COLORES DESUNIDOS, Adolfo Burriel

Por Manuel M. Forega

Cualquier propuesta crítica sobre un texto es el resultado de su lectura. Enuncio esta perogrullesca afirmación por dos razones: una, porque no siempre resulta ser así, pues más de una vez nos hemos encontrado con redacciones críticas sobre un libro que nada decían del libro. Hay gente atrevida por ahí que elabora plantillas exegéticas capaces de adaptarse a un género o incluso a varios y las aplican a cualquier variante, lo mismo a un roto que a un descosido. Quizá esto se deba a que la poesía escrita durante los últimos veinte años en España no necesite de más, siendo así de famélica en su diversidad y adornándose de reiteraciones hasta caer en el abismo de la analogía, indistinta, pero brutalmente mediática. Hoy casi da lo mismo leer a Perico de los Palotes que a Pero Grullo.

La segunda razón que pretende avalar mi enunciado es la convicción de que la crítica literaria hace ya unos años que ha perdido casi todo su prestigio; se encuentra anudada, hecha un bucle en torno a un mástil donde se despliega viento en popa la vela de la mediación y de las imposiciones de los grupos de intereses. Los textos se hacinan en el tinelo donde se cuecen y da lo mismo sacar un pliego que otro: todos tienen el mismo corte y confección aunque su rúbrica sea diferente.

Yo me precio (y pido que me permitáis arrogármelo) de haber leído los poemas de Adolfo Burriel. De haberlos leído con el ánimo bien dispuesto a la contestación, como no sólo corresponde a la lectura, sino -y particularmente- a la lectura de poesía. Y me llama primero la atención esa cita portical de Juan Larrea, tomada de su poema “Diente por diente” y que parece jugar al despiste, porque Larrea, que, con su “Finisterre”, se adelantó un lustro a André Breton, no parece ser el modelo de Adolfo Burriel; no en este libro. Verdad es que en Colores desunidos hay fuego, pájaros y lágrimas, tres sustantivos que Juan Larrea cita en secuencias sintagmáticas consecutivas en ese poema recordatorio de la Ley del Talión; pero es también verdad que los versos de Adolfo se fugan del cierto misticismo oscuro de aquel Larrea marginal y afrancesado, un poeta epifánico para muchos de sus compañeros de generación, pero al que ninguno, salvo acaso Gerardo Diego, quiso dar la mano en público. Se me van los ojos en seguida hacia otra cita, esta vez de Eliot, perteneciente al  poema “El entierro de los muertos” incluido en su célebre Tierra baldía. Eliot componía sus poemas trazando líneas, aplicaba un raro sortilegio matemático a la palabra, tal vez tratando, como Pound, de polarizar todos los tiempos en uno a través de alguna intuitiva y azarosa ecuación. Pero ese imposible elotiano tampoco está en Colores desunidos. El tiempo no pasa; pasamos nosotros por él, como advirtió Octavio Paz, y en esa dimensión dada que es el tiempo einsteniano sí que podemos encontrar un camino hacia la revelación. Quizá es lo que ambas citas tienen de verdad: que apresar el tiempo sólo es posible mediante su relativización y que para ello es necesaria una epifanía verbal. En esta tesitura, recomendaba Georges Bataille “alcanzar el extremo de lo posible” para no abismarse en una espiral de neurosis. Y en esto sí coincidían tanto Larrea como Eliot; los dos admiraban al Bataille de la plena irracionalidad simbólica. Adolfo Burriel, también. No lo sé amante de Bataille, pero lo encuentro adherido a esa propuesta capaz de adentrarse en la senda de lo posible, de su extremo.

