Por Javier Fernández

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Sitio y toma de Zaragoza (ha. 1840-1850). Victor Jean Adam

“Salimos a la orilla del río por junto a San Juan de los Panetes y nos situaron en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del río se divisaba el campo de batalla. Veíase en primer término la arboleda de Macanaz; más allá y junto al puente el pequeño monasterio de Altabás; más allá el de San Lázaro, y a continuación el de Jesús. Detrás de esta decoración reflejada en las aguas del gran río, la vista distinguía un fuego horroroso, un cruzamiento interminable de trayectorias, un estrépito ronco, de las voces del cañón y de humanos gritos formado, y densas nubes de humo que se renovaban sin cesar y corrían a confundirse con las del cielo. Todos los parapetos de aquel sitio estaban construidos con ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.”

Zaragoza ocupa un espacio muy digno entre los pueblos subidos a los altares del sufrimiento colectivo por su defensa de la libertad y ello se lo debemos en gran medida a Benito Pérez Galdós, que le dedicó uno de sus Episodios Nacionales, posiblemente el más épico de todos ellos. Cualquier lector, incluso los más pusilánimes, siente como su pecho se inflama al ir conociendo las gestas de don José Montoria y sus convecinos por las calles de la capital aragonesa en su lucha contra el invasor francés, tal como queda reflejado en el breve párrafo reproducido.

Mucho menos incendiarias son las páginas que se le han dedicado a la Constitución que se elaboró a la par que se luchaba contra los gabachos, algo natural ya que el Derecho suele estar desprovisto de épica, aunque el resultado fuese tanto, o más, importante que el obtenido con el derramamiento de sangre. Tratar de unir ambas gestas, la de la pólvora y la jurídica, es el empeño en el que me embarco en estas líneas.

Lo que los españoles, no solo los zaragozanos, hicieron en 1808 fue luchar por su libertad, y lo hicieron con las armas y con las letras, siguiendo la estela que en el pasado habían comenzado a dibujar otros ciudadanos del mundo, a los que modestamente quiero rendir mi homenaje a lo largo de este artículo. De cuantos ejemplos podríamos encontrar en el pasado, allende nuestras fronteras, me voy a fijar en tres: Inglaterra 1688-1689, EEUU 1776-1787 y Francia 1789-1791, que me van a servir para desarrollar la tesis que acabo de apuntar.

El estado natural de la humanidad en el siglo XVII era la guerra. Bien en contiendas de cierto alcance, entre países, o bien de radio más reducido, civiles dentro del mismo espacio político-jurídico, lo cierto es que la mayoría de los varones de una cierta edad se pasaban sus días empuñando las armas. Una de estas contiendas había comenzado en Inglaterra en 1685 y el motivo era tan importante, o pueril, depende de quien lo defina, como la disputa por la religión y, más concretamente, por la confesionalidad del monarca, ya que la tradición inglesa exigía que fuese protestante y Jacobo II era católico. Los bandos contendientes estaban formados por ingleses, guerra civil por tanto, pero, como era costumbre en la época, con algunos extranjeros en liza, siendo el más importante de ellos Guillermo de Orange, natural de los Países Bajos, y yerno del monarca inglés. Más que una guerra, al modo tradicional, se trató de una revolución, cone354e9308bcbff753cfdddbcf9264850 múltiples escenarios y escaramuzas, y la victoria correspondió a los nobles que se habían alzado contra Jacobo y alistado en su bando a Guillermo de Orange y a un buen puñado de hombres a sus órdenes, nativos o llegados desde el continente hasta la isla. El conflicto, finalizado formalmente en 1688, tuvo una coda que nos interesa especialmente. Lo que, en un principio, era un combate por el poder, sin más, como tantos otros, terminó siendo una lucha por la libertad y, en consecuencia, por el Derecho. Los nobles victoriosos ofrecieron la corona al rey foráneo que les había ayudado en su disputa, era lo habitual, pero lo hicieron imponiéndole una condición: respeto a la libertad, a las libertades, a los derechos. Querían dejar de ser súbditos para pasar a ser ciudadanos; allí dónde antes solo había graciosas concesiones del soberano, ahora debería haber un listado de derechos inherentes a la dignidad de la persona y respetados en todo caso por el monarca; dónde antes solo había decisiones unilaterales que emanaban del rey ahora debería haber personas con voz y posibilidad de expresar sus ideas. Un listado de derechos, Bill of rights, sería plasmado por escrito y, a su pie, el monarca firmaría en prueba de conformidad y promesa de respeto a su ejercicio. Así fue como, en 1689, Guillermo de Orange se convirtió en rey de los ingleses y éstos pasaron de súbditos a ciudadanos. La lucha, la libertad, y su plasmación en derecho. Lo que comenzó siendo una disputa por motivos religiosos terminó siendo el primero de los pasos de la humanidad (entendiéndolo así por nuestro egocentrismo europeo) en pos de la libertad política. Estaba naciendo el liberalismo y el parlamentarismo, germen de las futuras democracias occidentales.

