por Carmen Bandrés Sánchez-Cruzat

 El acto de creación es fruto de una sensibilidad especial que emerge e impregna todo lo que rodea al autor. Y es siempre así, tanto se trate de una partitura, un lienzo o unos folios en blanco sobre los que expresar por escrito las ideas y sentimientos que nos embargan. Todo aquello que percibimos, todo lo que nos envuelve, todo lo que, por uno u otro camino, adquiere sentido para nosotros, influye y repercute en lo que somos y pensamos; todo, también, se refleja en lo que expresamos, tanto más en cuanto se trate de un texto esmeradamente elaborado, espejo fiel de la personalidad del autor. Nada tiene, pues, de extraordinario que lo escrito durante la madurez, cuando los años han colmado de vivencias la existencia, presente matices henchidos de un sabor muy particular, de un aroma que no puede encontrarse en la obra de autores poco templados por los azares de la vida.

Hoy, cuando el ritmo impuesto por nuestra desquiciada sociedad naufraga en una espiral viciosa de urgencias sin sentido, cuando reina el plagio, la cantidad se impone sobre la calidad y resulta difícil eludir la penosa obligación de publicar a cualquier precio, adquiere tanto más valor el privilegio de disfrutar, serena y sosegadamente, de unas obras en las que el tiempo parece haberse detenido; donde nada apremia salvo el anhelo de profundizar en esas reflexiones tan apacibles como abisales que el autor nos ha querido transmitir.

Amigo lector que corres detrás de metas inciertas, detente. Abandona tu carrera por un momento. Relájate. Aspira y exhala despacio ese hálito vital que desprenden las páginas de oro de las cuatro obras maestras que voy a comentar, en las que la madurez es un camino de doble sentido, un viaje de ida y vuelta donde origen y destino llegan a tocarse y enriquecerse mutuamente. Un periplo en el que el autor y sus personajes han dejado muy atrás sus veleidades de juventud.

Naguib Mahfuz escribía y publicada “El café de Qúshtumar” por fascículos cuando recibió el Nobel y su vida se aproximaba a la octava década, un lustro antes de sufrir el atentado perpetrado por fundamentalistas islámicos que le condenaría a una reclusión prácticamente total. Los protagonistas de esta novela son cuatro amigos que se reúnen en un café cairota y cuyas vidas sirven al autor para realizar un fértil recorrido por la esencia de la sociedad egipcia durante el pasado siglo. La narración es un canto a la amistad sincera y noble, cuyo escenario podría haber sido cualquier otro rincón del orbe; de hecho, poco importan aquí los movimientos entre bambalinas ni tampoco las arrugas que poco a poco inundan los rostros de estos cuatro amigos, que sucumben una y otra vez al desánimo y a las vicisitudes impuestas por la vida, pero que siempre se cobijan en el refugio que esa mesa amiga del café les ha brindado cotidianamente desde su ya muy lejana adolescencia. Poco cuenta la descripción de unos ambientes y un devenir histórico que nos resultará bastante exótico; aquí el protagonista es la amistad, unida a la visión del mundo a través de unos ojos cansados de mirarlo durante demasiados años.

También Ernest Hemingway recibió el Pulitzer y el Nobel poco después de escribir su más afamada obra “El viejo y el mar”, la cual constituiría casi su último trabajo de ficción. La relación, con el mar como telón de fondo, entre un viejo a quien nadie reconoce ya su derecho a seguir viviendo y un mozalbete que apenas ha iniciado su travesía vital, proporciona a Hemingway una maravillosa oportunidad para desvelarnos un mundo pleno de contrastes en el que la experiencia de la senectud y el vigor apasionado de la mocedad saben encontrarse sin conflicto ni derrota. Los lazos que ambos han creado, sus vínculos entrañables y su complicidad, van mucho más lejos de un traspaso generacional, como así también la batalla del viejo con el tiburón y, sobre todo, la futilidad de su laboriosa victoria, trascienden la aparente simplicidad de una historia en cuyo seno se esconden las auténticas verdades de nuestra existencia.

Existen muchas similitudes entre la novela de Hemingway y la de José Luis Sampedro, “La sonrisa etrusca”, pero si la primera nos muestra un escenario descarnado, sin elementos que puedan distraer la atención del lector, siempre centrado en la esencia pura de la narración, José Luis Sampedro nos entrega una obra en la que el marco adquiere una importancia singular. Hay muchas batallas secundarias que ocupan su lugar como ramas accesorias del tronco principal para acompañarnos en la entrañable relación que un abuelo entabla con su pequeño nieto. Es muy difícil sustraerse a la emoción que nos provocan los sentimientos de ese abuelo condenado a una muerte próxima, a quien la sonrisa de un niño puede transportar al paraíso. Y ahora, sí; las relaciones intergeneracionales, el particular modo de conducirse en la vida y entender el mundo que rodea a cada uno de los personajes, cobran en esta novela un sentido maximizado, en particular los conflictos derivados de los diferentes enfoques que pueden alternarse en la educación de un niño y la importancia crucial del afecto para su desarrollo equilibrado. Pero, cualesquiera que sean los ojos con que se lea esta novela, solo quienes son abuelos o están en edad de serlo pueden llegar a comprender totalmente los delicados y sutiles matices que el autor ha sembrado entre líneas.

Por último, Luis Sepúlveda escribió su más reconocida obra, “Un viejo que leía novelas de amor”, cuando aún le faltaba una década para cumplir el medio siglo. Un viejo que lee novelas de amor es un viejo que conserva su ilusión de juventud, que no ha perdido la esperanza ni el anhelo de vivir; un viejo que solo lo es en el calendario, que mantiene su corazón joven a pesar de las mil cicatrices que el tiempo ha dejado en su piel. El viejo que nos describe Luis Sepúlveda aspira a saborear con coraje hasta el último suspiro de su existencia y, como Goya, todavía es capaz de exclamar convencido: “Aún aprendo” Su temple optimista, vital, resulta envidiable, tanto más cuando la novela aspira a convencernos de que el sueño es posible. Un hombre condenado a la ignorancia durante su niñez y adolescencia, cuyo único maestro fue su propia vida; un hombre que ha aprendido a convivir en armonía con la naturaleza y que cuando aprende a leer se apasiona con las historias de amor… No falta en la obra el trasfondo de un argumento que en modo alguno puede considerarse trivial y que para muchos lectores supondrá la esencia de la novela: quizá su entramado de raíz ecológica o el triunfo de una concepción anclada en la tierra sobre las superficialidades del mundo moderno supertecnificado; por qué no, también, la victoria de David sobre Goliat, o con mayor propiedad en este caso, la de un hombre inerme frente a la fiera devoradora (por más que se nos hagan evidentes y razonables sus motivos para convertirse en un animal feroz y sanguinario). Pero yo prefiero quedarme con otra idea más sutil: la plenitud de la madurez.


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