separadorPor Carmelo Romero

separador

 

            

Cierro los ojos para escapar de este fango y poder oler a heno, porque es ese olor el que me trae tu risa y con ella las noches en las que se pueden contar, una a una, las estrellas y sentirse, como tú y yo nos sentíamos, Louise, esclavos de nada y dueños de nuestro mañana.

Mantengo los ojos cerrados, Louise, para que el aire sea el olor al heno que segué esta tarde; y el carro, la mula, el perro y mi canción de vuelta a casa; y tu risa en la fuente, cántaro en la cadera, pañuelo rojo en el cuello y pelo al aire; y la noche sobre la hierba para sabernos libres y contar las estrellas una a una.

Sé que debería abrir los ojos, y regresar a la realidad del fango, pero no quiero, porque necesito estar vivo. Al menos unos minutos al día debo obligarme a estar vivo. A oler a heno y a sentirme junto a ti, Louise.

Dice el sargento que siempre hay que estar ojo avizor y alerta; que deberíamos aprender de las liebres y dormir como ellas, con los ojos abiertos; que en ello nos va la vida, la nuestra, la de nuestros compañeros, y la de la patria. Pero ya no hago caso al sargento. Ni en esto ni en casi nada.

¿Para qué, Louise, tener los ojos abiertos? ¿Para sumergirme lentamente en la muerte? ¿Para que la vaya paladeando como el chorro continuo -¿recuerdas Louise?- del porrón en la taberna? No quiero abrir los ojos porque no quiero seguir viviendo el olor hasta la náusea de los muertos; la sangre hasta la náusea de los vivos; la tierra aguachirle hasta la náusea que nos llueve; el pum, pam, pum, pam hasta la náusea de los cañones y hasta la náusea el ratatata de las ametralladoras.

No quiero abrir los ojos, Louise, porque no quiero seguir viendo este cielo de tablas, sacos y plomo; ni estas tierras de plomo sin caminos ni linderos; ni un horizonte que termina, y termina aquí mismo, en alambradas, plomo y muertos. No quiero abrir los ojos porque no quiero perderos ni a ti, ni al heno, ni a las estrellas.

“No habrá guerra. No la habrá. Nosotros la impediremos”. ¿Recuerdas, Louise, con que convicción lo afirmaba Michel tan solo unos días antes de que estallara? “No habrá guerra”. Pero Michel, quizás en el pueblo todavía no lo sabéis, ya hace unos días que murió en esta guerra que según él no iba a haber porque él y los suyos y nosotros la impediríamos.

Un soldado escribe en la trinchera en 1914 (Museo Nacional de Holanda)

Uno se acostumbra a todo. Basta, simplemente, con que ese todo se convierta en cotidiano y abundante. Por ello hace ya mucho tiempo que yo me he acostumbrado a los muertos. En realidad ahora solo estoy acostumbrado a ellos. Y tanto, que ya no me duelen, porque únicamente somos un uniforme que ha ido absorbiendo – como absorbía la tinta aquel papel secante de nuestra escuela, ¿recuerdas Louise?- a la persona que un día se lo puso, hasta que de nosotros no queda nada y hasta que en un instante ¡zás! pasamos a ser un uniforme rebosante de sangre de ya nadie sabe ni importa quién.

Ya no me duelen -uno se acostumbra a todo- los miles de muertos de cada día, pero sigo llorando la muerte de Michel. Porque para mí, él, a diferencia de los demás muertos, no era un uniforme sino un rostro y una vida concretos. Un rostro y una vida a los que quise y quiero. Tú sabes, Louise, que era mi mejor amigo. Yo le enseñé a él, un manos finas hijo de médico, a segar el heno y a ordeñar las vacas y a recoger la parva y a cribar el grano y a subir a los árboles y a coger los nidos. De niño yo fui su dios, como después él lo fue el mío.

Lo sigo viendo tumbado junto a mí sobre la hierba, recién llegado de París y de la Universidad, hablándome sin cesar de aquel su nuevo dios, un compañero y amigo de su padre, que le había acogido en el periódico L´Humanité para expandir el ideal de una sociedad igualitaria.

“Tienes que venir a París y escuchar a Jaurès -me decía-, porque tú, aunque aún no lo sepas, también eres un socialista”.

Pero los dos sabíamos que yo no iría a París y que, aunque fuese, mi cabeza no estaba hecha para libros y periódicos, ni para sesudas reflexiones, ni para debates y oratorias políticas. Mi corazón podía ser, si él lo decía seguro que lo era, socialista, pero mi cabeza solo daba para el heno y las vacas y la hoz y el trillo y el grano.

Él quería a Jaurès, más que quererlo lo idolatraba, y yo también, sin conocerle, llegue a quererlo. Seguramente, Louise, porque él lo quería y porque todo lo que de él me contaba –discursos y artículos enteros que se sabía de memoria- me parecían los caminos a recorrer por cuantos deseábamos ser honrados no solo con nosotros mismos sino con todos los seres humanos.