Colores desunidos me parece a mí un libro empeñado en eso, en realizar un ejercicio extremo: un espagard en el que los extremos se separan para dejar en el centro la certeza de que es en ese punto, el del tiempo presente, donde se ejerce la máxima tensión. Y tensión es lo que muestra el primer poema; una tensión dramática que el poeta sintetiza magníficamente. Asistimos en él a un resumen del Génesis bíblico sin que, por otra parte, se le cite expresamente. Esta visión de la historia propone una lectura personalísima aunque inequívocamente dramática. Todo drama que se precie ha de tener, por tanto y como Adolfo demuestra en este poema, el grado de tensión necesario para no desleírlo en la descripción de la mera anécdota. La certeza de que todo sigue igual es asunto viejo. Shakespeare en su célebre soneto CXXIII y Ungaretti en el no menos conocido poema “Despertares” ahondaron en este asunto, en el carácter ilusorio del futuro en comparación con la sólida realidad de las formas presentes. Todo se repite, eso sí, cuando la consciencia del tiempo sitúa al poeta en la posición de un observador reflexivo. Pero el asunto es tan viejo que ya está en el Eclesiastés (1, 9-10): “Ya se ha visto todo y todo se ha contado, se dice ahí; los anales del tiempo mienten”. Y Adolfo Burriel ha alcanzado una parecida conciencia cuando dice: “La historia comienza con el fuego / sigue en el paraíso / conoce algo más tarde la desgracia / del ángel…, y concluye: “La historia que comienza con el fuego / acaba ciegamente / donde compiten / el crimen y la aurora. // Es decir, que nada ha cambiado tampoco en la historia de la dramática humana. Claro que este final de la historia es, en el texto, puramente retórico. Concluye en el presente, pero se repetirá en el futuro.

Este tipo de discursos suelen pesar en la atención y en los párpados, así que despreocupáos porque sólo me detendré en algún otro poema más para destacar este aspecto para mí esencial de Colores desunidos. Otras lecturas son, por supuesto, posibles, e invito a los lectores a que se adentren en su seductor bosque simbólico y se detengan en sus aves, en sus aguas, en su policromía, en sus plantas…; o, si lo prefieren, que adviertan el uso cabal de la preceptiva literaria, su ritmo ponderado y fluido, sus imágenes, metáforas, sinécdoques, símiles, zeugmas, elipsis, perífrasis, etc., todo un muestrario que caracteriza a este libro como prueba acabada del carácter que Paul Valéry exigía para el lenguaje poético. Pongamos un ejemplo: el poema breve de la página 39 que comienza con unos puntos suspensivos. La segunda estrofa bimembre dice: “En qué aldea del aire las arañas / hilan la nada duradera.//” En esta interrogativa indirecta aparecen varios tropos reunidos: “la nada duradera” como metáfora, pero también como perífrasis y como elipsis de la muerte; la formal verbal “hilan” como metáfora del paso del tiempo; y antes el sintagma preposicional del primer verso, que propone una discriminación semántica para fundar un topónimo de lo arcano, de lo ignoto: “En qué aldea del aire”.

Pero a lo que íbamos (como le gustaba señalar a Ortega y también a Gasset): en la página 105 está inscrito el poema “En tu vientre de patria”, también significativo. Colores desunidos es un libro profuso en referencias a la naturaleza; es ésta una característica que lo perfila, perfil tal vez debido al impulso vital que lo segrega como razón imperativa para volver los ojos a una naturaleza exigida asimismo por la fisiología. Al fin y al cabo, el cerebro (también el del poeta, por si a alguien le cupiera alguna duda) es un mecanismo inventado por la naturaleza “para canalizar –dice Henri Bergson en La percepción del cambio– nuestra atención hacia el futuro, para librarle del pasado…, de esa parte de nuestra historia que ha dejado de interesar a nuestra acción presente”. Lo que ocurre con este poema, sin embargo, es que “alcanzar el extremo de lo posible” significa aquí presionar a la memoria para que, mejor que recordar, no olvide algunas formas de recuerdos, alguna forma de simplificación de una experiencia anterior destinada a completar la experiencia del momento. Y el momento de este poema es la bastardía de un período histórico de nuestro pasado reciente, oscuro, cruento y hasta cierto punto ilógico que dejó a nuestro país en tanganillas durante demasiados años. Adolfo Burriel ha encontrado para su poesía ese momento inolvidable, inolvidable en su sentido histórico, no en el figurado. Un pasado como ése lo ha considerado Adolfo un pasado localizable. Sin embargo, trasladado a un discurso verbal, se presenta como distinto al fenómeno de la lengua, la cual constituye un pasado en general de los actos de la palabra, un antes no datable de todos los precisos e irrepetibles enunciados. Resolver esta inaprehensión del tiempo es posible a través de la escritura; o, lo que es lo mismo, determinar en el acto del poema lo que fue discurso potencial. Reúne además este texto dos de las perspectivas susceptibles de ser interpretadas: la de un pasado interior que configura el recuerdo subjetivo del poeta y la de un pasado exterior objetivado por los hechos.

