Introducción biográfica por José Antonio Prades

Fanny Rubio (1949) es doctora en Filología Románica, catedrática de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, investigadora y escritora integral como ensayista, poeta y narradora.  Ha sido directora del Instituto Cervantes en Roma y, entre otras distinciones, ha recibido la Encomienda de Isabel la Católica.  A lo largo de su vida, ha sido una comprometida activista social y ha destacado tanto por su labor feminista como en contra de los regímenes dictatoriales en España y Argentina.

Encabeza su página personal (http://www.fannyrubio.com/ ) así:

Yo no tengo más experiencia que lo que he escrito. Mi biografía la tejen una docena de libros de ensayo, crítica y creación. Entre ellos y lo que no es libro he juntado miles de páginas que son mi historia. O a lo mejor mi verdadera historia son tres frases con suerte que me inventé a lo largo de estas páginas. Mi biografía de palabras me ha servido para pasar el tiempo en el mundo como mejor he podido: con ellas, palabras amables, leídas o escritas, he entendido mejor el mundo que me encontré al nacer y que acabó por no gustarme. Si me hubiera gustado, no hubiera necesitado leer otros mundos y mucho menos escribirlos.

Fanny Rubio impartió una conferencia en nuestro último Congreso en Tarazona, de la cual ha extraído y preparado el siguiente artículo:

MIGUEL LABORDETA Y ALEJANDRA PIZARNIK: DOS VANGUARDISTAS EXTRATERRITORIALES

Hablamos desde un planeta que ha modificado nuestra imagen del mundo con la aparición de la técnica como mediación universal, y, sin embargo, las guerras del siglo XX regresan, la sociedad es más violenta que ayer (no hay más que seguir la cifra de los feminicidios) y leemos menos libros.

Aun así el hecho de situarnos ante dos poetas raros de formación surrealista hijos del existencialismo y del expresionismo (una, hispanoamericana que se traslada en años decisivos a París; otro,  español de Zaragoza inmerso en el surrealismo marginal  de posguerra y vitalmente expresionista) los hace briosamente contemporáneos nuestros, pues aunque todavía se hallan entre nosotros negadores de la estética surrealista en nuestro país esta escritura es capaz todavía de adentrarnos críticamente en el universo contemporáneo tan caracterizado por la crisis de los significados, la sociedad del entretenimiento banal y el consumo de historias personales, más o menos apócrifas, como negocio.

Pese a ser coetáneos de la segunda oleada del postismo en España, del existencialismo francés y de los herederos de la vanguardia latinoamericana, ambos poetas son fieles a la tarea de trabajar desde sus libros iniciales en la reversibilidad de los términos del discurso convencional e indagar en el intento complicado de restituir, como sus maestros lo hicieron en su tiempo, el orden simbólico. Las dos experiencias poéticas de Labordeta y Pizarnik propician lenguajes en expansión, abaten las fronteras de la palabra creadora y se desembarazan de los clichés de moda en los años cincuenta y sesenta, respectivamente, que enmascaran la realidad renovando el propio concepto de lo real sin hacer ascos al subconsciente ni renunciar a la posibilidad de fundir el onirismo de los procesos imaginarios con lo consciente cotidiano, algo que los primeros teorizadores del surrealismo en los comienzos llamaron “automatismo psíquico puro”, rectificado en los últimos años. Tanto Labordeta como Pizarnik piensan, al igual que los maestros, que el poeta no es un razonador sino un soñador y la poesía una forma de conocimiento.

