José Verón Revista Iman número 22

El laberinto de la dicha

José Verón

El profesor Midas Walcott, millonario por herencia y emérito por años, quiso recuperar la felicidad a cualquier precio. Como primera medida ordenó la publicación en los periódicos de un anuncio escrito y destacado: “Compro felicidad. No importan el precio ni la naturaleza del bien”.
En su mansión de Black Rock Street, el profesor recibió innúmeras ofertas de objetos, métodos, servicios y disparates destinados a obtener la felicidad. Sólo contempló con esperanza algunas de estas propuestas, y en verdad que le proporcionaron algunas satisfacciones pasajeras, incluso épocas memorables que sólo la volubilidad de la condición humana impidieron perpetuar.
Un pintor neoyorquino de origen francés introdujo a Walcott en el placer secreto de la creación plástica. El gozo de plasmar los sentimientos con los pinceles le hizo pensar al emérito profesor que había alcanzado, por fin, la felicidad. Pero la realidad se presentó de súbito y le mostró su rostro oscurecido por lo inevitable: las obras pictóricas creadas durante aquellos días eran deplorables, indignas de cualquier contemplación. La decepción creció en la conciencia del profesor, a pesar del esfuerzo adulatorio de sagaz pintor neoyorquino, que le recomendó, como terapia y enseñanza, la fundación de una pinacoteca con obras maestras del arte actual. Accedió Walcott, dispuesto al riesgo y al dispendio para lograr lo que se proponía. Cuando comprendió que aquello no servía para colmar sus deseos, ya había consumido una buena parte de su fortuna, aunque a su patrimonio se añadían algunas obras pictóricas de nuevo cuño y dudoso valor.
Tras un periodo de languidez y abandono, Midas Walcott abordó otra de sus tentativas memorables para conquistar la felicidad. Aconsejado por un elegante súbdito libanés, en la mansión de Black Rock Street se instaló un exótico harén formado por jóvenes bellezas de origen muy diverso. La experiencia, agradable al principio, movió las dormidas pasiones del profesor, atrapado en las redes ocultas de los espejismos del amor urgente. Al fin, tras frecuentes disputas y diversos incidentes tragicómicos, el proyecto de felicidad amatoria se desmoronó, provocando el disgusto de Midas Walcott y la desaparición de otro buen pedazo de su estimable fortuna.
Buscó refugio en la inactividad y la meditación, pero los remordimientos por los fracasos anteriores no le permitieron recuperar la verdadera calma. Herido por el sentimiento de culpa, aún admitió otra propuesta para alcanzar la felicidad: la vía mística. Aconsejado por un joven profesor de ética llamado Clark Bent, buscó en la contemplación religiosa esa paz interior que hace dichosos a los seres humanos. El modelo adoptado, que se inspiraba en el quietismo del español Miguel de Molinos, funcionó satisfactoriamente. Parecía que el camino que llevaba hasta la felicidad era el adecuado. Pero el profesor de ética Clark Bent escondía entre sus íntimos deseos el crecimiento propio; y para ello necesitaba que sus discípulos crecieran y se multiplicaran. Con esta sola idea, convenció a su colega emérito para que financiara la construcción de un pequeño templo destinado a las reuniones piadosas y a la práctica del misticismo común. Así se hizo, tras lo cual el ambicioso Bent, una vez logrado su verdadero propósito, se apartó tajantemente de su generoso y sorprendido benefactor.
La depresión, hija de la decepción y el desánimo, cayó sobre Walcott como un muro de sombra. La fortuna, aunque lejos de la amenaza inquietante de la ruina, quedó bastante disminuida tras esta nueva aventura quebrada por el fracaso.
Pasaron los días. A pesar del aguijón constante de un molesto sentimiento de culpa, la tristeza se trocó en languidez. Los días le parecían eternos, y acabó por buscar alivio en el ejercicio físico, representado por largos paseos matinales o vespertinos, según la aconsejara el ánimo. En una de estas caminatas, Midas Walcott llegó hasta el hipódromo de Charing Cross y quedó fascinado por el animado rumor de la gente que se disponía a disfrutar de las carreras. Fue el principio de una apasionada afición a los caballos, que llevó al emérito profesor hasta la interesada excitación de las apuestas. Los vientos imprevisibles del azar transformaron al buscador de felicidad en un esclavo del juego y sus incertidumbres. Antes de acabar la temporada del hipódromo, los corredores de apuestas más oscuros habían caído sobre Midas Walcott y lo habían encaminado hacia la perdición. Al fin, la fortuna del profesor se diluyó en la nada, y aún le quedaron deudas que la gente del hampa estaba dispuesta a cobrar sin demora. Las crueles amenazas de los criminales le obligaron a vender la mansión de Black Rock Street y trasladarse a un humilde piso de alquiler. Entonces reparó en la escasa cuantía de la pensión mensual que el Gobierno le pagaba como profesor emérito.
Olvidado su afán de comprar la felicidad a cualquier precio, hubo de concentrarse solamente en sobrevivir. Volvió al estudio sistemático, a la investigación bibliográfica que le permitía redactar conferencias y artículos como método más adecuado para vivir con dignidad, aunque lejos de su encumbrada posición económica anterior al desastre. Midas Walcott se sometió al esfuerzo, a la disciplina intelectual y al interés por la sabiduría, y consiguió dormir sin pesadillas. Un día de noviembre, camino de la Biblioteca Central, divisó en la lejanía, como un vago espejismo entre la niebla, los tejados de la antigua mansión de Black Rock Street. Recordó el pasado opíparo y la búsqueda tardía de la felicidad. “Creo que debería sentirme hundido y desafortunado”, pensó. Siguió caminando y, con un gesto súbito, golpeó suavemente el poblado lecho de las hojas otoñales. Miró, después, hacia las alturas en las que la niebla se disolvía con lentitud.
“Al mediodía saldrá el sol”, dijo sin palabras. Volvió a mirar hacia la parte visible de su antigua y suntuosa mansión, apenas unos tejados abiertos por ventanas altas y alguna chimenea de piedra. Sonrió sin dejar de caminar, y esta vez no pudo contener las palabras: “La felicidad me ha resultado verdaderamente cara”, le dijo a la bruma, mientras sentía cómo el universo le llenaba los pulmones al respirar y le hacía volar sobre el otoño, tan ligero y feliz como los nuevos días.

