La gaceta de los socios 22Compás Polonés

Bajo un cielo plomizo, en el aeropuerto de Varsovia, hacía frío, aunque eran las cinco de la tarde, a pesar de encontrarnos ya en Semana Santa. Tres docenas de personas formaban nuestro grupo. Tras cumplimentar los trámites burocráticos y recoger nuestros equipajes, nos reunimos al amparo del guía. No conocía a nadie, ni siquiera de vista, y con ninguno entablé conversación, pero no tuve reparo en observar de soslayo a alguno de los turistas. Casi todos eran personas entre 50 y 60 años, la mayor parte formando parejas. Solamente unos poco viajábamos solos. A primera vista, siempre hay alguien que llama tu atención. No es de extrañar que la  pareja de jóvenes destacara  entre los mayores. Ellos fueron los primeros que fijé en mi retina. Pensé, erróneamente, que se trataba de unos recién casados. Más tarde sabría que eran novios. Luego estaba aquel muchacho joven, acompañado de una señora que supuse, acertadamente en esta ocasión, que se trataba de su madre.

El lujoso hotel Westin, con sus más de 360 habitaciones,  parecía aguardarnos. Me sorprendió el luminoso hall, con su moderno diseño en acero, madera y mármol y  los ascensores, que acoplados al costado del edificiodentro de un enorme tubo de cristal, recorrían sus veinte plantas en un instante .Una hora más tarde estábamos listos para la cena en uno de sus elegantes comedores, ocupado por muy pocas personas aparte de nosotros.  Todo el mundo parecía acomodarse rápidamente y a su gusto. Yo  acababa de sentarme a una mesa,presagiando un solitarioyantar, cuando escuché una voz:

-¿Le importa que nos sentemos con usted?

Había preguntado la mujer, acompañante del joven, en la que me había fijado en el aeropuerto. A su lado se hallaba el muchacho.

-Claro que no. Será un placer.

Mientras se acomodaban, aproveché esos instantes de silencio previos al inicio de una conversación entre personas desconocidas, para estudiar brevemente sus rasgos físicos más destacables,  que no me desvelaron nada extraordinario.  La mujer debía tener alrededor de 50 años ; era alta, de manos grandes y huesudas.  Su cabello castaño resultaba poco atractivo por estar entremezclado con abundancia de canas. Sus ojos negros,  aunque con escaso brillo,  miraban profundamente. El muchacho no pasaría de los 20 y tenía una altura similar a la mía. No supe vaticinar en aquel momento lo que más tarde conocería.  Habiendo tomado posesión de nuestra  mesa, levanté la vista y vi cómo un buen número de personas  se habían acercado a los mostradores para abastecerse de alimentos.

-Tendremos que ir a servirnos  -propuse.

Fue una frase obvia y simple que no merecía respuesta, aunque la hubo, tan elemental como la mía.

-Sí-dijo la mujer- . Es lo mejor que podemos hacer, ¿verdad?

Durante la cena no nos cruzamos preguntas capciosas, ni parecimos interesados en conocer secretos los unos acerca de los otros. Nos limitamos a hablar de cosas de tan escasa trascendencia, en las que, como suele suceder entre personas  civilizadas, los tres estábamos de acuerdo. Cenamos frugalmente y nos despedimos hasta el siguiente día.

El parque Lazienki parecía más pequeño de lo que en realidad era. Los árboles y arbustos permanecían encogidos, aunque sus yemas comenzaban a desperezarse tras los rigores del invierno, si bien aún tardarían varios días en comenzar a lucir sus hojas y flores. La voz del guía, hablando buen español, sonaba ácida y monótona, perfectamente acoplada al ambiente, explicando con todo detalle hechos y datos aprendidos de memoria. Eran las once,  hora precisa pero temprana para andar por allí.Hacía frío junto al singular monumento a Chopin. El compositor parecía inspirarse a la sombra del extraño árbol que le cobijaba. Durante un instante sentí profundamente la añoranza de su música romántica, que había sido mi preferidadurante mi juventud; recordé alguno de sus valses, y tarareé de forma imperceptible para los demás, unos compases de la Barcarola, que de oído y usando únicamente la mano derecha, había aprendido, a duras penas, trasladar al piano.Luego, preparando mi cámara, la disparévarias veces desde distintos ángulos. Me di cuenta entonces de que la pareja de jóvenes novios se hallaba muy próxima a mí. La voz de la muchacha me cogió desprevenido y casi me sobresaltó.

