De la manipulación del público y de la corrupción televisiva trata también Quiz show. El dilema (Quiz show, Robert Redford, 1994), en particular, de la intervención tendenciosa de la dirección de12-quiz-show un concurso de televisión en los resultados del mismo a fin de conseguir un interés sostenido de audiencia. Basada en un hecho real, relata la historia de Charles Van Doren (Ralph Fiennes), miembro de una ilustre familia de literatos y profesores de universidad, que entre 1956 y 1959 es el ininterrumpido ganador del concurso televisivo 21, en el que derrota sucesivamente a todos sus contrincantes semanales acertando insólitas y descabelladas preguntas. Su enorme popularidad lo catapulta a una lucrativa fama que le lleva a trabajar en publicidad y a aparecer en una de esas estúpidas listas de los solteros más cotizados de América. Lo que no extraña al público tratándose de tan eminente concursante se convierte en escándalo cuando el anterior campeón del programa (John Turturro) denuncia que se trata de un concurso amañado. Investigado el asunto por un delegado especial del Congreso (Rob Morrow, que para protagonizar la película abandonó una de las mejores series televisivas de todos los tiempos, Doctor en Alaska), la trampa es probada y sus protagonistas caen en desgracia; todos, excepto los directivos del canal televisivo, que salen indemnes y posteriormente se hacen ricos. La película, construida con todo el buen sabor del cine clásico, ofrece un extraordinario fresco de la América de los cincuenta a la vez que reflexiona acerca de los límites éticos a la hora de luchar por la audiencia y de las consecuencias en cuanto a juguetes rotos que la loca carrera por el éxito comercial puede acarrear. Destaca especialmente la excelente labor de Turturro, magistral en su recreación de vieja gloria desplazada y un poco desequilibrada que reacciona por despecho contra sus antiguos benefactores.

Todo por un sueño (To die for, Gus Van Sant, 1995) aborda otro de los peligros de la televisión, los efectos que su simplificadora distorsión de valores e ideas puede provocar en las mentes no preparadas. Nicole Kidman interpreta a Suzanne, una chica ambiciosa y presuntamente guapa cuyo fin en la vida es convertirse en estrella de la televisión. Para ello no se detiene ante nada, incluido el chantaje sexual o el asesinato de su propio marido cuando se convierte en obstáculo para su carrera en una emisora local. Con un magnífico guion perfectamente ensamblado y estimables interpretaciones de Matt Dillon y Joaquin Phoenix, supone un alegato demoledor contra el falso concepto de éxito desprovisto de mérito personal alguno que propala la televisión primordialmente entre una juventud aborregada que considera la fama como una profesión. En clave subterránea la película supone también una venganza personal de Van Sant contra un medio, la televisión, contra el que llevaba años enfrentado.

13-el-show-de-trumanAún más rica y compleja es El show de Truman (The Truman show, Peter Weir, 1998). Nacida de la inverosimilitud, la existencia de un programa de telerrealidad dedicado en exclusiva al seguimiento íntegro de la vida de Truman Burbank (Jim Carrey) durante las veinticuatro horas de su vida, desde su nacimiento hasta su futura muerte, en un mundo construido para él en el que todo es falso, incluida su familia, amigos, conocidos y el resto de los viandantes, todos ellos actores pagados, la película se sobrepone a tamaño desatino proporcionando una doble lectura. En primer lugar, como agudo alegato frente a la moda del reality y su capacidad de ‘bobalización’ –en palabras de Eduardo Galeano- de la masa de audiencia a través de un montaje de falsedades y manipulaciones que pretenden venderse como muestras auténticas de la sociedad. Por otro lado, en un plano filosófico-religioso, la película hace suya la eterna cuestión calderoniana, pasada por el filtro de George Orwell, acerca de la naturaleza de la realidad y el sentido de la vida, del papel del ser humano en el universo, además de, como conclusión, la necesidad de liberarse de una idea de dios que no es más que una ilusión –el director del programa (Ed Harris), el creador de Truman, su padre virtual, el hombre que lo usa para ganarse la vida, se llama, precisamente, Christoff- que no hace sino restringir la libre búsqueda del hombre de su propia naturaleza como ser.