Un ejemplo de ensayo unificador de pasado y presente es el poema que comienza “¿Qué será de nosotros?”, en la página 97. Se trata de un texto que une el acontecimiento diacrónico de la caída del imperio romano con la evidencia sincrónica de un contexto coetáneo equiparable. El nexo es un falso comparativo cifrado en un “Y ahora”. La posición formal de Adolfo no tiene ningún misterio ni lo persigue, pero querría destacar cómo el plano ontológico o, lo que es lo mismo, lo que atañe comúnmente al ser sensible, al ser empírico, su superpone al plano antropomórfico pese a proponer a la historia –y ejecutarla- una interpelación narrativa y descriptiva.

Por fin –y con esto acabo- el poema de la página 79 empieza así: “Qué soledad no encuentra sus puñales”.  Aquí, el desquiciamiento de una experiencia tal vez continuada y que se repite en el tiempo, de tal manera que resulta imposible su desarraigo, impide en cierto modo dar sentido al presente y adecuarlo convenientemente en un futuro. ¿Qué puede hacer el poeta entonces frente a su desasosiego como hombre? A mi juicio, sólo le queda la opción que Adolfo Burriel escoge: asumir la variada y pesada tarea de mantener la memoria como factor indisoluble de la identidad personal. Algo de esto ha dicho Remo Bodei refiriéndose hoy al mayor esfuerzo de los individuos por colocarse en el horizonte temporal de sociedades en rápida evolución.

En todo caso, tampoco Eliot, ni Pound, ni Propercio (el de Asís), que fue el primero en proponérselo, resolvieron la armonización de los tres planos del tiempo en uno. Quizá porque jamás, como hombres, aceptaron un hecho que si reveló Petrarca para su resolución: en el momento del encuentro con lo eterno; in hora mortis nostrae, atestigua el toscano en Trionfo dell’eternià. El momento de nuestra muerte, en efecto, que constituye una certeza impresa en nuestro código genético: nació con nosotros, constatamos su presencia en cada instante presente y no dejamos de proyectarla hacia el futuro. Sin embargo, todos esos momentos se reúnen y concluyen en el momento de la desaparición.

Si la última poesía reiterativa y analógica que citaba al principio no ha hecho ascos a un imperativo que podía perfectamente soslayar: la impertinente fragmentación, por ejemplo; la hibridación genérica o los catálogos y catálogos de anecdotarios varios,  Adolfo Burriel sí lo ha hecho. Ha escapado cada vez al arrastre de esas corriente estilísticas, algunas de ellas completamente huecas, y percute con sus palabras en un revólver para acabar, al revolver la esquina, con la fiera del huerismo.

Me refiero a que Alfredo Burriel se inscribe abiertamente en la tradición poética dada a un  arrastre instintivo que define a su contrario como el “razonador” y lo sitúa frente a una sintaxis de los sentidos, frente a una ineludible semántica del corazón para dejar bien clara la apuesta nietzscheana por construir un debate que supere las losas pesadísimas del pragmatismo. Poemas como “El mar posee todo”, que todavía apuesta por una visión panteísta y privada de las emociones; u otros como “La navaja atraviesa” y “Aquella luz que te olvidara”, circunscritos referencialmente a palmarias manifestaciones de otras artes (asunto, por otro lado, muy querido de Adolfo Burriel), representan pruebas concluyentes de una propuesta poética afortunadamente alejada de los cánticos de las postmodernas Parténopes. Colores desunidos nos sugiere un debate que acuda a discutir de las emociones, incluso aunque éstas resulten determinantes para la diacronía del poeta; nos invita a comprometernos con la incrustación de la diversidad de observaciones frente a la monotemática del discurso pragmático empeñado en la aniquilación de la poesía, de la literatura, como referencia humanista, hipótesis que avanzó hace ya unos cuantos años el narrador mejicano Carlos Fuentes. Este modelo literario debe no sólo convivir, sino competir abiertamente con el pragmatismo, por eso necesitamos poetas como Adolfo Burriel.

M. Martínez Forega


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