Aproximadamente un siglo después, otro rey inglés, Jorge III, será protagonista de un episodio similar, aunque en este caso él será el tirano al que combatir. Tras el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, las potencias europeas comenzaron a lanzar barcos hacia aquellas tierras, instalando allí colonias más o menos dependientes de las metrópolis. Las relaciones entre los colonos y sus protectores no siempre fueron pacíficas, y casi siempre las disputas se decantaron en favor de las potencias europeas ya que disponían del principal elemento disuasor: la fuerza de las armas. A mediados del siglo XVIII las tierras situadas al norte de América estaban en su mayor extensión libres de ocupantes. Los colonos que se habían ido instalando tenían como propias las banderas de Portugal, España, Francia e Inglaterra principalmente. Los ingleses se habían ido instalando en la costa este, la más próxima a Europa, formando un total de trece colonias, a saber: New Hamspire, Rhode Island, Conneticut, New York, New Jersey, Pensilvania, Delaware, Virginia, Maryland, Carolina N., Carolina S., Georgia, y Massachusetts. La vida de los pioneros en la conquista de América no era nada fácil, un lugar nuevo, duro, con constantes peligros en forma de malas cosechas o de enfermedades, y con la ausencia de las comodidades de las que disfrutaban en aquellos años en la lejana metrópoli, Inglaterra. Desde el otro lado del Atlántico, en relación con los pobladores del nuevo mundo, tenían una preocupación principal: cobrarles impuestos.

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El Comité de redacción de la Declaración de Independencia de los EEUU presenta su trabajo al Congreso (John Trumbull)

A comienzos de 1776 la situación se hizo insostenible, aunque las disputas venían de antes, y el pago de tributos al rey devino en imposible. Un aumento en los ya existentes y la implantación de otros nuevos llevó a los pobladores del norte de América a replantearse su dependencia de Jorge III y el 4 de julio se declararon independientes. La reacción de Inglaterra no se hizo esperar y comenzó una guerra que, en principio, apuntaba a una clara derrota de los americanos, lo que no sucedió. La fe en la victoria, la defensa de su libertad y la soberbia del poderoso, hicieron lo restante, aunque la ayuda de algunas otras potencias del momento también debe ser citada, pues fue determinante: España y Francia combatieron del lado norteamericano contra los ingleses. El 3 de septiembre de 1783 se firmó el tratado de París, según el cual las antiguas colonias inglesas del norte de América se constituían en entes políticamente independientes. Para organizarse frente a los ingleses los representantes de las trece colonias habían firmado un acuerdo: los artículos de la Confederación, un texto de unión temporal y parcial, preocupado sobre todo en los aspectos relacionados con la guerra, y finalizada ésta llegó el momento de replantearse las relaciones entre ellos. Una convención en Filadelfia se convocó para buscar una solución, con representantes de todas las colonias, entre los que se encontraban Hamilton, Washington, Franklin, Jefferson y Adams, por citar solo a los más conocidos, y que desde el primer momento acordaron los dos puntos de partida. El primero: decidieron mantenerse unidos; el segundo: los artículos de la confederación habían sido válidos para la guerra pero no servirían para la paz. La redacción de una Constitución se fue abriendo camino entre los delegados y así se procedió. El 17 de septiembre de 1787 se finalizó el texto de lo que resultó ser la primera Constitución escrita de la historia, que comienza con estas palabras: “Nosotros el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica, a fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, afianzar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad, estatuimos y sancionamos esta Constitución”.

Al otro lado del Atlántico se ha reproducido el modelo: primero la lucha, luego el derecho. En Inglaterra se formalizaron un conjunto de exigencias al rey, lo que solemos aglutinar bajo el epígrafe de libertades o listado de derechos. En EEUU se concretó en una Constitución que puso el acento en la organización, en las reglas de convivencia pacífica de unos ciudadanos que se organizaron bajo la fórmula de una República Federal. La unión de estos dos conceptos, los derechos y la organización, van a terminar uniéndose en el siguiente episodio en el que vamos a fijar nuestra vista, el francés, que en el artículo 16 de su Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, lo expresarán así: “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes definida, no tiene Constitución”.