Recordemos que años atrás los viejos surrealistas fueron muy populares entre los núcleos intelectuales españoles: habían sido traducidos en su día en la revista “La Gaceta literaria” de Ernesto Giménez Caballero haciendo compatibles la influencia francesa y la practicada en España, entre sus colegas americanos, por el aragonés Luis Buñuel, el catalán de Figueres Salvador Dalí y el granadino de Fuentevaqueros Federico García Lorca, a quienes se sumaría, de manera intermitente, Rafael Alberti y, en ocasiones, José María Hinojosa. Breton entró en Barcelona por el Ateneo en 1922, como también hicieron Aragon y Crevel, con la propuesta del mismo Breton a la altura de 1924, de que “es a través del automatismo psíquico puro como nos proponemos expresar sea verbalmente o por escrito el funcionamiento real del pensamiento”. En el año del manifiesto surrealista (1924), la Revista de occidente publicó un artículo de Fernando Vela  acerca de las teorías bretonianas y poco después (1925) la revista gallega Alfar profundiza en el fenómeno con el ensayo de Pierre Picon titulado “La revolución superrealista”; como Aragon pronuncia una conferencia en la Residencia de Estudiantes, en 1926 Alfar reproduce El desconfiado prodigioso de Breton y Entre peau d´ autres de Paul Eluard; más adelante en 1928 La Gaceta literaria publica un trabajo de Luis Montayá sobre el surrealismo francés y en 1929 Luis Cernuda hace lo propio en Litoral con un estudio sobre Eluard con traducción de l´ amour, la poesie. Saben perfectamente que “es a través del automatismo psíquico puro como nos proponemos expresar sea verbalmente o por escrito el funcionamiento real del pensamiento”. De donde se deduce el relativo retraso de cinco años entre la salida de estas obras en Francia y su recepción española, justo cuando los surrealistas franceses están a punto de escindirse. Eso ha sido un motivo de separación entre las dos vanguardias. La crisis del año 1929 se deja sentir con la nueva noción de compromiso y la urgente relación del poeta y el pueblo en el decenio de los años treinta. Las revoluciones en la política y el existencialismo en la filosofía hacen que los poetas amplíen el plano subjetivo incluyendo los aspectos míticos simbólicos que habían sido relegados anteriormente.  A la vista de las publicaciones de los españoles posteriores a 1928 (Sobre los ángeles de Alberti y Poeta en Nueva York de García Lorca) advertimos un relativo retraso de cinco años entre la salida de estas obras en Francia y su recepción española, justo cuando los surrealistas franceses están a punto de escindirse. Ese es un motivo de separación en los comienzos de las dos vanguardias. La crisis del año 1929 se deja sentir con la nueva noción de compromiso y la urgente relación del poeta y el pueblo en el decenio de los años treinta; Los poetas amplían el plano subjetivo dentro de la escritura. Desde Praga ya en 1935 Bretón matizó en “Posición política del arte en nuestros días” (Documentos políticos del surrealismo, 1973) que el automatismo psíquico puro “no constituyó nunca para el surrealismo un fin en sí”. Los poetas del grupo del 27 que se quedarán en España (Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso o Gerardo Diego, el más creacionista) se distancian no demasiado del surrealismo, envuelto ya en razonamientos existencialistas e imprecaciones expresionistas. Por ello, andando el tiempo, poetas de esta estirpe como Miguel Labordeta, inmerso en la posguerra española, y Alejandra Pizarnik, emigrada desde Argentina a la posguerra europea, saben que los surrealistas franceses están de vuelta a los pocos años de sus manifiestos y alejados de aquellas obras incipientes cuando los nuevos postsurrealistas editan sus primeros libros.  Breton marchó a Nueva York. Expulsado de la ortodoxia marxista en 1933 morirá en París en 1966. Antes, Crevel muere en 1935 y Eluard en 1952; Peret regresa a París en 1940 después de terminada la guerra española, cuando es encarcelado, se exilia en Méjico y muere en Paris 1959; Tristan Tzara fallece en París en 1963; Prevert morirá en 1977. Louis Aragón, el más longevo y con relaciones duraderas con el Partido Comunista, moriría en 1982. Estos ambientes agitados dejan una leve huella en el Labordeta de posguerra y no tanto Alejandra Pizarnik.  De acercarse a alguno de ellos, sería mejor comprendido por ambos el André Breton de 1925 que aseguraba que el surrealismo tomaba conciencia de su insuficiencia relativa, indicando que debía dejar de contentarse con los textos automáticos, recitales de sueños, discursos improvisados, poemas, dibujos o actos espontáneos y ver lo que eso podía significar al enfocar bajo una forma nueva el problema del conocimiento. Si a partir de 1930, los surrealistas pretendieron eliminar el viejo orden burgués, y, como decía Benjamin, “ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”, incluso atentos a la benjaminiana “constelación del despertar”, tanto Labordeta como Pizarnik prescinden de esa salida tomando, después de intensa convivencia con sus contemporáneos, por una opción tan extremadamente solitaria que roza la inmolación, y como ejemplo, el sacrificio del último Labordeta, “exiliado del reino social de los hombres y de sí mismo”. Víctor de la Concha cita, en esa línea, sus versos “Huérfano de mi alrededor/ y ojo de extrañeza eterna” (III,9 de las Obras Completas), o… “Para qué ese vaso lleno de implacable muerte desolada/este vaso lleno de nunca y de imposible/. No le molestéis por ahora/ a este señor, a este poeta. / Tiene descolgado el teléfono/ y se ríe enormemente cuando le preguntan / ¿La poesía debe ser mayoritaria?” (III,24).

