CLORO
Inédito.
Alguien le dijo un día que el que no llora, no mama. Desde entonces pasó su vida intentando entender qué demonios quería decir aquello. Sus padres le contaron que dejó de llorar muy pronto, a esa edad en la que el llanto comienza a tener un objetivo y un significado y no es solo ese acto reflejo que hacen los bebes por mera supervivencia para que alguien les alimente o les ayude a dormir. Así que podemos decir que a Alexia el llanto se le cortó cuando dejó de necesitar a los demás. Cuando entendió que ella era sola la que tendría que vivir en esta cosa llamada mundo. Dejó de llorar, y ni siquiera cuando murió su abuela Fefe, que la adoraba, lloró. Ni siquiera cuando Daniel le clavó la aguja de un compás en la rodilla, en clase de dibujo, que manchó de sangre su pantalón blanco de gimnasia. Ni siquiera con la primera ruptura, ni cuando comenzaron a robarnos los inviernos, ni cuando perdió su primera casa o su mejor amigo tuvo a su hija y le susurró al oído que pensaría en la pequeña cicatriz de la rodilla provocada por aquel compás en una clase de dibujo, en un mes de invierno sin invierno, en una clase donde todos los niños podían llorar.
A su madre le gustaba contárselo. Me miraste con ojos de despedirte del mundo, hija, y al volverlos abrir tu mirada había cambiado, como si de pronto fueras mayor, como si cargases con el secreto del mundo. Había en ti una fuerza nueva que no era mía, la mía se gastó de tanta teta como te di. Los pezones se me quedaron para siempre como dos soles marrones que a tu padre casi le daba apuro acariciar. Pero esa fuerza de tu mirada no era mía, hija. No sé de dónde la sacaste ni de dónde te llegó esa lujuria por la vida, a modo de campo seco, a modo de campo yermo. Porque la vida también se abre paso en los campos yermos.
Eso le contaba su madre, mientras no paraba de meter y sacar cosas de armarios y baldas. Su madre entera era una alacena, siempre conteniendo, siempre metiendo y sacando, siempre prestando y ordenando. Un almacén con provisiones para todo el invierno, ese que todavía existía en casa de sus padres. Allí dentro el tiempo no se contaba como se contaba fuera, había invierno y verano, y primavera y otoño. Allí el tiempo se contaba como la mitad porque todo se contaba más de una vez, y seguían existiendo las estaciones. Su padre también le decía que todos los niños nacen sin miedo. Pero parece que tú no vas a tenerlo nunca, hija.
Alguien le dijo también que el que te quiere, te hará llorar. Sus padres la querían a rabiar y no lloraba. La habían querido algunos hombres, y tampoco había llorado. O quizás es que no la habían querido lo bastante.
En el instituto le pusieron el mote de punzón. Era la punzón. No sabe muy bien si se debía a su parecido con un picahielos o a que alguien corrió el rumor de la historia del compás. Qué difícil deshacerte de un mote cuando todo el mundo ha decidido desde el primer momento que es perfecto para ti. Por eso Alexia nunca pone motes a la gente, sabe que no hay nada como nombrar con tu nombre para intimidar a alguien o para llevártelo a tu terreno. El mote es territorio de lo que está fuera, de lo que no importa. El mote no es territorio de perdedores, es solo territorio de lo ajeno. Es como esos pueblos de carretera cuyo nombre no recordamos. Así que no le duele ser la punzón. Es fan de Joy Division y lleva un flequillo muy espeso que no se quitará en muchos años. De hecho, lo lleva desde que es niña y le prohibió a su madre ponerle pasadores o cualquier cosa que le apartase el pelo de la cara.
No llora ni cuando se emborracha, ni cuando suspende, ni cuando saca matrícula de honor en la selectividad. No llora ni tan siquiera al irse a estudiar fuera, ni cuando regresa en verano, ni cuando va a terapia. Durante un tiempo asiste a funerales de otras personas, para intentar contagiarse de tristeza. Siente su tristeza, la experimenta, pero no es capaz de llorar, así que sigue sintiéndose una especie de farsante, como si tuviera una especie de discapacidad invisible. La sociedad es una sociedad de todo hacia afuera, donde más que ser hay que parecer. Y sin lágrimas la tristeza solo es un filtro de Instagram.