Carlos II era el rey de España cuando los ingleses aprobaron su Bill of rights en 1689; Carlos III era quien reinaba por estos lares cuando los norteamericanos aprobaron, en 1787, su Constitución; y en los momentos que vamos a relatar a continuación, en Francia, era Carlos IV nuestro monarca.

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Toma de la Bastilla (Henri Paul Perrault)

En muchos países la institución del parlamento, en muy distintas versiones, es muy antigua, aunque el modelo de las cámaras representativas actuales en las democracias occidentales no tenga casi nada que ver con estos antecedentes. El rey francés Luis XVI tomó una decisión que sus predecesores en el cargo no habían materializado en más de cien años: convocó los Estados Generales, una especie de parlamento en el que se reunían, por separado, unas cámaras de aristócratas, de clérigos y de burgueses o tercer estado. En mayo y junio de 1789 estaba previsto que estos teóricos representantes de los súbditos del rey se reuniesen para presentar al monarca sus cahiers de doléances, una especie de listado de quejas o agravios que su majestad debería resolver o, al menos, escuchar, siempre en tres escenarios independientes, por estamentos. Esto era lo previsto, pero el clima político en Francia era en aquellos momentos explosivo, tras muchos años de preparación teórica hacia el fin del absolutismo. Numerosos habían sido los escritores, filósofos, políticos, que en los años precedentes defendieron la necesidad de poner fin a la monarquía representada por la dinastía borbónica, de los que, a modo de ejemplo, solo citaré a cuatro, muy significativos y todos ellos fallecidos ya cuando estalle la revolución. Montesquieu (+ en 1755) publicó su “Defensa del espíritu de las leyes” en 1748; Diderot (+ en 1784) inició, junto con D’Alambert, la publicación de la “Enciclopedia” en 1751; Voltaire (+ en 1778) dio a la imprenta su “Cándido” en 1759; y Rousseau (+ en 1778) publicó su influyente “Contrato social” en 1762. Cuando Sieyès difunde, en plena revolución, su “Qué es el tercer estado?”, los ánimos ya están maduros para la victoria, han sido muchos los años transcurridos oyendo y leyendo mensajes favorables a la libertad y contrarios a la tiranía monárquica. Y la chispa prendió en el asalto a la Bastilla parisina, motivado por la acumulación de tropas reales dispuestas a disolver a los parlamentarios reunidos en Versalles en una naciente asamblea constituyente promovida por los miembros del tercer estado y a la que se habían ido incorporando adeptos procedentes de los otros dos estamentos. La prisión asaltada el 14 de julio era el símbolo del poder corrupto y absolutista de la monarquía francesa, y supuso el primer paso incendiario de una revolución que duraría hasta que Napoleón diese su golpe de Estado el 11 de noviembre de 1799, y en la que se derramaron verdaderos ríos de sangre.

Los primeros revolucionarios contaban entre sus filas a ilustrados que conocían bien los antecedentes ingleses y norteamericanos, y sabían que por mucha lucha nada cambiaría sin plasmarla en derecho. Así redactaron la DDHC y, casi dos años después, el 3 de septiembre de 1791, aprobaron su primera Constitución. Los ingleses derechos y libertades; los estadounidenses la organización y, ahora, los franceses, la unión de ambos, en cumplimiento de lo previsto en el artículo 16 de la DDHC, reproducido más arriba. A finales de este mismo año los norteamericanos incorporarían, mediante sus primeras enmiendas, los derechos a su ley de leyes.

Más allá del fin de la monarquía y su conversión en República, en 1792, y del ajusticiamiento de Luis XVI y de María Antonieta, en 1793, la revolución francesa de 1789 debe guardarnos en el recuerdo su Constitución de 1791.