Por otro lado, la inmolación de Alejandra Pizarnik desde “Árbol de Diana”, prologado por Octavio Paz, descubre un mundo que ya no emerge bajo el paraguas de la contestación estética y moral de los años treinta que respaldaba el movimiento humano, ni del hipercriticismo de los años sesenta, más cerca de la filosofía que de la lírica, sino que está dispuesta a volcar todo su ímpetu en las imágenes que irrumpen por sorpresa en su campo en saltos mortales con los que reconstruye un sujeto fragmentado.

Sabemos que en los años en que publican Labordeta y Pizarnik el postsurrealismo europeo y español a partir de 1950, fechas importantes para estos dos autores, vuelve atraer a los poetas marginales españoles bajo la forma del Postismo padeciendo numerosos vetos: No hay más que recordar que en la “Antología de Gerardo Diego”, la más frecuentada desde 1932, no aparece el término “surrealismo” a pesar de figurar Juan Larrea. La única excepción entre las generaciones españolas del exilio es Luis Cernuda que asegura que tanto Juan Larrea como Rafael Alberti y como Federico García Lorca tienen que ver con el movimiento surrealista. Pero pasada la guerra civil, los poetas que tuvieron algo que ver con el movimiento abandonan los ismos (como Leopoldo Panero) y los contemporáneos de Miguel Labordeta en España (Ory, Carriedo, Chicharro, Cirlot) asumen la proscripción prevista, como los pocos poetas surrealistas que sobreviven en Europa, Breton y Peret. Miguel Labordeta se inserta en la tradición regionalista y regeneracionista encarnadas en la revista “Noroeste”, núcleo alrededor de poetas mayores o profesores universitarios, junto a la tradición familiar de la academia de los Labordeta. Añadamos a ello también el origen ilustrado de la familia Pizarnik, conocedora de los intelectuales de la revista Sur argentina. Ambos se acercan a experiencias poéticas desde su más tierna adolescencia: Miguel Labordeta, participando en la publicación de buenas revistas universitarias, siendo además miembro del consejo de redacción de la revista Verbo de factura vanguardista y evocadora de las vanguardias clásicas; Alejandra Pizarnik de la mano del maestro de las vanguardias y diplomático en París, Octavio Paz.