Cuando conoce a Raúl se lo cuenta. Le cuenta que dejó de llorar muy pronto, y que con el tiempo ha sido algo que ha comenzado a preocuparle. Los dos se cuentan toda su vida y pronto se dan cuenta de que les une algo muy especial. Ellos no creen en destino ni en señales, pero sí en probabilidades. La estadística puede ser más romántica que el destino y la serendipia. Raúl tiene alergia acuática y sus lágrimas le provocan una reacción muy fuerte, así que evita llorar. A Alexia esto le parece súper gracioso, y bromean acerca de una transfusión de lágrimas, con máquinas de diálisis que te pongan o te quiten lágrimas, a la carta. Pasados un par de años juntos, deciden tener un hijo y Blanca llega al mundo. Es una niña sensible y muy llorona. Desde que nace sus berridos bañan su cara y su camiseta de agua. Sigue llorando cada vez que va al médico o que tiene que ir al colegio. Sus padres siempre se ríen diciendo que Blanca llora por los dos. Blanca va al colegio, en el que como en todos los colegios del mundo corren rumores, se hacen grupos, se decide todos los días quién vive y quién muere. Blanca a veces se esconde en el baño en el que las chicas mayores fuman, solo para llorar a gusto. Escucha como hablan de su familia. La hija de la punzón es una llorona.Vaya familia de raros. El padre tiene una cosa muy rara, una alergia que dice que le produce las lágrimas. Eso le pasa por llorar, es un tío. Con una mujer tan rara yo lloraría todo el día.
Como todos los niños, Blanca quiere ser como sus padres. Si ellos no lloran, ella no llorará. Pero la vida no es tan fácil, el colegio es un zoológico lleno de animales salvajes. Los padres miran a las jaulas, tras las vallas, mientras los monos, los tigres y los delfines hacen de las suyas entre esas 4 paredes.
Unatarde de primavera, Blanca y Alexia ven juntas un documental en la televisión del salón. Es sobre la carrera espacial y contiene una entrevista en la que un astronauta estadounidense cuenta curiosidades sobre el espacio, la gravitación, y el paso del tiempo en una nave espacial. Una de las cosas que más llama la curiosidad de Alexia y de Blanca es que cuenta que en el espacio no se puede llorar. Luego explica, bueno, sí se puede llorar, pero es complicado. Sobre todo porque duele. Las lágrimas en lugar de caer, debido a la gravedad, se quedan en la cuenca del ojo formando una especie de bolitas, que casi puedes arrancar. Blanca le pregunta a su madre qué hacer si en el espacio te vienen ganas de llorar. Llorar, le dice Alexia. Pero entonces te dolerá, dice Blanca. Alexia se queda pensando. Sí, Blanca, te dolerá, pero te aliviará. Eres todavía pequeña pero te voy a explicar una cosa. En la vida sufrirás dolor físico, como cuando te duele la tripa o te caes en el patio del colegio, o cuando te desenredo el pelo por culpa de los piojos. Y otras veces, el cuerpo no te dolerá pero notarás una especie de marea, una especie de ola que te baña y te inunda. Y tendrás que verter esa ola por los ojos. Eso son las lágrimas. Y créeme, expulsar toda esa agua, dejar vacía tu piscina, esa que tienes aquí en medio del ombligo, te aliviará. Lo que duele, Blanca, es no llorar. ¿Sabes? En el agua también cuesta mucho llorar, o quizás se llora, pero las lágrimas no se ven. A diferencia del espacio, llorar no duele.Tienes que llorar y coger ese dolor como una bolita entre los dedos, arrancarla y dejar los ojos listos y con más sitio para las bolas que vendrán, para el dolor que se te meterá dentro y tendrás que sacar. Blanca asiente y Alexia sorbe una lágrima de la piel de su hija. Ha visto niños prematuros que se calman chupando la tripa de su madre. Blanca se calma así desde que nació.
Blanca hace una amiga especial en el colegio. Se llama Karina. Vive en una urbanización muy cercana a la casa en la que vive Blanca. Alexia todavía no conoce a sus padres, pero todo lo que cuenta Blanca sobre ellos le gusta un montón. Parecen una familia muy maja.