 

La carta

Las luces de Lilandia empezaron a encenderse cuando el atardecer se consumía. Dispersos puntos luminosos sembraron el pueblo de pequeños gritos visuales. Hacía frío, el último, tal vez, de la primavera. Sobre un ambiente de intenso azul, una figura humana llegó por el camino del pinar y se dirigió hacia la taberna de Gaudo, única de la localidad. Entró despacio, como si temiera hacer ruido; pero sus pies tropezaron con un inesperado recipiente de hoja de lata, fruto del descuido ajeno, que rodó con estruendo y con el sobresalto de los tres únicos clientes y del tabernero, Carlos Gaudo, que conversaba con ellos y con sus respectivas jarras de cerveza.
-¡Perdón! -exclamó el recién llegado, un leñador llamado Tobías, simple y discreto hasta el silencio.
-¿Cerveza o vino? –preguntó Carlos Gaudo como aceptación de las excusas.
-Nada, nada.-dijo Tobías con un movimiento negativo de la cabeza.
-De eso no tenemos, -rió el tabernero, acompañado por leves sonrisas de los clientes.
-Vengo a traerle un recado de Arístides.- continuó Tobías, al tiempo que depositaba un sobre cerrado sobre el mostrador y daba media vuelta. “¡Adiós!”, se despidió sin más, antes de salir y perderse el ocaso.
Hubo unos instantes de silencio, sólo quebrado por el papel rasgado del
sobre al ser abierto.
Carlos Gaudo miró la carta detenidamente; volvió a mirarla con atención exagerada, la dobló con cuidado y la introdujo nuevamente en el sobre, que dejó en la estantería más cercana, entre una botella de vino anónimo y otra de “whisky” JB.
-Esto no lo esperaba. No, no y no. No señor, no lo esperaba.- murmuró ante la expectación creciente de los otros.
-¿Malas noticias? –dijo uno.
-¿Algún problema serio? -dijo otro.
Carlos Gaudo se refugió en un silencio meditativo.
-¿Podemos ayudarle? –preguntó el que había permanecido callado.
Los otros continuaron con preguntas sucesivas en un verdadero torrente de impertinencias inquisitoriales.
-¿Alguna desgracia?
-¿Son noticias de la familia?
-¿Se va a casar su hijo Carlitos?
-¿Va a llegar el ferrocarril?
Ante las preguntas agobiantes, Carlos Gaudo tomó el sobre, extrajo de él la carta y la entregó al cliente más próximo, que se la arrebató con avidez. El parroquiano desplegó el papel y observó con atención y gran sorpresa. Sus compañeros de taberna también expresaron su perplejidad al comprobar que la misteriosa carta era un papel en blanco.

 