-¿Podría hacernos una foto? –me preguntó.

-Desde luego; será un placer.

-Es una cámara automática. No tiene mas que disparar-aclaró pasándomela.

A través del visor, con Chopin de fondo, tan juntos y sonrientes me parecieron el ejemplo perfecto de dos envidiables enamorados. Después de sacar la fotografía, devolví la cámara a la muchacha. Me fijé en sus ojos azules y en su graciosa nariz algo respingona. No pude llegar a otras conclusiones respecto al resto de su cuerpo por ir vestida con un amplio anorak que ocultaba una buena parte de él. Se habían alejado dos pasos cuando dije:

-Por favor…

Se volvieron a un tiempo, sin esperar seguramente la demanda que iba a solicitarles.

-¿Quieren hacerme una a mí?

-Claro -afirmaron ambos  sonriendo.

Estaba pasándole la cámara a él, cuando dijo:

-Mejor que la saque ella. Es más hábil y enfoca mejor que yo.

Me esforcé por posar relajado, pero no lo conseguí. En todas las fotos suelo salir aparentando lo que en realidad no soy.

Seguía haciendo frío en el Palacio sobre la Isla, en Belvedere, en el monumento a Jòsef Pilsudski y en toda Varsovia.  En el autobús de vuelta al hotel pensé en un detalle de escasa importancia: aún no conocía el nombre de ninguno de mis compañeros de viaje, ni ellos conocían el mío.

La destrucción de Varsovia durante la II Guerra Mundial fue casi absoluta. Una gran parte se ha reconstruido, pero aún faltan cosas por hacer. A pesar de que han transcurrido dos generaciones, todos conocen el sufrimiento infligido al pueblo polaco. Por este motivo, en la ciudad abundan los monumentos  recordando las atrocidades. Nuestro guía hacía continuas referencias a la guerra, con tanto ardor como si la hubiera vivido. Los polacos son decarácter triste. Andan con una especie de melancolía a cuestas, sobrellevada con una impresionante dignidad. Actualmente se quejan de sus gobiernos de turno, mientras tratan de salir a flote con su moneda devaluada frente a nuestro poderoso euro. En las tiendas y comercios, carentes de lujo, muchos de los artículos expuestos, como la ropa, son inalcanzables para ellos debido a su alto precio. Para nuestro concepto de trapicheo, son malos vendedores. Es tal su respeto, que no abren la boca mientras inspeccionas sus productos, a no ser que les hagas alguna pregunta.

Uno de los problemas que encuentro en los viajes es que debo moverme a una velocidad mayor de la deseada. Nuestro destino del día era Cracovia, con una primera parada  para  visitar el monasterio de Jasna Góra,  en Czestochowa, el más importante centro de culto católico del país, donde se venera la imagen de la Virgen Negra.  Como turistas, tuvimos la oportunidad de aproximarnos, a través de la sacristía,  a tres metros de la imagen, pintada sobre tabla a modo de icono. La iglesia rebosaba de fieles.