Con motivo del cumpleaños de Karina, un 9 de junio, invitan a Blanca a su casa. Vista desde lo lejos, antes de cruzar la verja, la casa parece una gran urna funeraria, todo mármol y piedra negra. Una de esas casas de las que te imaginas, ya antes de entrar, que son puro orden y control, esas casas que solo permiten el descontrol y el desorden en el jardín, en la periferia de ese contenedor sagrado. Una casa con grandes ventanales tan limpios que te hacen creer que estás en el exterior, estando dentro. Algo así como lo que te prometen los folletos vacacionales y las experiencias aquellas que estuvieron de moda. Disfrute de la sensación de la naturaleza sin moverse de su sofá. Al final, a lo mejor es lo que intentamos hacer durante toda nuestra vida. Experimentar sin arriesgar. Ay. Hemos cambiado el pienso, luego existo, por un parezco, luego existo. Alexia deja a Blanca en casa de Karina. En la cara invitación, con uno de esos papeles de alto gramaje que apenas se ven ya, solo pone que se cita a los niños a las 5 de la tarde, y que lleven bañador pues van a inaugurar la temporada de piscina. Vienen unos niños de otro colegio, amigos de su hermano, un poco más mayores. Alexia se va tranquila después de tomar un vino de cortesía, diciéndole a Blanca que a las 21:30 estará allí para recogerla. Se marcha en su coche rojo, con la música encendida, contenta por la perspectiva de una tarde de lectura y trabajo que poner al día.
A las siete y media de la tarde recibe una llamada. Ha grabado el teléfono de los padres de Karina en su móvil. Suena al otro lado del teléfono la voz ronca de Pedro, el padre de Karina. Alexia solo logra entender las palabras accidente y piscina. Lo demás es una nube roja y un zumbido que no sabe de dónde viene, si es su sangre acumulándose en el cerebro o el eco de una sirena. Solo recuerda entrar al coche como una autómata y el puñetero zumbido. Cuando llega a la casa los servicios de emergencias ya han sacado de la piscina el cuerpo de su hija, un bañador azul a juego con su piel y una maraña de pelo rubio. Después hay gritos, silencios, lágrimas. Los gritos y las lágrimas provienen de los otros. Alexia solo enmudece y después pregunta. Pregunta y quiere saber con la misma fuerza que convirtió los pezones y las areolas de su madre en dos grandes manchas marrones. Ahora todo es una gran mancha azul, y su cuerpo está más cerca de nunca de ser un campo seco y quemado por el sol.
Pedro y Ana le explican que estaban en el porche, preparando la tarta, cuando han escuchado gritos procedentes de la piscina. No es una piscina en la que cubra especialmente y todos los niños saben nadar. Los niños mayores tienen unos 12 años y los pequeños 10. Uno de los niños dice que Blanca estaba jugando a bucear, pero lo cierto es que otro de los niños dice que estaban jugando a tirarse desde el trampolín.
En la casa-contenedor-urna queda una piscina, silencio y una niña que no será mujer. En el coche rojo una mujer que en esos momentos querría ser niña, y que sigue a la ambulancia hasta el hospital. Un Raúl demudado se arrastra hasta el pasillo de la sala de autopsias. Los médicos solo pueden decirles que la niña se ha ahogado, que no hay traumatismos evidentes. Alexia y Raúl entierran a su hija. Alexia no llora y Raúl se desangra. Llora tanto que la reacción alérgica es descomunal. La piel se le cae a tiras.
Pasadas unas semanas Alexia le pide a Ana, la madre de Karina, las fotografías y los vídeos de ese último día de cumpleaños. Mirándolas detenidamente en su casa se da cuenta de algo que se le pasó por alto el día que dejó a Blanca con vida y recogió una niña azul cobalto. Hay una fotografía tomada desde el bordillo, de todos los niños jugando. Se ve claramente el fondo de la piscina, con unas estrellas de colores brillantes, pegadas en el suelo. Desde el ángulo en el que estaba antes, y con la luz de junio ya desvaneciéndose, no se ha dado cuenta.
