HACíA semanas que notaba algo raro. Era una opresión indefinida que continuaba durante el sueño, un vago malestar que no cesaba en ningún momento. A veces permanecía inmóvil, tratando de recordar cómo eran antes las cosas, y conseguía, por un instante, olvidar la molestia; pero la paz duraba apenas lo que dura el intervalo entre dos pensamientos. No era dolor. Se parecía a transitar por un laberinto estrecho de paredes blandas, chocando contra ellas sin hacerse daño, pero acumulando la fatiga del roce continuo. No había nadie. Sólo el ruido acompasado que habitaba la estancia. Le gustaba oírlo y dejaba transcurrir el tiempo escuchando atentamente, sin atender a los otros sonidos. No sentía frío ni calor y no pensaba en ello. Lo que más le distraía eran las largas horas de claridad, que llegaba tamizada de no sabía dónde. Durante esos periodos luminosos abundaban los ruidos incomprensibles, las sacudidas imprevistas. Después retornaba la oscuridad completa donde aguardaba, nítido y persistente, el ruido acompasado. Tal era su monotonía que al poco ya no lo notaba y se replegaba a sus pensamientos, confusos e indescriptibles, y dejaba transcurrir el tiempo como el ciego que mira extasiado cómo rueda una bola de nieve. A menudo recordaba una edad más ligera que no podía ubicar. El mundo era entonces solitario y tranquilo. No existían los sonidos ni existía la luz. Apenas percibía su cuerpo, joven e insensible, que nunca encontraba obstáculos, que casi no le pertenecía. Todos sus recuerdos de entonces eran muy parecidos, como lagos nevados, como ramos de azucenas, como bosques de almendros. Tantas versiones del mismo recuerdo que podía asegurarse que transcurrió mucho tiempo de la misma manera. La opresión llegó luego, no existía en esa época. Ninguna molestia, sólo calma. Calma como sustancia principal, matizada de múltiples modos. ¿Cómo calificarla y describir sus variaciones cuando se prolongaba durante tanto tiempo, cuando vivía en ella y la percibía constantemente, cuando constituía su principal y casi única sensación hasta tal punto que se definía por ella? Si hubiera podido pensar, la continua, inevitable percepción de la calma en variadas repeticiones habría trastornado su extraño equilibrio. Sin embargo, percibida con abandono, asimilada como un paisaje, la variación de la calma le proporcionaba un singular, aunque modesto placer. Así transcurrían entonces los días, sin esfuerzo. Sus recuerdos completos de ese tiempo eran escasos pues no contenían otros episodios ni sensaciones. Ni siquiera contenían las múltiples maneras en que percibió la calma, sólo la memoria de que fueron muchas. Cuando terminaba de recordarlo todo comenzaba de nuevo y revivía otra vez el limitado repertorio. En algunas ocasiones se asociaban a los recuerdos sensaciones corporales: presión en el costado, la torsión de una pierna, un pequeño golpe en la cabeza… En cada caso la sensación era ligeramente distinta y, de esta manera, poco a poco, iba almacenando en su memoria numerosas versiones de los mismos recuerdos, cada una ligada a una parte distinta de su cuerpo cada vez más torpe y conspicuo. Pero ahora la consideración simultánea de las distintas versiones de sus recuerdos completos ya no le proporcionaba sensaciones placenteras. Una inquietud creciente invadía su ánimo cuando recordaba a la vez los infinitos modos en que sintió la calma combinados con los incontables choques de cada parte de su cuerpo con la estancia. Quizá por ello notaba esa opresión indefinida, la compañía incesante de ese malestar continuo. Los choques que sufría, aunque indoloros, eran cada vez más frecuentes, perturbaban sus recuerdos y desencadenaban automáticamente el almacenamiento en la memoria de otra variante minúscula. ¿Cuantas podría recordar a la vez sin desfallecer? A la vuelta de cada movimiento le aguardaba un nuevo roce que sería almacenado como una nueva distorsión de sus antiguos recuerdos. Por fortuna lo ignoraba y, aunque las molestias iban en aumento, no se hallaba aún al borde de la desesperación, si bien se aproximaba a él inexorablemente.