El pensador

“Nadie puede saber el destino de los minutos sucesivos antes de que se consuman y desemboquen en otras riberas del tiempo; en esta sucesión casi infinita, sólo quedan pequeñas islas temporales que siempre pertenecen al pasado, nunca al devenir. Y son estas islas las que forman la historia, tanto la propia, con los islotes íntimos, como la Historia Universal, constituida por enormes e intrincados archipiélagos.”
Estas fueron las últimas palabras que el profesor Berna –don Julián Berna de la Paz- pronunció en los instantes finales de la clase de Cálculo Infinitesimal. Los alumnos, libres de su obligación académica, salieron del aula con menos alborozo que otras veces, en silencio, con alguna sombra reflexiva asomada en el rostro y cierta sensación de que la clase, en lugar de terminar, había comenzado precisamente en los momentos postreros.
El profesor Berna se refugió en la solitaria biblioteca de la Facultad y permaneció en ella más de media hora. Hojeó el periódico sin detenerse especialmente en ninguna página concreta, difuso y pensativo, antes de abandonarlo distraídamente en la mesa de lectura. Luego, ante las estanterías repletas de libros, dejó vagar sus pensamientos. El raudal del tiempo, esa línea temporal que une el pasado con el presente fugaz y con el futuro, un misterio que nadie sabe cuándo empezó ni cuándo terminará, se había convertido para el reflexivo profesor en una idea fija difícil de evitar. Cansado de su errática meditación, cambió de lugar. Se aproximó al gran sillón de la cabecera y, en un repentino gesto de abandono, se dejó caer en él. Poco después, alejado momentáneamente de sus disquisiciones filosóficas, se sintió cómodo y tranquilo por primera vez durante la jornada. Un minuto después, tal vez por el cansancio acumulado o quizá por la falta repentina de actividad mental, se quedó dormido.
Como suele suceder en las siestas inesperadas, Julián Berna de la Paz tuvo un sueño basado en una historia desordenada y rara en la que el tiempo aparecía como una sustancia viva, inmensa y casi tangible, nacida a su vez de otro elemento inexpresable y sin medida. Diríase que no existían en ellas los días y las noches, aunque podía deberse al vertiginoso ritmo con que se sucedían. ¡El tiempo como una sustancia viva de dimensiones inconcebibles! Tal era el sueño del profesor. La sustancia onírica era, sin duda, sobrecogedora. “Mas despertó del dulce desconcierto, / y vio que con la muerte estaba vivo,/ y vio que con la vida estaba muerto.” Al despertar recordó, sin razón aparente, estos célebres versos de Quevedo. Entonces reparó en que no había islas en el reciente sueño. El tiempo que había llenado la vida onírica de Julián Berna de la Paz se parecía bastante al concepto que de él tenía en la vida consciente, pero en el Cronos soñado no aparecían las islas. ¡Un tiempo sin islas! La idea de la historia, tantas veces expresada por el profesor, como una crónica que describía los archipiélagos formados en el paso del tiempo, ahora le parecía ridícula. Aunque la materia académica que explicaba el profesor se refería a las Ciencias Exactas, eran las numerosas anécdotas y las sugerentes teorías con vestiduras filosóficas las que le habían proporcionado un envidiable prestigio en la Universidad.
Julián Berna se puso de pie y caminó hacia la puerta de la biblioteca universitaria sin dejar de pensar. Antes de abrir, soltó el pomo, dio media vuelta y, dirigiéndose a las sillas vacías, preguntó angustiado:
-¿Y qué puñetas les cuento mañana a mis alumnos?
Recibió por respuesta la perezosa burla del silencio. Afuera, en el Paraninfo, el viento del otoño elevaba hacia la nada sus quejidos desesperados, insistentes, agudos, casi humanos.

 

Los relatos que aquí recogen vieron la luz anteriormente en “Cuentos para sentir las horas” – Mira Editoras-Zaragoza, 2014

José Verón Gormaz (Calatayud, 1946)
Poesía:Legajo incorde (1980); Instrucciones para cruzar un puente (1983 y 2012); Tríptico de silencio (1984); Baladas para el tercer milenio (1987); Auras de adviento (1988); Ceremonias dispersas (1990); Pequeña lírica nocturna (1992, 1999, 2003); A orillas de un silencio (1995); Antología poética (1997); Epigramas del último naufragio (1998); Él naufragio perpetuo (2000); Rayuela blues (2000); Cantos de tierra y verso (2002); La llama y la sombra (2003); Libro de horas perseguidas (2005); Él exilio y el reino (2005); Epigramas incompletos (2007); En las orillas del cielo (2007); El viento y la palabra (2010); Ritual del visitante (2012). Sala de los espejos (2014); Un mar de montes (2014); Claros de bruma (2017); Satirologio (2018)
Ensayo: San Roque bilbilitano (1982); M. Rubio: Através del tiempo y el espacio (2009).
Narrativa: La muerte sobre Armantes (1981, 2006); Camino de sombra (2004); La letra prohibida (2004); Las puertas de Roma. Crónicas de M. Valerio Marcial (2012). Cuentos para sentir las horas (2014); El espíritu del frío (2017).
Fotografía (con texto vario):Calatayud, imágenes y sueños (2000, 2002); José Verón Gormaz (2001); Calatayud, ciudad en el tiempo (2001, 2004, 2009); Los dedos de la luz (2003, con poemas de Mariano Castro); Aragón imágenes (2009 y 2010). Premios: Premio San Jorge de Novela (1981); Amantes de Teruel de Poesía (1981); Ciudad Santo Domingo de Poesía (1982); Premio Husa de Periodismo (1984); Isabel de Portugal de Poesía (1988 y 1994); Internacional de Poesía Juan Alcaide (1989); Premio Hermanos Argensola (1999); Ciudad de Caspe (1999); Premio Búho 1999 de Asociación de Amigos del Libro. Medalla de Oro de las Cortes de Aragón (2006). Hijo Predilecto de la ciudad de Calatayud (2007). Premio Honorífico de la Asociación Aragonesa de Escritores 2009 ( I Premio “Imán”).
Premio de las Letras Aragonesas 2013

(Traducido al inglés, catalán, búlgaro, rumano, francés, inglés, alemán…)


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido