por Miguel Ángel Marín Uriol

NUNCA MÁS

Hacía algún tiempo que no me visitaba. Siempre esperaba su llamada cuando entrara septiembre, y un día cualquiera, llegara a mis paseos en la figura intacta de la dicha con cuerpo de mujer.
Pequeña, vaporosa, inmersa bajo una túnica de organza, me llamaría desde el jardín del claustro con ojos aplaudidos por las gárgolas.
Cuando a la desesperanza dirigía mis pasos con la mente perdida entre cipreses junto a la esbelta estatua de un dios besando estrellas; apareció entre nubes y sus pies eran música, y su cuerpo vibraba al compás de los ecos de la excelsa mirada que galopaba un éxtasis, seguido de un silencio que se hizo frenético.
Cuando quise besar su cintura enigmática, musitó algunos versos que entonces no entendí.
Si la abracé ilusionado, me alejó dulcemente.
Minutos después nuestros cuerpos rodaban, y el césped era el tálamo donde se protegían ilusión y destino.
Ella se levantó, indómita, dominante, agresiva.
Yo le extendí los brazos, suplicante, al tiempo que gritaba “Nunca más, dime que no lo harás nunca más”.
Recostó lentamente su cabeza en mi hombro. Cogidos de las manos cruzamos el templete mientras nos repetíamos: “Nunca más, nunca más”.
DOS MENSAJES
En estos momentos acabo de abrir el correo.  Entre la esponjada  y excesiva publicidad que recibo a diario, hoy me han sorprendido, me han emocionado dos correos.
Por un instante he dudado acerca de quien pudiera ser el remitente y sigo sin saberlo.
El primero decía: “Acabo de morir y ya nadie me echa de menos.” No pensaba que fuera tan querido”.
Escucho tras el cristal del expositor lo mucho que he vivido; todo son condolencias y bondades en cuanto a mi pasado.
Insisto, nadie me echa de menos, pienso, porque en lo sucesivo  ya no molestará mi sombra, ni siquiera al ciprés que cortaron ayer para hacer hueco a mis restos.
El segundo su contenido era exquisito. No decía nada. Lo he metido en la carpeta correos para guardar.
HOY

Las vocaciones se diluyen. La soledad hoy cumple años; un remanso de paz en la Cartuja.

En el jardín del claustro, el pozo no cesa de manar senilidades.

En tanto, la fe se hace prodigio en lento reciclaje de un hombre solitario.

DEL CAMINO

Al final del camino no es la suerte quien juega la última partida del error. Es un suspiro, el nuestro, el que pone un final, un arresto salvaje a la pena y la nada del bastardo de turno, que no supo jugar la ingratitud del miedo y la angustia heredada de un horror miserable.

El último testigo no puede declarar ante su pueblo, multiplicó las críticas y el tirano ahora es él, con sus restos a cuestas de un camino endiablado que deplora la huída del vencido.

No existen paraísos si no los has vivido, me solía decir. Sin duda equivocaba el respeto a la historia pese a ser inventada. Pero yo lo apreciaba. Lo veía de joven vestir los uniformes triunfalistas del último ignorante, paladeando al uso la malicia encorvada de un prostíbulo que cobra las facturas con la ruina del tiempo.

Todo era derrochable para él: dinero, amigos, madre, familia, mujeres, sin otro manifiesto que vivir su verdad en un jardín de oro y alquitrán; el jardín de un edén desarbolado.

Los jurados del hombre tienen mala memoria. Cuando unos cuantos lustros desgasten con la herrumbre los herrajes de un tiempo enmohecido, alguien, al abrir la cajita de un corazón sangrante, no se encuentre al amigo; quizás sea yo mismo.


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