José Antonio Prades

Tuve una profesora de Literatura en COU que se llamaba Alicia, como la del país de las maravillas, y así bromeábamos con ella cuando se sumergía en lecturas de textos que nos transmitía con pasión y profunda ternura, es decir, “maravillas”.  Incluso con Kafka.  Incluso con su Carta al padre.  Alicia me recomendó leer La metamorfosis, aunque a ella, como a Borges, le gustaba más el título de La transformación.  Curiosamente, en el último congreso de nuestra Asociación, disfrutamos de una charla con Carlos Fortea, traductor de Kafka, quien también considera lo mismo, que es más apropiado ese segundo título, pero quizá no venda tanto.  No hice caso a mi profesora, me quedé con la Carta al padre, pero tres años más tarde, compré por fascículos la Historia de la Literatura Universal, con cien títulos a entregas semanales.  En la número 27, apareció La metamorfosis y otros relatos.  Recordé a Alicia, leí lo aconsejado y me convertí en seguidor de Kafka.  Digerí el libro varias veces, me sacudí otras tantas y hasta llegué a comentar en mi grupo de amigos, con poco éxito, el Informe para una academia, uno de los otros relatos, como historia de un hombre mono.  Entonces, comenzaba mis experiencias de escritura más en serio y coloqué al austriaco entre mis referencias, compartiendo podio con García Márquez y con Hermann Hesse.  Con este y el vienés, me iba llegando una revolución interior que resultó ser el germen de la que aún dura.  Una obra literaria puede convertirte sin adoctrinamiento en un fan leal hasta la saturación.  Kafka es uno de los grandes candidatos para conseguirlo en el mayor número de personas que pretenden entender qué hacemos aquí, pregunta que podemos creer que es tan abundante como el oro líquido.  Pero ni siquiera.  Crisol de invierno.

En 1988, abrieron en la calle Duquesa de Villahermosa una librería de segunda mano, entonces nada habituales en Zaragoza.  Mi primera compra fue las Obras completas de Kafka, editadas por una desconocida Editorial Teorema, de Barcelona.  Y volví a engancharme con América, con El proceso, con El castillo y esos relatos cortos tan intensos que me dejaron huella para realizar ensayos en la arena durante largo tiempo, quizá una década, buceando en su estilo, en su fantasía, en su velada, pero dura crítica de la sociedad, en esa prueba de la existencia que supone sumergirte en el sufrimiento sin poder encontrar la salida, como Franz.  Alguno de aquellos relatos sobrevivió a las olas del Mediterráneo, como el que al final acompaña a este texto, que escribí en tiempos de ejercicios literarios, allá por 1995, en Buenos Aires, al arrope más cercano de Borges y Cortázar.

Y saltamos a 2010, en pleno apogeo de un efervescente y renovado mundo literario personal, para el reencuentro con el otro yo de Gregorio Samsa.  En el grupo literario 3d3, creamos libros de relatos agrupados con un punto de partida común entre los tres autores.  Uno de esos criterios resultó la inclusión de una frase famosa dentro de cada relato.  En mi turno elegí el comienzo de La metamorfosis (transformación): “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.  Título de mi relato: La metamorfosis de un capullo.  El estilo de Kafka guarda cierto retintín sarcástico, somarda, que diríamos por aquí, así que tomé esa referencia para darle juego ambivalente al término ‘capullo’, envoltura para la conversión de larva en mariposa, o calificativo de una persona estúpida y molesta, sinónimo de canalla, sinvergüenza o cabrito, aplicado generalmente como insulto (ver RAE).  El ‘capullo’ del relato era un político corrupto convertido en cucaracha, cuestión asimilada a las denuncias kafkianas contra el aparato del Estado.