De repente algo oprimió su cuerpo por todas partes. La opresión creció y en pocos segundos el dolor resultaba insoportable. Se contrajo y permaneció así, durante un tiempo imprecisable, en el extravío infinito de la angustia más aguda, con la mente atravesada por los continuos destellos de un sufrimiento inmisericorde. Apretaba los miembros al tronco con tal violencia que, si el dolor hubiese desaparecido en un instante, la simple presión que ejercía sobre sí hubiera bastado para hacerle chillar con todas sus fuerzas, si hubiera podido. Por fin, el dolor menguó hasta casi disiparse y pudo descansar. Durante algunos momentos permaneció con la mente quieta, sin recuerdos, sin sensaciones, hasta que reapareció el malestar vago que sentía desde hacía meses. Los recuerdos también volvieron. Resurgieron en sus múltiples formas ocupando los pensamientos hasta apoderarse de casi toda su atención, pero dejando un pequeño hueco dónde se condensaban en forma de angustia incontrolable. Recordaba, en ese momento, cada parte de su cuerpo chocando contra algo. Esos choques suaves, espaciados al principio, pero tan numerosos ya que su revisión simultánea le producía un vértigo estremecedor. ¡Si al menos hubiera podido caer a algún sitio! Oía y no entendía, y no podía escuchar pues su atención entera continuaba cautiva de la angustia. ¡Ahí viene otra vez! pensó antes de que el dolor fuera excesivo. La opresión volvía y alejaba los recuerdos. Al principio se alegró del cambio. Durante algunos segundos, mientras el dolor crecía y los recuerdos se desvanecían, recuperó un poco el ánimo, pero el alivio apenas duró. Enseguida el dolor fue tan extremo que desencadenó un pánico atroz. Parecía imposible que aquello pudiera prolongarse, pero el dolor continuaba, segundo tras segundo, sin signo de remitir: un dolor constante, completo, exagerado. Finalmente menguó. Fue entonces, antes de olvidarlo todo, antes de que su mente huyese y su cuerpo pudiera descansar brevemente, cuando le pareció percibir una sensación completamente nueva. No era agradable ni molesta: era nueva, y la acogió con sorpresa y curiosidad. ¡Sentía frío en la cabeza!, o eso le pareció antes de desvanecerse. Cuando volvió en sí, el frío continuaba, y en su percepción se entretuvo algunos instantes. Los ruidos se oían ahora mejor pero pronto dejó de escucharlos pues los recuerdos volvían, incontrolada y violentamente a ocupar sus pensamientos con desesperación y horror ilimitados. Revivió una vez más todas las sensaciones corporales acumuladas durante tanto tiempo y, por un momento, no fue otra cosa que el recuerdo de sus miembros doloridos y la impresión de no haber sido nunca otra cosa. El dolor volvía otra vez y, mientras huían los recuerdos, volvió a percibir el frío. Pronto el dolor fue insoportable. Ni más ni menos que las veces anteriores. Y de nuevo se desvaneció.
Hacía frío. Lo sentía en todo el cuerpo aún antes de recobrarse. Oía ruidos por todas partes. Le dolían los ojos de un modo especial y tenía una sensación extraña de ausencia y expectación. Sabía que ocurría algo, aunque tardó en entenderlo porque era extraordinario: la opresión había desaparecido. Intentó percibirla, pero no pudo. Volvió a intentarlo y se convenció de que no estaba. Le dolía todo el cuerpo, pero nada lo oprimía ahora. Los ojos sin embargo le dolían más que nunca. Era la luz. Luz en cantidades desmedidas que atravesaba sus párpados cerrados con una fuerza inusual. Faltaba algo más. Faltaban los recuerdos. Recordaba que tuvo recuerdos. Se estremecía aún al recordar que existieron, pero había olvidado ya su contenido. Pronto de olvidó de ellos. ¿Qué esperaba, dónde estaba? Sentía los ruidos, el frío y la luz intensamente. Y en ese preciso momento, mientras pendía inmóvil, sujetado cabeza abajo por una mano monstruosa, recibió un fuerte golpe en las nalgas y arrancó a llorar desconsoladamente.