Alix Rubio Calatayud

 

La gaceta de los socios 22Mariana parpadeó y miró el reloj que colgaba de la pared del salón. Eran las doce de la noche pasadas y Julián todavía no había vuelto. Menos mal que no la había pillado cabeceando; porque una de las cosas que más exasperaban a su marido era encontrarla dormida cuando él se dignaba llegar a casa, fuera la hora que fuera. Volvía a casa tarde, ebrio y agresivo. La pegaba y la obligaba a hacerle la cena, porque no quería la comida calentada en el horno, tenía que estar recién hecha. Pero no comía: picoteaba mientras barbotaba obscenidades, sacudía la ceniza del cigarrillo dentro del plato y terminaba tirándolo al suelo. Si mariana no se apresuraba a recogerlo, Julián la obligaba a agacharse agarrándola por el cabello.
Después de una mala noche, Mariana iba a la tienda muy maquillada y todas las vecinas la miraban. Algo se rumoreaba, pero nadie intervenía. “Esos son asuntos de pareja”, “ellos sabrán”, “algo habrá hecho Mariana, porque Julián es un bendito”, remataban los hermanos del maltratador. Y en verdad, fuera de las paredes de su hogar, Julián era un bendito: alegre, servicial, siempre dispuesto a echar una mano, trabajador. Llevaba en la fábrica desde los catorce años y nunca había dado problemas. En el pueblo le conocían de toda la vida, había nacido allí en una familia arraigada desde siempre. Sus dos hermanos se habían casado con chicas del pueblo. Él, por el contrario, había contraído matrimonio con una forastera a la que conoció en su destino mientras cumplía el servicio militar. Decía que Mariana no se adaptaba a la vida en un pueblo por venir de ciudad. El problema de Mariana no era el pueblo, ni mucho menos los habitantes. El problema de Mariana era Julián. Los hermanos movían la cabeza. “Mariana es una señoritinga que nos mira por encima del hombro.” “¿Quién se habrá creído que es?” “Ten cuidado, que a la niña la va a convertir en una estúpida tan remilgada como ella.”
Julián salía de la fábrica cansado, se marchaba de bares con unos compañeros y volvía a casa conduciendo borracho por una carretera local mal asfaltada y llena de curvas que unía el polígono con el pueblo. Los viernes era peor. Sus compañeros le advertían: “Julián, ten cuidado que una de estas noches te la vas a pegar y vamos a tener un disgusto.” Eustaquio, el más joven del grupo y soltero, le reprendía medio en broma medio en serio: “Joder, tío, ¿es que no tienes casa? Yo estoy soltero y puedo ir a mi bola, pero tú estás casado, tienes una familia, no pintas nada pingoneando por ahí hasta las tantas. Dios siempre da pan al que no tiene dientes.” Julián se reía y terminaba solo unas juergas que no eran tales, sino un atracón de alcohol bebido hoscamente y en silencio, porque los otros hombres se marchaban a sus casas a horas razonables con no más de un par de vinos en el cuerpo y le dejaban a su aire.
El alcohol le volvía muy violento. Todos sus supuestos fracasos y frustraciones pasaban por su mente haciéndole sentirse acabado, un imbécil arrastrando una mujer y una hija que le pesaban como piedras. Toda la culpa era de Mariana, no le entendía, no sabía llevarle. Mariana sólo pensaba en ella misma. Mariana era una egoísta. Cuando llegara a casa iba a poner en su sitio a aquella zorra altanera.
Mariana sufría en silencio porque no tenía con quién desahogarse. Llamaba por teléfono a su padre para contarle sus desdichas, quería decirle que había tenido razón al aconsejarle que no se casara con Julián, que tenía algo raro en los ojos y la haría desgraciada; pero escuchaba su voz bondadosa y se callaba para no hacerle sufrir. Y se callaba por Lucía, no quería que creciera llena de miedo y odiando a su padre. Mientras fue pequeña pudo ir engañándola. Pero ya iba a cumplir doce años y se enteraba de todo. A Mariana ya no le valía maquillarse para ocultar los moratones. Lucía, por su parte, seguía las instrucciones de su madre (“sobre todo, que no se entere nadie, no lo cuentes”) y arrastraba un miedo silencioso que la angustiaba.
Mariana estaba desesperada, sin futuro ni vida, un día tras otro todos iguales. Los sábados, Julián cogía el tractor y se marchaba al campo con sus hermanos. Por la noche conducía hasta la pequeña ciudad cercana, se iba de bares, y vuelta a empezar. El domingo dormía la resaca, se despertaba malhumorado y gritón, invitaba a comer a sus hermanos, cuñadas y sobrinos sin avisar a su mujer, y esperaba una comida perfecta y abundante. Las cuñadas no le quitaban el ojo a Mariana y susurraban: “es sosa como un huevo sin sal.”
Y de repente, se aprobó la ley del divorcio. Mariana quedó muy pensativa, sopesando los pros y los contras. Los trámites no eran sencillos, fáciles ni baratos, pero ahí estaba la oportunidad de cambiar de vida. Cogería a Lucía y volvería a su casa. Su padre estaría encantado de tenerlas a las dos, era un hombre bueno y comprensivo. En secreto, le telefoneó para pedirle que consultara discretamente con un amigo suyo, que era abogado. Entonces se lo contó todo. Su padre quedó espantado y le prometió toda la ayuda que necesitara. Mariana sonrió entre lágrimas. Tendría que llevar el asunto con mucho cuidado, porque Julián sería capaz de matarla si se enteraba. Lo que había salido de su boca al conocer que se había aprobado el divorcio en España no se podía reproducir en ningún idioma.
Era sábado a mediodía. Julián había salido con el tractor, como siempre. Hacia las tres de la tarde recibió el aviso. Julián, con resaca y descuidado, había sufrido un accidente mortal. El tractor volcó y él murió en el acto. Mariana se tambaleó, impactada por la noticia. Sus cuñadas la ayudaron a sentarse, le dieron agua y la abanicaron. Los hermanos de Julián se ocuparon de todos los trámites. Mariana los dejó hacer.
Al acabar la misa funeraria Mariana intentó zafarse cuanto antes de los pésames y los besos y abrazos que la agobiaban, quería irse a casa con su hija. Ya en la puerta, la señora Emilia la alcanzó antes de que metiera la llave en la cerradura. Era una mujer octogenaria, tía lejana de Julián. Abrazó compulsivamente a la viuda.
-Marianita, hija mía, qué desgracia más grande, quedarte viuda tan joven. Pobre Julián. Con lo bueno que era.
Lucía, de quince años, entró en la casa corriendo tapándose la cara con las dos manos. La señora Emilia la contempló y movió la cabeza, comprensiva. Volvió a repetir:
-Con lo bueno que era Julianito, qué desgracia.
Mariana, histérica, no pudo contener la risa. Toda la tensión, el miedo, el alivio de saberse libre, y especialmente la ironía de oír llamar bueno al difunto, la sobrepasaron. La risa inicial terminó en carcajadas cada vez más irresistibles.
-Sí, muy bueno, buenísimo, un ángel. Ya lo creo.
Hipaba y se retorcía, lloraba de risa ante el espanto de la anciana, que no sabía cómo reaccionar ni qué decir. Entre carcajadas y repeticiones de lo bueno que era su marido, se hizo pis encima. La señora Emilia miró atónita el reguero que se deslizaba por las piernas de Mariana y formaba un charco en el suelo. La viuda entró en su casa tronchándose de risa, y su hija se unió a las carcajadas. “Con lo bueno que era, con lo bueno que era. No te jode, la tía ésta.”


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