Labordeta y Pizarnik caminan desde muy pronto por la línea del sueño entrevisto en la base de sus poemas imposibles sin desprenderse de la línea de la vida y en contraposición a ella desde el umbral del sueño en el que ambos crean un territorio muy personal. Había pasado tiempo desde que los viejos poetas surrealistas “ganaron las fuerzas de la ebriedad para la revolución” entendiendo por la palabra revolución no solamente la política, en palabras de Walter Benjamin, sino lo personal y la conciencia. Esas fuerzas de la ebriedad acompañan a Miguel Labordeta en su periplo amistoso con poetas semejantes a él, como los amigos que publican la revista Ágora de Rafael Millán, en 1951, Deucalión de Ángel Crespo (1951) , o Doña Endrina de Antonio Fernández Molina (1951), donde Labordeta publica su “Balada del profesor gorrión” y “Viernes con argumento”; desde  La isla de los ratones de Manuel Arce (1949) con el célebre poema labordetiano “Un hombre de treinta años toma la palabra”, o Espadaña (1950), donde Miguel Labordeta publica “Mi antigua y juvenil despedida”, incluso en Platero de Fernando Quiñones o en la colección “Alrededor de la mesa” de Mario Ángel Marrodán donde había publicado “Hoy estoy de buenas”.

En esa época de formación y despliegue hasta los treinta años de edad ambos mantienen una cierta esperanza en el proceso de cambio poético: Miguel Labordeta con la forma del expresionismo contestatario y Alejandra Pizarnik después de navegar por la tradición latinoamericana asume que la revolución se llama Jean Paul Sartre. Tanto en un caso como en otro, les asistirá la mirada irónica con la que contrapesan un tipo de poema de corte sacrificial. Octavio Paz al hablar de “Sacrificio de desmembración”, de Pizarnik, cita el poema “El Albatros” de Baudelaire, cuyas alas fatalmente no pueden retomar el vuelo. Por entonces Pizarnik, distanciada de sus amigos pintores bonaerenses, se apoya en Bataille o en Paul Eluard. En aquel prólogo a Árbol de Diana, de Pizarnik, Octavio Paz se refirió al “insomnio pasional”, “sacrificio por desmembración”. “Soledad, concentración y un afinamiento general de la sensibilidad son requisitos indispensables para la visión”. Eso produce mutaciones expresivas que la poeta desvela en el acto de la escritura, donde dice: “El lenguaje silencioso engendra fuego. El silencio se propaga, el silencio es fuego… (…) Porque no cantó, su sombra canta. Donde una vez sus ojos hechizaron mi infancia, el silencio al rojo rueda como un sol”.