En el exterior el sol brillaba tímidamente. La temperatura era agradable, lo cual achaqué a que nos estábamos moviendo hacia el sur del país y a que, según mi reloj, que acababa de consultar, era mediodía.Al ver moverse mi grupo, pensé que  solamente con dos de sus miembros había conversado, y no profusamente, por lo que quedaban en él más de treinta personas a las que no había dirigido la palabra. Reconocía que mi falta de  deseo de comunicación, era algo casi patológico; significaba, desde luego,  una incapacidad por mi parte. Si se tratara de ignorancia, timidez, altivez o estupidez, no me preocuparía, pues todo ello puede llegar a superarse. Pero aquella enfermiza inadaptación mía al medio, era digna de ser tenida en cuenta. Ciertamente, la garrulería de algunos me resultaba  ridículae insoportable, pero por lo general, una vez roto el hielo, yo era capaz  de hablar de manera natural con la mayoría sobre cualquier cosa, como todo el mundo. Las caras ya me iban sonando. Únicamente tenía que unirme a uno cualquiera de los pequeños grupos  que se formaban,  o dirigirme con alguna frase hecha al matrimonio que caminaba a mi  par. No hizo falta.

-Buenos días-me saludó él-. Ella sonrió.

-Buenos días -contesté  devolviendo la sonrisa

-Qué fervor el de esta gente, ¿verdad?  -señaló la mujer.

-Es cierto, resulta impresionante-respondí.

Fueron pocas palabras, pero las suficientes para hacerme sentir mejor.  Una hora más tarde almorzábamos en un restaurante a las afueras de la ciudad.

Cuando llegamos a los campos de Auschwitz  el tiempo  había cambiado y amenazaba lluvia. Otro guía local tomó el relevo.  De los dos campos de exterminio próximos uno del otro, Auschwitz I y Auschwitz II,  el primero es el más pequeño, aunque es en él donde se conservan, en lo que constituye ahora un gran museo, las evidencias más trágicas del exterminio judío.  Encima de su entrada principal hay una gran inscripción en la que se lee  el primer engaño: “ARBEIT MACHT FREIT”  (EL TRABAJO TE HACE LIBRE).Algunos se preguntaban el motivo por el cuál  todo aquello se expone. Una frase del filósofo de origen español Jorge Ruiz de Santayana, lo explica contundentemente a la entrada de la primera sala en una sentencia sobre fondo negro: El que no recuerda la historia se verá obligado a vivirla de nuevo.  Los restos de pertenencias humanas se muestran patéticamente en enormes vitrinas: metros cúbicos de cabello humano, centenares de viejas maletas de varios tamaños, docenas de pares de zapatos de hombres, mujeres y niños, prótesis de todo tipo,  gafas graduadas  y muchos más objetos, todo decrépito, como sus desventurados dueños a los que fue arrebatado sin compasión. En otro lugar, no lejos de allí, se halla una de las cámaras donde los prisioneros eran metidos en tropel y gaseados hasta la muerte, bajo la excusa de que iban a las duchas. Puedes tocar las paredes y ver las aberturas en el techo por donde el gas letal se introducía. Accedes a los contiguos hornos crematorios de ladrillos refractarios, pisas las vías sobre las que las vagonetas cargadas de muertos se deslizaban, y porque lo ves y lo palpas, y porque sientes un tremendo escalofrío que  te recorre la espina dorsal, sabes que estás despierto y no sufriendo un mal sueño.

Aquellas instalaciones eran insuficientes para acabar con la vida de los miles de infelices que llegaban de todas partes de Europa  y proceder a su posterior cremación, por lo que a tres kilómetros de allí se construyó  Auschwitz II. Poco queda en pie, excepto parte de las alambradas y un par de docenas de barracones de madera. Desde lo que parece fue una torre de vigilancia puede apreciarse la inmensa llanura que configuró el  nuevo campo,  levantado sobre un humedal. Pero se iba haciendo tarde y teníamos que llegar a Cracovia para cenar y alojarnos en el Holiday Inn.

