Celia Carrasco Gil
Tenue es la greda
como un duro desguace del cielo desmayado,
la piedad que nos nace
en una descendencia
de columna
a las fauces que todavía regatean un despojo de agua.
Un tronco que se dobla siempre sabe
que en el ocaso,
tras su reverencia, habrá un barranco,
comisura de arena
nacida por la mueca de un enigma.
Sabe que en esa liviandad
de lo que no ha importado suficiente
la tierra tiende
a ladearse
hacia abajo.
Se postra ante aquello que se inclina
y sin embargo cubre
con vocación de teja y nos ampara.
Por eso, en cada noche de los tiempos,
exponemos a la palabra infante.
Su onda
se deshace en tentativas de sonido,
bramadera articulada ante el silencio
que inquiere al vacío y retorna
cada vez que encuentra su materia.
La duda
siempre regresa abierta de su exilio,
relicario de válvula
dispuesta a renombrarse en otro hallazgo incierto.
Y el día, entonces, segmento de embrión,
no sabe responder a esta cuestión al advertirla.
Tan solo la rebota en el poema.
Y el canto se hace músculo de luz,
tiniebla rubia, imagen negra y blanca
desde la ecografía de la tierra.