A su vez, Miguel Labordeta se alimenta de lecturas de Rubén Darío, Vicente Aleixandre, José Hierro, Juan Eduardo Cirlot, Rafael Alberti, Carlos Edmundo de Ory, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Dámaso Alonso, José Luís Hidalgo… De hecho, Labordeta asiste con fascinación a las traducciones que sus amigos realizan de Apollinaire, Kafka y Max Jacob. La posguerra española le ofrece realizar una fusión entre postsurrealismo y rehumanización, en boga desde la publicación de “Hijos de la ira”, de Dámaso Alonso, en 1944, cosa que asume gozosamente.  No es baladí el hecho de que Walter Benjamin, víctima de la persecución hitleriana, dejara escrito en 1929, en su libro “El surrealismo” que, entre 1865 y 1975, algunos grandes anarquistas, sin ninguna conexión entre ellos, trabajaron en sus máquinas infernales. Y lo sorprendente —siguió— es que, sin saberlo, cronometraron sus mecanismos de relojería a la misma hora: cuarenta años después y simultáneamente estallaba la obra de Dostoievski, de Rimbaud y Lautréamont. Había elaborado en este trabajo su teoría de la “iluminación profana”, una iluminación no trascendente, ligada a una demanda de libertad antiburguesa y el equilibrio entre la dimensión del sueño y la ebriedad, claves del “despertar”. Pero esa operación tenía su coste. En Pizarnik es un trayecto onírico en el que persiste hasta la elección de su fatal destino: “Hay que llorar hasta romperse/para crear o decir una pequeña canción/, gritar tanto para cubrir los /agujeros de la ausencia”. Su percepción de aquella escuela una vez abandona Buenos Aires, donde ha seguido la influencia del pintor surrealista Juan Batlle Planas, crece en el encuentro con Octavio Paz y Julio Cortázar, padre y hermano simbólicos de la poeta, el segundo, en 1962, daba los últimos toques a su novela Rayuela que publicará en 1963. Pizarnik, aferrada al existencialismo, se sirve de la pintura y el dibujo, los emblemas, los espejos, los colores y el trazo en el vacío. Paz la anima a frecuentar la poesía de Apollinaire, Lautréamont, Huidobro, bajo el hilo de Baudelaire y Rimbaud mientras que Julio Cortázar vivía su idilio con la Revolución cubana. Pizarnik se sitúa en la zona oscura y elige, como Labordeta, el expresionismo y sigue ella fiel al juego de las palabras, hasta el letrismo. En su epistolario nos cuenta su impresión acerca de estos textos de la época parisina: “Hablando de poemas hice varios nuevos y no son malos. Leo a Góngora y a los surrealistas y me preocupo por la palabra —no solo en la frase sino en sí, sino, sobre todo, en sí. Creo haber hecho un pequeño progreso en los últimos poemas. Y descubrí que se puede hacer poemas sin tener nada pensado, sin pensar, sin sentir, sin imaginar, en cualquier instante y en cualquier hora. En suma, “el poema se hace con palabras…y con ganas de hacerlo, agrego. Eso tal vez para justificar mi apasionada declaración sobre mi vocación poética —de la que me siento tan insegura como con todo (…) También dibujo. Le mostré lo que hice a Octavio Paz y lo estima mucho.”

Pienso en el Tratado de estilo (1928), de Louis Aragon, donde se refería a la esencia “tormentosa” de la poesía en la que cada imagen debía “producir un cataclismo, ¡es necesario que queme!”. Ese carbón incandescente funciona como eje de alguno de los poemas de Pizarnik. Ella recuerda a Walter Benjamín en sus referencias al pintor Paul Klee, como hace Labordeta en la portada de Mingote de su gran libro Sumido 25 con los zapatos solos de Magritte, y no menos importantes son sus recreaciones de Paul Eluard y su admiración disidente por Lautréamont. A Pizarnik, la niña poeta, de cuantos le conocieron, como también otros hablaron de los ojos infantiles de Miguel Labordeta, le atrajo el abismo de los románticos, que deseó nombrar como lo hicieron los surrealistas. Los testimonios abundan. En el libro desolado Sumido 25 de Labordeta éste se hace la pregunta: ”Dime Miguel, ¿Quién eres tú?”, respondida por Pizarnik: “Y yo sola con mis voces, y tú, tanto estás del otro lado que te confundo conmigo”. Voces de la otredad que desafían llantos, el alter ego existente en cada uno de ellos, demostrando que el tiempo de sus vidas es otro y tanto sus vidas como el tiempo señalan una herida que solo puede manifestarse en escritura, aunque sea para “penetrar en los tuétanos de la nada”, como dice Miguel. De hecho, un poema temprano de 1939 de Miguel Labordeta titulado “Mensaje” terminaba admirativa y confesionalmente con estos versos bajo un hilillo solidario rehumanizador: “¡humano! ¡humano! ¡humano! // millones de bocas en abrazo: ¡hermanos! // lentamente caminaremos”) Explosión contra la soledad y la desolación, “es la hora del hombre perdido” que inunda los últimos poemas, situación aludida en el inicial “Poema maldito” de Labordeta de 1939: “Estoy desnudo,

                Sin dioses y sin besos.

Como el mar antes del primer día.

