Aloma Rodríguez

CUBOS

Es un juego de diez cubos de cartón, con una de las caras sin cerrar para poder meter unos dentro de otros. Cuando los compré iban así: en una caja de cartón con un cordel rojo y todos metidos. El único que está cerrado por las cuatro caras es el más pequeño. Lleva el número uno dibujado en una cara. En otra, unos puntos negros. En las otras, una mariquita. Cada cubo lleva un número,un animal en su hábitat y en compañía hasta igualar el número de la primera cara (por ejemplo, diez osos polares, nueve lobos), y un cara que es un fondo aleatorio. Ese juego, comprado en un Tiger, lleva conmigo casi seis años, creo. No me acuerdo de cuándo los compramos. Ha sobrevivido a una mudanza y a tres hijos. Algunos cubos están rotos. Otros han sido arreglados. La caja en la que venían los cubos cuando los compramos acabó en el contenedor de papel hace menos de dos meses. Se pueden hacer torres con los cubos. Lo que más les gusta a mis hijos ahora es construir la torre usando los diez cubos. Hay dos obstáculos: el equilibrio y su hermana pequeña, que intenta tirarla en cuanto han montado los cuatro primeros. Una vez que está hecha la torre se trata de tirarla, claro, de un puñetazo el mediano, de una patada la mayor. También sirven para meter cosas dentro, o para usarlos como zancos, es lo que hace mi hijo mediano: mete cada pie en un cubo y arrastra las piernas para caminar. Es lo que hizo mi hija mayor. Es lo que hará mi hija pequeña. Es increíble que hayan durado tanto. Pero lo que de verdad me fascina de esos cubos es que todavía estén todos con nosotros, que hayamos sido capaces de guardarlos. Nosotros, que perdimos a la muñeca y al minibebé que llevaba siempre con ella mi hija mayor antes de cumplir los tres años. Nosotros, que dejamos olvidado en un tren al bebé Íñigo Montoya de mi hija mayor y en un banco del parque al bebé que reemplazó a ese bebé perdido. Nosotros, que perdimos en enero la Barbie que le había traído Papá Noel a mi hija esa Nochebuena. Cuanto más sobreviven los cubos más me apego a ellos, nuestra relación se hace más fuerte solo porque nos mantenemos unidos. Hace un par de años estuve a punto de tirarlos: ya no los usan, pensé, son de cartón, la nueva edición tiene dibujos más chulos. Pero luego me acordé de un día en que mi padre vino a Madrid y se quedó con mi hija mayor, entonces única, mientras yo estaba en la redacción del periódico semanal en el que trabajaba. La fui a buscar como cada día a las cuatro y la llevé hasta Fuencarral, donde había quedado con mi padre. Estaba en el quiosco, a la altura de Tribunal, y llevaba esos cubos. Mi hija se quedó con él y no miró atrás cuando me fui, tal vez hipnotizada por el poder de los cubos. Cada cierto tiempo, el más pequeño, el que es un cubo completo, el número uno, el que tiene una mariquita, desaparece. Me da pena, pienso que lo inevitable ha sucedido: lo hemos perdido. Pero poco a poco, empieza a crecer la esperanza en mí y me digo que siempre acaba apareciendo, y cuando ya me he olvidado de él, lo descubro metido en el armario de la cocina o en la caja de las muñecas. Lo llevo con el resto de cubos. Para comprobar que están todos me basta con mirarlos: como van descendiendo en tamaño, es fácil descubrir al primer golpe de vista si falta alguno. Si hay algún hueco, el cubo ausente suele estar en la misma habitación, el salón, un poco apartado, debajo del sillón, por ejemplo. Lo coloco en su sitio y los miro con cierta admiración: nos felicito por la supervivencia. No sé si eso dice algo de mí, de mi familia, de mi pareja, de mis hijos.

Ahora que los niños están todo el día en casa, que no salimos, juegan más con los cubos. He descubierto que hay uno que está un poco roto, necesita celo. Les he prohibido llevárselos a su habitación, les he dicho que esos son los juguetes de su hermana pequeña y que ya está bien de que se los quiten, ellos tienen muchísimos más juguetes. Les he pedido que dejen los juguetes de bebé en el salón. Pero no sé bien por qué lo he hecho. Pase lo que pase, creo que los cubos sobrevivirán. Nos acompañarán siempre. Y a veces no sé si es una maldición o algo bueno. Para ellos y para nosotros. Pero ahora me cuesta imaginar la vida sin esos cubos.

Aloma Rodríguez (Zaragoza, 1983) es escritora. Ha publicado París tres, Jóvenes y guapos, Solo si te mueves y Los idiotas prefieren la montaña, todos en Xordica. Escribe habitualmente en Letras Libres y colabora en Radio 3. Vive en Zaragoza.

Fotografías de María Sánchez


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