Fui uno de los primeros del grupo en bajar de la habitación. Busqué el restaurante y al hallarlo casi vacío, decidí  sentarme en el hall y esperar.  Enseguida vi caras conocidas  pasando frente a mí. Me levante y les seguí. Ninguna de las mesas estaba totalmente vacía.  A la que me acerqué,  una mujer estaba apunto de sentarse. Antes de que llegara a tomar una decisión sobre si quedarme o buscar otro lugar,ella habló:

-Puede quedarse aquí si quiere. Somos tres pero sobra sitio.

-Si no le importa…-dije balbuceante.

-Claro que no. Seremos cuatro y aún sobrará sitio-recalcó. Me he adelantado para coger mesa. A mi no me importa, pero a Adela y a María  no les gustan los rincones.

Al principio no la reconocí, pero ahora comenzaba a relacionarlas. Se trataba, sin duda, de aquellas tres mujeres parlanchinas, hablando siempre en tono alto, carentes de estilo, que reían a mandíbula batiente ante cualquier insipidez. La sola idea de pensar que tendría  que soportarlas durante toda la cena me aturdía. Sin embargo, no podía levantarme e  irme. ¿Por qué? ¿Bajo qué pretexto?

Cuando las otras dos llegaron,mi nueva  “amiga”, que resultó llamarse Consuelo,  se apresuró a decir:

-Tenemos compañía masculina.

-Muy bien –dijo María mientras me miraba, al igual que Adela, con más curiosidad que complacencia.

Y sin más comentarios partimos todos  en busca de nuestra respectivas viandas. En cuanto regresamos a la mesa, comenzó el temido interrogatorio iniciado por Consuelo.

-Usted viaja solo ¿verdad? No lo digo por nada, es que se ve, claro. Desde el primer momento se lo dije a éstas ¿verdad? Aquel señor de la barba va solo.

-Sí, sí, es verdad-aseguró María-. No le dimos importancia,  pero nos dimos cuenta.

-Como dicen por ahí  “más vale ir solo que mal acompañado”-postuló Adela.

No sé qué encontraron gracioso en el refrán  de la mujer, pero las tres arrancaron a reír de la insípida manera que solían hacer.Para mi fortuna, debieron imaginar que mi vida carecía de los ingredientes necesarios para condimentar su comadreo, por lo que dedicaron la mayor parte del tiempo a dialogar entre ellas, comentando  los pormenores del viaje de manera subjetiva.

Miré a mi alrededor y comprobé que la mayor parte de mis compañeros gozaban de excelente apetito, pues muchos iban a los mostradores varias veces, tornando con los platos llenos hasta el borde. Me fijé en el  matrimonio que me había saludado en el santuario, que compartía mesa con la madre y su  joven hijo.Mirándoles estaba,cuando Consuelo, quien a su vez debía estar observándome,  se volvió hacia mí y dijo:

-¡Pobre chico!

-¿Pobre? ¿Le sucede algo? –pregunté.

-¿Es que no lo sabe usted?  Enrique está muy enfermo. Inés, su madre, nos lo contó todo ayer aprovechando que él no estaba en ese momento. Es algo en los nervios que va degenerando y puedes llegar a morir.  No me acuerdo qué nombre dijo su madre que tenía esa enfermedad.

Creo que no fui un buen compañero de mesa para las tres mujeres, ni ellas para mí. Al término de la cena nos levantamos,  despidiéndonos con un simple “hasta luego”.

Para muchos, Cracovia, antigua capital de Polonia, es la ciudad más bella del país. Los cracovianos presumen de que su Plaza del Mercado es una de las mayores de Europa. En ella se encuentran muchos lugares de interés, como La Lonja de los Paños,  formada por numerosas tiendas que ofrecen a los turistas todo tipo de artículos yla iglesia de Santa María, verdadera joya gótica. Pero es hacia el sur,  junto al Vístula, donde se halla la colina de Wawel, lugar predilecto  de los polacos, con  su  castillo real renacentista, en el que eran coronados los reyes, y su catedral. En el castillo se exponen al público lujosas salas, con innumerables pinturas, tapices y gobelinos, que paramentan paredes y muros.  Fue en uno de estos aposentos  donde entablé conversación  por vez primera con  la mujer rubia. Sabía que, como yo, viajaba sola, porque la veía unida a diferentes grupos de turistas. Contaba con la ventaja de conocer su nombre, por haberlo oído pronunciar a alguien al dirigirse a ella.  En esta ocasión  caminaba sola admirando los detalles. Pasó a mi lado llegando a rozarme levemente. Se disculpó.