El viento putrefacto de las miasmas…

Geológicas

Me invade en sucesivas olas

De reptiles gelatinosos

En angustia de mamíferos”

Que nos hace recordar lo que Pizarnik sufre y siente, quien al leer un cuento de Julio Cortázar pensó en la posibilidad “de un lenguaje que exprese lo que sufro y siento”. Ambos llegan al lector por medio de un intimismo de fondo y un expresionismo de experimentación externa. Ambos se alían con la confidencia, el onirismo y las formas orales de escritura y apuestan por el soliloquio como fórmula, la poesía en prosa, versicular, elegida por los poetas simbolistas que retoman a lo largo de la segunda mitad del siglo XX los poetas experimentales y rupturistas herederos de la vanguardia. Ambos se acercan a sus últimos años como grandes endechadores, lo digo recordando el poema “Endecha” de la obra El infierno musical (1971) Alejandra Pizarnik donde detecta la frontera de su discurso poético: “Y yo sola con mis voces, y tú, tanto estás del otro lado que te confundo conmigo”. Aunque han pasado los años, Pizarnik, como antes Labordeta, no prescinde de la primera persona, ese “yo” que excluían los viejos surrealistas y que ambos rescatan ahora integrando voces múltiples en un diálogo desesperado por impaciente con lo que queda del sujeto mismo diluido en fragmentos de figuras verbales y con la noche como amortiguador. Tanto Pizarnik como Labordeta eligen, desde su balconada poética situada en el filo del abismo entre la vida y su representación, nombrar con el perfil de la rebeldía y la negación, manifestación de la corriente que anidó en ellos. Pero, a diferencia de la contestación estética de la que hicieron gala los surrealistas al descubrirse en un mundo que no ejerce la contestación sino la catarsis, se sirven del expresionismo y la filosofía muy de época para mostrar que esta corriente sigue viva a través de sus obras, volcando su ímpetu en imágenes que irrumpen por sorpresa, ejecutando con el sujeto en primera persona verdaderos saltos mortales que colonizan a partir de sus voces sus propias vidas. La salida del verso en fragmentos y versículos es la prueba formal de que ellos han fundido la poesía con la vida y esa vida se entrega a la palabra. Pizarnik se ayuda de la farmacopea para demostrar esto, Miguel Labordeta con el esfuerzo por sostener el pulso con (tra) el mundo que lo rodea.  Si en el poema dedicado a Janis Joplin, Alejandra Pizarnik indaga en los “agujeros de la ausencia”, Miguel Labordeta escribe acerca de su muerte y de la muerte del entorno, ambos se sitúan con su acumulación de muertos que ruedan en las imágenes que transitan por los espejos que deslumbran en una experiencia de lenguaje que se arrastra bajo la soledad y la concentración. Cortázar no logró que Pizarnik siguiera su consejo de evitar el suicidio porque Pizarnik está viendo más allá de sí misma, como Labordeta hace lo propio en la elegía a su propia muerte. Pizarnik muere tres años después que Labordeta, en 1972. En ambos casos sus palabras cuentan lo que impide vivir. Pizarnik se retrata: “Estoy sola y escribo… No, no estoy sola, hay alguien aquí que tiembla… Al mirar quien me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma… Mi última palabra fui yo… pero me refería al alba luminosa”. En Miguel Labordeta el círculo se cierra con estos versos: “Miguel se ha ido. / Es posible que ya nunca llegue (…) Quizá se fue tan pronto/ Por miedo a odiarlo todo/ Con salvaje cinismo/ Pues también en el fondo de sí/ Había calaveras que soñaban orgía desmedida/ En incendios sin fin de las ciudades”.

Ambas experiencias de desolación quedaban compensadas por la entrega labordetiana a una nada que, a decir del poeta Ángel Crespo, “no es una negación del ser”, sino la música de un dulcísimo violín anterior al mundo que salva referido a estos versos: “Pero no temas ya de nunca ya de tus vestiduras desgarradas… De tus acciones liberado de tus inútiles monedas ya aniquilado… Oh, dulcísimo violín de los mares de la nada” (Labordeta, III, 133).


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