En el espacio se puede llorar, pero duele. Deja que el agua salga, deja que te bañe. Siente la pena como una ola. El dolor es bueno. Recoge ese dolor. Durante días la sensación le martillea como el zumbido que se ha quedado con ella desde esa tarde. Al final se lo dice a Raúl. Le cuenta sobre el documental que vieron, sobre el astronauta y sobre la conversación que tuvo con Blanca. Raúl grita. Cómo es posible que estés tan loca para decirle que el dolor es bueno. Cómo le dices que el dolor puede cogerse y arrancarse de los ojos como algo sólido que sacarse de uno. Cómo es posible que no te des cuenta de que lo único que ella quiere es ser como tú.
Alexia siente que se queda sola con esa sequedad que se le ha metido dentro. Raúl le pide disculpas, ambos lo hacen, pero los dos sienten que algo sagrado se ha roto entre los dos. La culpa es algo que los va minando por dentro. Culpa por no haber estado en ese cumpleaños, al que la invitaron a quedarse. Culpa por no haber salido antes del trabajo, y acudir al cumpleaños al que lo invitaron a pasarse. Culpa por alimentar fantasías. Culpa por haber visto ese documental. Culpa por no haberlo visto junto a ellas. Culpa por no llorar. Culpa por llorar. Culpa por haber tenido un hijo. Culpa por conocerse. La culpa es algo que se extiende como un virus replicante, colonizándolo todo.
Dos años después, se separan. No han escapado de ese fatídico pronóstico que augura que un 70% de las parejas que pierden un hijo se divorcian. Raúl se queda en la casa familiar, y Alexia se busca un piso pequeño, sin habitaciones de invitados.
Un día, instalada ya en la casa nueva, ve que una galería expone la muestra fotográfica de Rose-Lynn-Fisher:La topografía de las lágrimas. Lee cómo la fotógrafa ha recogido muestras de diferentes tipos de lágrimas y ha examinado la manera en la que cristalizan, formando “paisajes”, y demostrando que son distintas bajo el microscopio según lo que las desencadene. Que las lágrimas de dolor son diferentes a las de la emoción, la alegría o a las que vertemos al cortar una cebolla.
El domingo por la mañana se acerca a la galería para ver la exposición. Va deteniéndose en todas las fotografías de la muestra. Después de verlas todas vuelve a una en concreto. Son las lágrimas del dolor, y se da cuenta de que su topografía es la que más espacios en blanco contiene. Quizás el dolor, el puro y genuino dolor sea eso, piensa. Espacios en blanco, gente que nos falta, familias deconstruidas, asientos vacíos, nombres que se atraviesan en la garganta y no te atreves a pronunciar. Piscinas con estrellas y niñas que no volverán a bañarse en ellas. Un cuerpo al que le han sacado los órganos. Quizás todo se reduce a la ausencia, a no poder abrazar, ni decir, ni mirar. Quizás la ausencia es no reconocerse. Su padre siempre decía que todos los niños nacen sin miedo. Busca con sus ojos la siguiente fotografía, la de la alegría, pero toda la galería se ha convertido en una neblina que le impide enfocar la mirada.
PLAGAS
Publicado en Polar. Pregunta. 2016
La primera de las plagas llegó en mitad de julio. Muchas familias tuvieron que regresar de las vacaciones, las mujeres sufrían hemorragias que nada parecía poder detener. Los hospitales se colapsaron. Algunos medios de comunicación, los que eran conservadores, lo interpretaron como un castigo a la bajada de la natalidad. Sangre derramada, con sangre se paga. Aquello se alargó durante dos semanas, dos semanas en las que en los hospitales trabajaron a contrarreloj y la solidaridad no se hizo esperar. Fueron muchos los que donaron sangre. En la calle algunos grupos se manifestaron defendiendo que aquella sangre derramada era un signo de los tiempos. Una política asfixiante que poco a poco estaba desangrando el país. Algunas mujeres quedaron muy debilitadas.
La segunda de las plagas, la de las luciérnagas, llegó a continuación, sin dar tregua. Al principio casi se tomó por los ciudadanos como algo gracioso, bello, nostálgico. Pero cuando las luciérnagas comenzaron a venir por millones, emitiendo un resplandor insoportable durante las noches, obligando a la gente a bajar todas las persianas, a dormir con el aire acondicionado en pleno agosto, porque el calor era sofocante, comenzaron las manifestaciones para que se fumigase el país a nivel masivo. Durante unos días fue habitual ver por las calles a los equipos fumigando, a los ciudadanos con mascarillas. Los cadáveres de las luciérnagas que ya no alumbrarían se incineraron. De nuevo algunos grupos se manifestaron, gritando a los cuatro vientos que el país tenía una gran necesidad de ver, y que las luciérnagas sólo habían llegado hasta nosotros para recordarlo.
