Anabel Consejo
Escritora y Grabadora artística

Con hache

Huesca es sinónimo de casa. De hogar. De adolescencia irredenta. De calles prometedoras. De parques extraviados. De esperanzas oníricas. El significado de esa hache es tan profundo que, cuando la pronuncio, un eco me inunda el interior. Nunca olvidaré aquel autobús que me llevaba lejos del barrio de San Lorenzo y de las campanas de Santa Clara. En aquel momento mi prioridad era sobrevivir, pero fui muy consciente de que estaba cambiando mi destino y de que, probablemente, una de las vidas que más me hubiera gustado vivir, la estaba dejando atrás en mi ciudad natal. Es en las grandes pérdidas cuando se empieza a madurar, pero, sería lejos del amarillo de los melocotones y del verde albahaca, cuando llegaría mi edad adulta. Intenté no separarme de mis ilusiones de juventud, al menos, no de todas y los viajes a Huesca me ayudaban a mantener la esperanza de que no lo había perdido todo, de que aún podría experimentar hechos decisivos, experiencias vitales que me permitieran creer que mi desarrollo vital estaba todavía ligado a Huesca. Me negaba a admitir que mi progreso como persona, como mujer, como ciudadana se estaba desarrollando en otro lugar. Años me costó comprender que lo que había dejado atrás al subirme en ese autobús era tan irrecuperable como el amor de aquel verano, como las ganas de que te empapen de vino un 9 de agosto, como el sueño de ser arqueóloga: porque lo que quería recobrar era la juventud perdida, la que se quedó en aquellas calles. Desde entonces, cada visita a Huesca era una especie de Disney Word, donde, a cada vuelta de la esquina, me asaltaba una atracción de feria, una montaña rusa de recuerdos y sensaciones: la misa de doce en San Lorenzo y el vermú con calamares a la romana del Ricocú; el aula de 5º de EGB, con don Vicente señalando en la pizarra, que aún puedo ver desde la calle Cardedera; Graffitti, la tienda del Coso donde me compré mi primer pantalón pitillo; la parada de autobús donde me dieron el primer beso; El Trazos, el bar donde me torcí el meñique una Noche Vieja; la pérdida de la virginidad en aquel piso de la calle Perena; la hierba del parque Miguel Servet en las bragas; el Instituto Lucas Mallada cuya valla salté la noche de un 12 de octubre… Y a todos estos rincones puedo añadirles nombres: Ana, Carmen, Teresa, Sara, Gema, Charo, Lorenzo, Fernando, Manuel, Roberto, Olga… De algunos no recordaría su rostro, a unos pocos me los sigo encontrando y los más han desaparecido, quedando en mi mente como fantasmas de una película que empieza a ser ya muy vieja.

huesca

 

En todos estos años fuera, lo único constante, pero no invariable, ha sido mi familia. El ancla que me reserva un sitio en mi ciudad añorada. Regresar cada cierto tiempo a Huesca, a casa, el piso de mis padres, y asomarme a la galería de la cocina y ver la sierra de Guara, el castillo de Montearagón o volver a oler los guisos de mamá o a comer los tomates del huerto de papá o a escuchar los chistes de mi hermano o a reír con las risas de mis sobrinos o a gozar con los almuerzos laurentinos han llenado y llenan mi ansia y mi corazón. El piso donde viví hasta los 18 años ha quedado tatuado en mi ADN. Es el sitio en el mundo donde aprendí, bien o mal, a enfrentarme a la vida. Es el principio del todo y el final de una etapa. Una etapa que cierra con la muerte de papá y la enfermedad de mamá. Una etapa que cierra con el edificio que están construyendo delante de la galería de la cocina y que tapia el escenario de mis remembranzas oscenses. Solo el dolor lo cambia todo.

                 Grabado de la autora. Castillo de Montearagón.

Sin embargo, cada vez que leo en una señal HUESCA algo de todo lo perdido vuelve a revivir en mi corazón. Como si esta pequeña ciudad fuera una caja donde aún permanecieran sentimientos pasados que, en otras latitudes, están apagados.

Llevo más años fuera de Huesca de los que viví en ella. Sin embargo, esos pocos lustros de vida son los que forman un carácter, una manera de ser y de pensar. Desde la lógica racional, deberían haberme influido más las experiencias del tiempo vivido fuera de mi ciudad natal, sin embargo, no es así. Mi idiosincrasia, mi sentido del humor, mi acento son totalmente aragoneses o, más concretamente, absolutamente oscenses.

Huesca Anabel Consejo

Instituto Lucas Mallada de Huesca

Por eso no quiero que le quiten la hache a Huesca —os aseguro que poco me importan etimologías o políticas lingüísticas—. Ese silencio lo es todo, es el eco de lo que nunca sucedió, de lo irrecuperable, de lo que solo puedo rozar subiendo por la calle San Lorenzo o llorando por el parque Miguel Servet. Cómo puede tener un sonido sordo tantas raíces, tanta fuerza como para anidar en un corazón para siempre. Los gallegos la llaman morriña. Pero la mía es con hache.


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