-Perdone -dijosin volverse.

-Hola, Blanca, ¿qué tal?

Mi  familiar y espontáneo saludo le sorprendió al escuchar su nombre. Me miró a los ojos y con voz bien templada y una amplia sonrisa me respondió:

-Muy bien ¿y usted?

Pensando que no siempre me resultaba sencillo manifestarme con aquella pulcra  sencillez, comenzamos a caminar juntos. Reconocí que era más agradable andar al lado de alguien que hacerlo solo como un desamparado. Intenté calcular su edad, pero no lo conseguí. Mi margen de error podía superar los cinco o seis años. Aun así me aventuré a pensar que podría tener alrededor  de 10 menos que yo. No se trataba de una mujer bella, pero debió ser agraciada en su juventud. Se notaba por su manera de comentar las cosas  que tenía ante mí a una persona con la fortaleza suficiente para arrostrar los avatares de la vida. Pero lo más agradable de ella era su  facultad de saber escuchar y su forma pausada al conversar, sin precipitarse para decirlo todo cuanto antes.  Nuestro diálogo se centraba principalmente sobre aquello que íbamos observando, sin entrar en detalles personales.Aunque no se lo pregunté, estaba seguro de que Blancajamás se había casado. Había cierta languidez en su mirada que parecía el legado de una desilusión amorosa, quizá lejana, pero aún indeleble.

Permanecimos juntos durante el resto del tiempo que duró la visita a la ciudad. A la hora del almuerzo en un restaurante típico, la busqué  con la mirada. Me habría agradado comer en su compañía. Al entrar al comedor y cerner la vista  sobre las mesas, la vi acomodada entre dos parejas de personas mayores con las que yo no había entablado conversación todavía. Era mejor así.

Las  antiguas minas de sal gema de Wieliczka, a escasos kilómetros al sudeste de Cracovia, son patrimonio de la humanidad. Han sido explotadas desde el siglo XI hasta hace pocos años. Es emocionante descender a 160 metros de profundidad en un montacargas minero de cuatro pisos, a razón de 10 personas en cada uno, apiñadas como sardinas en cubo. Deben pasarlo muy mal los que sufran claustrofobia, completamente a oscuras durante el medio minuto que dura el desplazamiento.  Las explicaciones previas del guía se quedan cortas cuando compruebas la grandiosidad de los 2 kilómetros de galerías abiertas al público, de los más de 200 que conforman la totalidad de la red. Contrariamente a lo que esperaba, todo allí es de color gris oscuro, casi negro,  debido a las impurezas de la sal. En cada momento surgen estatuas labradas, que a pesar de su belleza, quedan empequeñecidas por la grandiosidad de las capillas y amplias cámaras, perfectamente iluminadas, todo ello esculpido en el propio mineral.El recorrido es una lección sobre los procedimientosy formas de su extracción, amenizada por docenas de figuras y monumentos.Hay tambiéngrandes lagunas de agua, perfectamente límpida,de considerable profundidad, y bóvedas de más de 40 metros de altura, que han sido debidamente entibadas para evitar derrumbamientos. Algunos enfermos de asma, principalmente niños, acudían a las minas para tratar su enfermedad.  En ciertas zonas del recorrido nos acompañaba un guía con atuendo minero, creo que para añadir emoción al momento, al que no le faltaba el casco y su equipo personal de alumbrado. Vi a Blanca unida a cuatro personas más. Oí unas fuertes risas, provenientes, tal como me temía, de mis  tres estultas amigas. Eché de menos a la  pareja de novios, y pensé que andarían rezagados haciéndose carantoñas. Volví  la vista atrás instintivamente, pero quienes caminaban a unos pasos eran Inés y Enrique. Intencionadamente desaceleré mi marcha hasta que me alcanzaron. Les saludé y luego me dirigí al muchacho:

-¿Va todo bien?