Al final del verano, comenzaron a arder de manera incontrolada los bosques. Durante semanas se intentó luchar contra el fuego. Extinguirlo se llevó la vida de muchos hombres. Los expertos llegaron a la increíble conclusión de que se trataba de un fenómeno de combustión espontánea. Los defensores de la bajada de natalidad se echaron de nuevo a las calles a gritar que el planeta se auto incineraba, en un grito por cómo lo estábamos sobreexplotando. Los políticos aprovecharon las circunstancias para crear grandes planes de reconstrucción de las zonas afectadas, que consistían en cemento y más cemento. “Sabemos que a diferencia de un árbol, el cemento siempre va a estar ahí. El cemento es vida”.
Después llegaron los accidentes de avión. Los aviones se caían sin más. Pronto se cerraron los aeropuertos y se prohibieron los vuelos mientras los técnicos investigaban, en estado de emergencia nacional. Con todas las cajas negras que se encontraron, se emitió un informe final en el que la versión más probable, a pesar de lo descabellada que sonaba, era que los aviones, uno por uno, habían dejado de funcionar en el espacio aéreo. Los motores se paralizaban. De nuevo los grupos se lanzaron a las calles, a exigir un cambio en la manera de relacionarnos con el mundo. Ya no era la tierra, ahora era el cielo, la última esperanza de los creyentes, el que nos expulsaba.
Después, llegaron los Cíclopes. Comenzaron a nacer, de manera inexplicable, niños con un solo ojo en la frente. Algunos padres, incapaces de enfrentarse a aquello que les producía un escalofrío, los abandonaron. Otros, los ahogaron en la bañera. Los más valientes, lucharon por ellos. Surgió un debate ético acerca de la humanidad. Algunos grupos gritaron que la verdadera deshumanización era la de condenar lo distinto, no el hecho de ser diferente. Hubo gravísimos enfrentamientos, condenas para los padres asesinos, robos de niños. Los que sobrevivieron, fueron señalados como los bendecidos.
Y pasó que no pasó nada. Que los niños cíclopes crecieron, y no pasó nada. Que como algunos habían vaticinado, no eran los elegidos para salvar a la población y al mundo. Ni siquiera veían más que los demás. Ni más lejos, ni más alto. Ni siquiera, como los cíclopes de la mitología, iban a construir nada digno de pasar a la historia. Y con los héroes caídos llegó el insomnio, y con la falta de sueño, dejamos de soñar.
Ese fue nuestro fin. No fue la sangre, ni la luz, ni lo que arde, ni lo que se arroja desde el cielo, ni lo que nos es desconocido. Lo que acabó con nosotros fue no tener dónde exiliarnos.
Laura Bordonaba (Zaragoza, 1976). Es licenciada en Documentación. Trabaja en la Biblioteca Universitaria de Zaragoza. Ha ganado diversos premios literarios en Aragón, entre ellos el Primer Premio en el XIII Concurso de Literatura Joven en 2006, organizado por el Instituto Aragonés de la Juventud. Colaboró entre 2012 y 2014 en la revista literaria Granite &Rainbow. Ha publicado los libros de relatos Sobreexposición (Pregunta, 2014) y Polar (Pregunta, 2016) y textos suyos se han incluido en las antologías Los Borbones en pelota (Olifante, 2015), Hablarán de nosotras (Los libros del gato negro, 2016), La mística (Olifante, 2016), Enjambre (Comuniter, 2018) y Mujeres a la orilla del Ebro (Apache Libros, 2019). Ha impartido talleres de literatura y desde diciembre de 2018 a diciembre de 2019 colaboró como columnista de opinión en el medio Cierzo Digital.
Imagen de la piscina: “1959- case study house #22 – Pierre Koening – Architect” by x-ray delta one is licensed under CC BY-NC-SA 2.0