Y finalmente, también con el grupo 3d3, preparábamos recitales de relatos, un canto a la narrativa breve que unía la obra de autores consagrados con autores actuales.  Llamábamos a la convocatoria “SéMásBreve” y allí apelamos en la primera llamada, julio de 2013, a nuestro admirado Kafka, haciéndole honores con su seguidor Javier Tomeo, otro bravo relatista que unió absurdo, fantasía y realismo para epatarnos a mano abierta.  Recuerdo que leí al público esa linda anécdota del escritor con una niña y su muñeca, un Kafka enfermo sobrevolando en la imaginación desencantada de un ser angelical que logra entender, gracias a las cartas de un aspirante a padre que nunca lo fue, por qué su compañera se ha marchado.

Con los libros de Kafka en la biblioteca propia, leídos a consciencia o como derrame de ficción, creo que podemos conseguir la mayor independencia para observar los acontecimientos de alrededor con la mirada crítica de quien quiere entenderlo como un aula para el crecimiento con menos dolor.  Es la tarea de quienes reciben ese talento y esa voluntad para entregar al mundo una sabiduría que es imprescindible elegir.  Franz Kafka es maestro.

 

El señor H.
se despertó sobresaltado, miró el reloj, que no había so­nado a la hora prevista, y se lanzó al baño. Conforme deslizaba las manos mojadas desde las cejas a las mejillas para espabilarse, se miró al espejo… y comprobó, no sin sorpresa, que le devolvía el reflejo de una bestia.

Abrió y cerró repetidamente los párpados, pero la imagen de la bestia no se iba.  Palpó el espejo.  Hizo guiños y gestos raros…  La bestia le respondía con ademanes idénticos:

—Buenos días —habló H.

Y la bestia movió los labios a la par del saludo.  No había duda, aquél era su rostro, pero los hombros, los brazos y el torso tenían forma humana.  Se miró abajo y también el tronco y las piernas presentaban la forma de hombre.

La cosa de allí enfrente era horrible, con ojos saltones, na­riz de perro y boca de tiburón.

intentó calmarse.

Se vistió en el dormitorio sin notarse nada extraordinario.  Volvió al baño.  Mecánicamente, levantó la mirada hacia el es­pejo.  La imagen seguía ahí.

Decidió salir a la calle. Podría ser un hecho traumático, pero tenía que salir.  Además, sentía en el baño cierto olor a guarida de alimañas.

Bajó en el ascensor y al cruzar por delante de la portería volvió el rostro y agachó la cabeza.

—¡Señor! ¡Señor H.! —le llamó la portera.

Se vio obligado a detenerse y contestar.

—Dígame.

—Señor H.  Debo recordarle que hoy cortarán el agua hasta las ocho de la tarde.

—Gracias.

La portera no se había extrañado de su aspecto.  O quizá había vuelto a su estado normal.  Intentó verse en el cristal de la carnicería.

—Buenos días, señor H. —le saludó el carnicero.

—Buenos días —contestó.

Y a la vez que oía el saludo estaba comprobando que su rostro mantenía la configuración de bestia…  Sin embargo, tanto la portera como el carnicero le reconocieron y no se habían asombrado.  La situación le resultaba sarcástica, y pensó si su vista no sufriría algún defecto.  Hizo averiguaciones observando a su alrededor las cosas del barrio y comprobó que las veía como siempre.

Se introdujo entre el bullicio de la calle y nada extraño ocu­rrió.  Podía pasear con normalidad.

Caminó largo rato intercambiando saludos forzados con otros ciudadanos, que siempre eran contestados mirándole al rostro sin sorpresas.  Entró a una calle por la que nunca había tran­sitado y lanzó su buenos días a un hombre de mediana edad que arreglaba su jardín:

—Perdón, señor, tiene usted cara de bestia inmunda —le espetó.

—¿Cómo dice?

—Su cara, señor, es una mezcla de perro y tiburón.

—¿La ve usted así?

—Sí, ya lo creo.  Pero pase, pase, por favor.

H., alucinado, entró a la casa.

—Venga por aquí, sígame.