-Todo bien –confirmó él sonriente.

-Está un poco cansado con este traqueteo del viaje –dijo la  madre.

-Todos lo estamos –aseguré.

-Ya tendré tiempo de descansar en casa, mamá.

Aunque Inés no manifestó extrañeza ante mi pregunta a su hijo, con su triste mirada demostró la sospechaba de que ya me había enterado de la desgracia. No quise hacer más preguntas. Me sentí afligido hasta lo más profundo, hundido en la impotencia. En las pupilas de Enriquevi reflejarse una sombra más oscura aún que las paredes de aquella recóndita galería por la que caminábamos.

Regresamos a Varsovia para tomar el avión que nos devolvería a casa. Era nuestra última noche en el país y estaba programado cenar en un restaurante  donde tendría lugar una atracción de folklore típico. Por la mente de Blanca y por la mía debió pasar un idéntico pensamiento, ya que,con toda naturalidad, nos vimos sentados juntos a la misma mesa. De manera respetuosa, reposada y digna, comentamos muchosaspectos de cuanto habíamos visto durante los últimos días, sin participar apenas en conversaciones con otros.Llegaron los postres, y con ellos el prometido espectáculo,que duraría alrededor de 30 minutos. La misma pequeña orquesta que había amenizado la cena, acompañó a tres parejas ataviadas con trajes típicos, que bailaron danzas populares, tras lo cuál comenzaron a sonar los acordes de un vals. Blanca comentó.

-He leído que Napoleón, a su paso por Varsovia, bailó una mazurca con una hermosa mujer polaca, a cuyos encantos se rindió, llegándose a olvidar por un momento de sus ambiciones bélicas.

-Curiosa historia –dije ambiguamente.

Desde el micrófono se indicó que, el que lo deseara, podía salir a bailar a la pequeña pista del fondo. Los jóvenes novios fueron los primeros en aceptar la invitación. Tres o cuatro parejas más les siguieron. Escuché entonces de labios  de Blanca algo que nunca hubiera podido imaginar:

-¿Quiere usted bailar conmigo?

La propuesta me cortó la respiración. No sabía qué responder.

-Apenas sé bailar –dije finalmente.

-No importa –indicó.

Se levantó y la seguí. Al comenzar a bailar, nuestras miradas se unieron mucho más que nuestros cuerpos, expresando indescifrables sentimientos. Sé que Blanca no habría ofrecido resistencia si la hubiera acercado hasta mi. No lo intenté. Únicamente percibíel abandono de su mano entre la mía. Luego una serie de imágenes desfilaron por mi mentecon vertiginosa rapidez: desengaños, frustraciones, deseos incumplidos, soledad… Y la visión de la pesadilla que, aún después de veinte años, me hace despertar muchas noches sobresaltado: la reja de aquella celda donde pasé cinco años de mi vida.

Fue la última vez que hablé con Blanca.No es anormal que en las últimas horas de estos viajes se incremente la euforia, se intercambien tarjetas, e incluso, se hagan promesas de volver a verse. Nada de esto ocurrió entre ella y yo.

Me pasé buena parte del vuelo de regreso leyendo una revista. En una de sus páginas había un mapa de Europa. Me entretuve en señalar los pocos países que me quedan por ver. Viajar me resulta gratificante. Las diferentes culturas me ayudan a encontrar mi propia identidad. A mi manera, me agrada conocer gente, aun sabiendo que pocos días después habré olvidado sus nombres, y a las pocas semanas, sus caras.


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