Miguel Labordeta, uno de los poetas que volaron

mi adolescencia con cargas de profundidad,

dejó este mundo en el 69 con 48 tacos.

Como Pessoa de Lisboa, Kafka de Praga

o Kavafis de Alejandría,

él apenas salió de Sydnik, ciudad dorada;

de la dulce rutina de sus clases al café Niké;

y sin embargo su conocimiento del dolor, del vacío

supera a cualquier neurocirujano…

 

Multiplicado en el azogue de otras vidas,

-la de sus heterónimos: Valdemar Gris, Nerón Jiménez,

Mr. Brown, Julián Martínez o Nabuco-,

este poeta periférico y olvidado,

desde el Despacho Literario de la O.P.I.

(Oficina Poética Internacional)

llevaba un registro de los ciudadanos del mundo,

con sus carnets, su correspondencia,

y su sello de la armonía universal.

 

Escribo esto para esos paletos de la ciberaldea

que se clonan con sólo mirarse,

y me vienen con hostias, precisamente a mí, un aragonizante;

que nos caracterizamos (como dice Ildefonso*)

por no ser nada o ser radicalmente universales.

 

En una calle se expresa el infinito,

en una lágrima ya se huele el mar.

 

*Ildefonso Manuel Gil, poeta y profesor aragonés.

 

 

Ángel Petisme (Del libro Buenos días, Colesterol, Sial Ediciones, 2000)

 

Original del Autor:

 


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