El hombre de mediana edad le hizo entrar a una estancia amplia, únicamente ocupada por cuatro sillones orejeros como esquinas de un cuadrado amplio.  Entre ellos el suelo se cubría con una alfombra redonda llena de dibujos cabalísticos.

—¿De verdad que usted me ve con cara de bestia?

—Ya lo creo, y además percibo su olor—. Hizo un gesto de asco—.  Pero siéntese, siéntese.

—Gracias, ¿señor…?

—Samsa, Gregorio Samsa.

El señor Samsa ocupó el sillón frontal al de H.

—Y, ¿cómo se siente usted, señor…?

—H., Franz H.  Me siento muy extraño.  Usted ha sido el único que me ha visto la cara de bestia.

—Lo entiendo, lo entiendo.  Tuve yo cierta experiencia.

—¿Experiencia?

—Así es, pero no viene al caso.

—Entonces, ¿piensa que esto que me sucede es normal?

—Normal no, pero no es el único, ¿sabe usted?

El señor Samsa hablaba con un tono misterioso, pero como daba la impresión de que sabía algo sobre casos parecidos al suyo, H. empezó a encontrar cierto consuelo.

El señor Samsa departió amablemente con el señor H. en una conversación de temas cotidianos.  La sala se impregnó de un olor a bestia bastante desagradable.

Cuando dieron las doce, el señor Samsa, muy correcto, pi­dió excusas y dio por concluida la visita, pero invitó al señor H. a regresar al día siguiente a la misma hora.

salió a la calle muy satisfecho, entendiendo que había encontrado un hombre afable que sabía comprenderle ante su desgracia. Cuando llegó a casa, se preocupó de ventilarla bien y pasó el resto del día viendo la televisión. Naturalmente, no pudo dejar de pensar en su aspecto monstruoso, reflejado en todos los cristales y espejos, pero el recuerdo del señor Samsa le ayudó a quitar importancia al problema.

A la mañana siguiente, se dirigió a la residencia de su ama­ble anfitrión con deseos de preguntarle algo más sobre los casos similares que conocía, pero el señor Samsa se escabulló y la conversación derivó en los mismos temas intrascendentes del día anterior.

Así transcurrieron cuatro tertulias más.

El séptimo día, el señor Samsa, más misterioso que de costumbre, se atrevió a ofrecer al señor H. un procedimiento para superar el problema.  H. mostró mucho interés y decidió cumplir a rajatabla todas las instrucciones que el amable confi­dente le indicó.

Aquella noche, antes de acostarse, H. ya había realizado todas las fases del método y se dispuso a dormir para esperar el resultado.  Tardó horas en recibir al sueño… y despertó sobre­saltado a la mañana siguiente. El reloj no había sonado a la hora programada. Al acordarse de su cara, se lanzó raudo al baño.  Se miró de inmediato en el espejo… y ¡había vuelto a su aspecto normal!  Se acordó de su benefactor, el señor Samsa y decidió que debía darle las gracias.

—¡Dios mío!  ¡Un monstruo! —gritó la portera.

comprobó que se dirigía a él. Y desde la calle:

—¡Una bestia! ¡Una bestia!

corrió hasta la cristalería y vio que su cara mantenía el aspecto normal que se había reflejado en el espejo del baño.

—Pero… ¡qué barbaridad! —gritó el zapatero—. ¡Es una bestia!  ¡Llamen a la policía!

La gente se arremolinó en torno a H. guardando cierta distancia para protegerse de un posible ataque, dado el aspecto del señor H., quien comenzó a sentir confusión y miedo.  A su alrededor se sucedían gritos de horror y comentarios sobre su aspecto de perro y tiburón.

“No puede ser”, pensó H. y volvió a mirarse en el cristal de la carnicería.  Allí se reflejaba su imagen corriente. H. se vio prisionero por la muchedumbre.  A lo lejos, se oían las sirenas de la policía.

emitió un rugido, la gente se apartó y aprovechó para salir corriendo hacia la casa del señor Samsa.

En el lugar de la casa del señor Samsa aparecía un solar de­solado.


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