Por Carlos Manzano
Supongo que lo primero que debe hacer uno antes de ponerse a escribir de su viaje a la República de Corea es justificar el porqué: ¿Por qué Corea del Sur? No estamos hablando de uno de los destinos turísticos más en boga ni tampoco de un país que destaque por alguna característica cultural o geográfica específica. Si el nombre de Corea aparece de vez en cuando en los medios de comunicación europeos es por su conflicto con su vecino del norte, ese reino pseudomedieval dirigido desde el más absoluto desprecio por la vida humana por el inefable Kim Jong-un. De hecho, a día de hoy Corea del Sur apenas recibe turistas extranjeros. Entonces, ¿por qué este país y no cualquiera de los otros exuberantes lugares que lo rodean? ¿Dónde reside su atractivo?
Como primera respuesta, debería decir que esa precisamente es una de las razones que me impulsó a elegir este país como destino vacacional: su irrelevancia turística, o lo que es lo mismo, la seguridad de que nos íbamos a encontrar con un país en su estado puro, sin apenas añadidos artificiales ideados para el bienestar de los turistas menos exigentes. Para mí, al menos, eso supone un aliciente siempre bienvenido y una magnífica oportunidad para adentrarme (en la medida de mis posibilidades y de las circunstancias) en la vida cotidiana de sus gentes: comer en los restaurantes en los que ellos comen, alojarme en los hoteles donde ellos duermen, comprar en las tiendas donde ellos compran, asistir a los espectáculos de los que ellos disfrutan… O lo que es lo mismo, reforzar la ilusión de que, aunque muy superficialmente (o incluso de una manera simbólica), uno ha sido coreano durante unos cuantos días.
Pero hay más motivos que esos, por supuesto. Supongo que porque con los años uno trata de evitar las complicaciones innecesarias y acaba cansándose de regatear a todas horas si no quiere pagar cantidades desorbitadas y acabar desconfiando de todo el mundo —algo bastante habitual en otras latitudes—, eliminar la posibilidad de ser engañado, timado o sencillamente dirigido por los intereses comerciales de otros se convierte en un incentivo muy a valorar. En Corea del Sur (como en Japón y supongo que en otros países de la zona) nadie trata de aprovecharse del extranjero ni de abultar disimuladamente (o descaradamente) los precios. Nadie trata de engañarte. No eres un objetivo para los timadores. La despreocupación a la hora de llevar acabo cualquier operación comercial es, por tanto, casi absoluta.
Hay más razones, cómo no. Mi atracción por Asia, por ejemplo, por su gastronomía, por su vitalismo, por sus paisajes; la facilidad para circular por el país usando medios públicos de transporte, numerosos, baratos y accesibles; contemplar las transformaciones de una sociedad que hasta hace apenas unos años era eminentemente rural y que ahora ocupa uno de los primeros puestos mundiales en producción industrial y desarrollo tecnológico. Tradición y modernidad; presente y pasado. En fin, todas esas cosas que siempre me ha parecido conveniente tener en cuenta a la hora de viajar. Y he de decir que, una vez terminado el viaje y valorados los pros y los contras, Corea del Sur no me decepcionó en absoluto y sí me proporcionó, en términos generales, incluso más de lo que esperaba del país.
Pero más allá incluso de todo lo anterior, debo decir que los viajes, cada vez de manera más nítida, valen para mí lo que valen los instantes aislados o discontinuos que me proporcionan, los momentos en que me siento por entero fuera de mi entorno habitual, ajeno a cualquier elemento reconocible, enajenado de mi vida cotidiana; los intervalos en los que, por decirlo de alguna manera, me sumerjo en un extrañamiento total y puedo dejarme secuestrar por lo que dictan mis sentidos (esa fuente inagotable de placer) y no tanto por lo que veo o lo que hago. Para mí, ante todo, el viaje es un cúmulo de sensaciones, y en función del grado y variedad de esas sensaciones puedo decir que su disfrute ha sido mayor.
Resulta complicado hacer un resumen de todo lo que llegó a deparar este viaje. Podría empezar, como primera conclusión, diciendo que Corea es un país de naturaleza abrupta y espectacular, lleno de contrastes y de sorpresas inesperadas, un país sin duda bello. Alberga también un buen número de lugares históricos en estado de conservación, además, muy aceptable. Por el contrario, los núcleos urbanos comparten, salvo pequeñas excepciones, la fea sobriedad de las ciudades-colmena, antiestéticos edificios de elevada altura y nula ornamentación exterior donde la gente simplemente vive. El tráfico, bastante numeroso y algo caótico, puede ser sorteado con facilidad gracias al magnífico entramado de transporte público, barato y eficaz, que recorre el país. La población —o al menos el 99% de la población con la que tuvimos contacto de una u otra forma, por muy superficial que fuese este contacto— siempre mostró con nosotros una exquisita amabilidad. Ninguna queja en ese aspecto, ni siquiera podría citar un solo incidente. Hay que saber, eso sí, lo que uno no va a encontrar en Corea: exotismo, arquitecturas sobresalientes (exceptuando sus palacios y sus templos), aventura, riesgo, grupos étnicos tradicionales. Corea del Sur es, pues, un lugar adecuado para los que disfrutamos viendo, sintiendo, experimentando, percibiendo a través de los sentidos o, por decirlo de una manera sencilla, no tanto un espacio para la acción como para la contemplación. Quizá el viaje adecuado para individuos que, como es mi caso, se aproximan peligrosamente al medio siglo de existencia y ya no buscan emociones fuertes sino una especie de silenciosa comunión consigo mismos.