El dilema (The insider, Michael Mann, 1999) transcurre por derroteros similares a El síndrome de China. En este caso se trata de un antiguo directivo de una empresa tabaquera (excelente, cosa14-el-dilema rara, Russell Crowe) que posee información acerca de los aditivos cancerígenos que la compañía introduce en los cigarrillos para incrementar el efecto adictivo entre los fumadores. En su desesperación, marginado y perseguido, encuentra ayuda en el productor del prestigioso programa televisivo 60 minutos (Al Pacino), que ve en la historia un excelente tema para sus reportajes de investigación y denuncia. El productor pone en riesgo su larga carrera de periodista comprometido con la verdad cuando encuentra oposición en los directivos de la cadena. Relato de autodestrucción estupendamente dirigido y con un guion para enmarcar, aunque alude primordialmente a las contradicciones que rodean la industria del tabaco –el peligro para la salud, la permisividad de su venta, la cuantiosa recaudación de los impuestos que lo gravan, el poder económico de las grandes compañías, la manipulación del producto para generar adicción-, toca tangencialmente cuestiones como las relaciones de poder entre grandes compañías que propician el plegamiento de la libertad de opinión y expresión a los intereses económicos y comerciales, lo que deriva en el engaño y la manipulación del público.

Dos películas recogen momentos de la televisión americana que forman parte indisoluble de la historia contemporánea del país. Buenas noches y buena suerte (Good night and good luck, George 15-buenas-noches-buena-suerteClooney, 2005) narra el enfrentamiento entre el periodista de la CBS Edward R. Murrow (David Strathairn) y el senador McCarthy que puso fin a su “caza de brujas”. Breve y concisa, proyecta en el presente de su rodaje (el retroceso democrático durante la era neocon de George W. Bush y sus compinches europeos) un pasado que recrea en un angustioso y opresivo blanco y negro para reivindicar la libertad de expresión y postularse a favor de la responsabilidad de los periodistas para con la sociedad. Retórica y teatral, dicho sea como virtud, a causa de su íntegra localización en interiores y de la supremacía de unos diálogos agudos y directos no exentos de humor ácido y de largos monólogos periodísticos en clave de tesis por encima de la acción y las situaciones, Clooney plantea un editorial acerca de las relaciones entre política, televisión y empresas que abarca todas las perspectivas, desde la responsabilidad ética a la información como negocio, un triste panorama televisivo aún vigente y probablemente imperecedero. Por otro lado, el principio de El desafío: Frost contra Nixon (Frost/Nixon, Ron Howard, 2008) posee gran valor documental acerca del mundo de los informativos televisivos para desembocar después en un excelente thriller político a través de la dramatización de la serie de entrevistas reales que Richard Nixon (espléndido Frank Langella) concedió al periodista británico David Frost (Michael Sheen), hasta entonces más gacetillero bufonesco que auténtico periodista, elección personal de Nixon en la creencia de que con un profesional poco experimentado podría hacer libremente demagogia propagandística de su mandato, incluidos Vietnam y el Watergate, salir airoso y reivindicarse ante el 16-frost-contra-nixonpúblico americano. La entrevista se convierte en un pulso de inseguridades, inteligencias, personalidades, complejos y temores que eclosiona en la derrotada confesión de un títere vencido y cansado. La película es una crónica apasionante de cómo se construye desde dentro el cara a cara periodístico con un gran mandatario, aunque arrastra un defecto inherente a la obra de teatro en que se basa: entre realidad y dramatismo, Howard prefiere apostar por el efectismo, por los aspectos más emotivos y sentimentales aun a costa de la verdad histórica comprobada. Un defecto menor en la mejor –a decir verdad, única estimable- película de Ron Howard, que en 1999 dirigió otro título relacionado con la televisión, EDtv, especie de plagio de El show de Truman –desposeído, eso sí, de su riqueza intelectual- con la habitual moraleja facilona del director, en este caso, sobre los males asociados a la fama.

De esta pequeña aproximación a las relaciones entre cine y televisión se extrae que la mejor televisión es aquella que intenta aproximarse a la forma de narrar del cine, ya se trate de series de ficción, documentales o reportajes. En cambio, el mejor cine sobre televisión es el que la utiliza como metáfora para retratar la crisis de valores de una sociedad que se va por el sumidero. La motivación de esta paradoja ya nos la advirtió en su día el maestro Federico Fellini: La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural.

 

 

 

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