Dejemos ya de fijarnos en los demás y volvamos la vista a nuestra conquista de libertad y Derecho. Me estoy refiriendo a lo sucedido en nuestro solar patrio entre 1808 y 1814. Lo que hoy conocemos como Guerra de la Independencia comenzó con un levantamiento ciudadano contra la presencia de tropas francesas en nuestro país, motivo por el que hay que comenzar haciéndonos esta pregunta: ¿qué hacían los franceses en España? Acabamos de recordar que en la guerra de independencia en Norteamérica ambos, franceses y españoles, combatimos del lado de los colonos, éramos aliados, situación que se mantenía en 1808. Napoleón, aprovechando estas buenas relaciones, había solicitado al rey Carlos IV, y éste autorizado, el paso de tropas francesas hacia Portugal, con quien mantenía un conflicto abierto por posesiones en el norte de América. Dejemos, pues, bien clara la razón de la presencia de los militares franceses entre nosotros, era pacífica, aunque la realidad demostraba la trampa de sus pretensiones ya que para ir al país vecino no era precisa la total ocupación de nuestra patria, lo que poco a poco iban haciendo. A continuación debemos hacernos otra pregunta: ¿Dónde estaban los reyes de España? Asunto del mayor calado ya que su presencia en nuestro país hubiese podido impedir las hostilidades contra nuestros vecinos. Se encontraban en Francia, invitados por el emperador francés, para protegerlos, esa era la versión oficial, ya que ante un tumulto (motín de Aranjuez, ocurrido el 18 marzo) el general Murat, cuñado de Napoleón y mando en jefe de las tropas francesas en España, decidió darles cobijo en evitación de males mayores. La realidad que veían los españoles era otra: los franceses han secuestrado a nuestros reyes y están ocupando España, ante lo cual surgieron los levantamientos espontáneos. En un Estado absolutista si no hay nadie al frente no hay orden alguno, la organización se diluye en ausencia del jefe y de su camarilla. De ahí surgen los Andrés Torrejón, los Daoiz y Velarde, los centenares de líderes naturales que levantarán al pueblo español contra el francés. Desde mayo de 1808 hasta los primeros meses de 1814 habrá tropas francesas en España; en combate, batalla de San Marcial, por la zona occidental de la frontera hasta el otoño del año anterior; y simplemente abandonando con calma nuestro país por Cataluña una vez admitida su derrota.

Dentro de la guerra hubo una revolución. Se combatía a los franceses con las armas pero se les quería imitar en lo político. Los liberales españoles sentían una sana envidia de los países, como Francia, que ya habían hecho su revolución constitucionalista y así fue como en España se inició el camino antes emprendido por ingleses, norteamericanos y franceses. En estos tres casos primero fue la lucha y posteriormente surgió el derecho; en el nuestro, ambos caminos se recorrieron a la vez. En medio de los combates, tras un largo y complejo proceso de elección y selección, nuestros parlamentarios se reunieron en la isla de León, en Cádiz, para redactar la primera de las constituciones de nuestra historia (aunque en aras a la verdad deberíamos recordar otra anterior, de 1808, pero no solemos dedicarle mucho tiempo ni atención ya que fue elaborada en Bayona (Francia) por unos representantes muy poco representativos del pueblo español y dictada por el imperialismo napoleónico).

No pretendo con estas líneas agotar un tema que podría dar mucho más de sí. Mi intención ya la he apuntado al inicio: tratar de recordar que las gestas heroicas de muchos pueblos solo han quedado en la memoria como eso, grandes sacrificios, sin más rédito que el del relato, el recuerdo de sus descendientes, poco más. Solo en algunos casos se ha conseguido alterar el rumbo de la historia y ha sido cuando tras la gesta, tras el combate, tras el sacrificio, ha venido el Derecho, cuando los supervivientes de los heroicos sacrificados han sido capaces de aprobar disposiciones normativas de obligado cumplimiento para el futuro, para los descendientes, y ello les ha llevado, necesariamente, a comportarse de forma diferente: con libertad, con derechos, obligando a cambiar las relaciones de poder. En el futuro, tras la gesta y tras el Derecho, ya no habría soberano y súbditos, todos serían ciudadanos, y en una Constitución se establecerían las reglas a cumplir por todos, incluso por el rey, que perdería su poder ilimitado.

La Constitución de Cádiz no es la mejor del mundo, ni siquiera la mejor de las posibles. Es una norma pactada entre parlamentarios de tendencias muy diferentes, incluso contrapuestas, y que dio resultados contradictorios, con artículos imposibles de casar con el espíritu liberal que la inspiró. Pero tuvo una gran virtud: nacer. España se incorporó en 1812 al selecto club de países que ponía fin al absolutismo y que disponía de una Constitución que reconocía derechos a los españoles y que organizaba el Estado conforme a los tres grandes principios del liberalismo: soberanía nacional, separación de poderes y representación. Bien es cierto que Fernando VII la dejó sin vigencia en cuanto pudo, en el mismo 1814 en el que acabó la guerra y él regresó de su cómodo exilio, pero esa ya es otra historia, con unos años negros, muy negros, en el comienzo de una muy negra historia, la de los españoles en los siglos XIX y XX. Pero la confluencia de la gesta, de la lucha, transformada después en Derecho, nos unió en aquellos momentos a la selecta lista de países integrada por Inglaterra, Estados Unidos y Francia, que ya lo habían logrado unos años antes.

 

(*) Este texto es una adaptación de la conferencia que dicté el 19-2-2016, en el paraninfo de la Universidad, por iniciativa de la asociación Los Sitios de Zaragoza.

 

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