“No habrá guerra. No la habrá. Nosotros la impediremos”. Y aquel nosotros eran Jaurès, y él, y los miles de personas que en París y en todas las ciudades de Francia y de Alemania y de Europa entera se manifestaban para exigir la paz. Y tú y yo, Louise, y cuantos en nuestras casas y en nuestros campos tan solo aspirábamos a vivir y a dejar vivir.

“No habrá guerra –decía Michel- porque los ejércitos somos nosotros; tus brazos y los míos. Y tus brazos y los míos y los de los demás trabajadores de todos los países, se negarán a empuñar las armas para acabar con los brazos y las vidas de otros trabajadores. No habrá guerra entre naciones, aunque sus gobiernos la decreten. ¿Qué son los gobiernos? Títeres –y Michel agitaba las manos y alzaba la voz-, nada más que títeres del gran capital. De esos grandes capitalistas que, sentados en una mesa, se repartieron el mundo, trazando con escuadra y cartabón los territorios en los que cada uno podía robar y que ahora entran en conflicto porque el uno, el otro y el otro consideran pequeño el espacio que en aquel reparto les correspondió para el robo.

“No habrá guerra entre trabajadores y sí -me insistía Michel- revolución en todos los países contra el capital. Ningún trabajador cogerá las armas para derramar sangre de trabajadores. Lo ha dicho Jaurès en Francia -y una tal Rosa y un nombre raro que ahora, Louise, no consigo recordar, en Alemania- (1), y en todos los países lo han acordado los líderes de los trabajadores, los dirigentes socialistas. No habrá guerra entre naciones porque esa es la guerra del gran capital y del imperialismo y los trabajadores ya hace tiempo que tenemos los ojos abiertos y claras las metas”.

Han pasado más de dos años de aquella noche del 31 de julio de 1914, pero la recuerdo, Louise, como si fuera ahora mismo. Yo tumbado sobre la hierba, mirando las estrellas y una luna grande y clara, y sentado junto a mí Michel, que había venido al pueblo para ver a su madre enferma. Michel hablaba y hablaba. Del capital, de la guerra, del imperialismo, de los trabajadores, del socialismo, de Jaurès. No sé, quizás él tampoco lo sabía, si quería convencerme a mí, reafirmarse a sí mismo, o quizás ambas cosas. No lo sabremos nunca. Y nunca tampoco volví a verlo tras aquella noche de gestos y palabras, de esperanzas y de miedos.

A la mañana siguiente, ya con Michel camino de París, supe que a su dios lo habían matado en el café Le Croissant a esa misma hora en la que, en aquel mi campo de heno y estrellas, me había estado repitiendo una y otra vez su nombre y su fe.

“No habrá guerra”, pero sobre las mesas de un café parisino yacía ya el primer cadáver. El de aquel, precisamente, que en Francia más tenaz, corajuda, razonada y públicamente se había esforzado en tratar de evitarla. Quizás en Alemania ya habrían asesinado también a aquella Rosa y a aquel otro dirigente socialista cuyo nombre no consigo recordar (2).

“Para el capital, Jaurès es Alemania” –me había dicho Michel-, pero las balas francesas que acabaron con él no habían acabado con Alemania, sino con las esperanzas de todos aquellos –también con las nuestras, Louise- que no queríamos empuñar las armas contra otros trabajadores como nosotros por el simple hecho de que lo fueran en otros territorios y otras patrias.

También Michel, me dirás, terminó combatiendo en un ejército que no lucha por la igualdad de los hombres, sino por las fronteras de las naciones, por esas nuevas lindes que delimitarán en qué espacios cada capital nacional podrá legalmente explotar y robar.

También Michel, sí, combatió en este ejército que nunca fue el suyo. Ni el suyo, ni el mío, ni el de ningún soldado. No me preguntes, Louise, por qué aquellos miles de gargantas que atronaron las calles en contra de la guerra de pronto quedaron mudas o, lo que es peor, enronquecieron con el “Allons enfants de la patrie”. No me lo preguntes Louise, porque yo tan solo soy un hombre hecho para el heno y el dalle y no tengo respuesta para estas cuestiones.

Tampoco sé quién mató a Michel. A Jaurès, sí. A Jaurès lo sabemos todos, porque en la paz cada muerto y cada asesino tienen rostro y nombre propio, pero en la guerra no (3). En la guerra todos somos un mismo uniforme, un mismo casco, unas mismas botas y un mismo fusil que nos van absorbiendo, ya te lo dije Louise, hasta que solo somos eso y nada más que eso. Quizás sea mejor así, porque si matamos, matamos a muertos y porque, para el mando y para la patria, nadie muere mientras hay cuerpos que ocupan los uniformes que de otros cuerpos se vacían y mientras hay brazos que disparan las armas que otros brazos dejan de disparar.

El pintor alemán, Otto Schubert, envió a su prometida Irma decenas de postales en las que dibujó escenas de la vida cotidiana de los soldados en la trinchera entre 1914 y 1916

¡La patria, Louise…, la patria¡ Bien mirado, la patria es la que mató a Michel. A Michel y a todos cuantos cuerpos murieron con su uniforme. Y a todos los que enfundados en él ya no estamos vivos. Y a todos los que se seguirán embutiendo en uniformes nuevos, porque la patria ya solo es una fábrica de uniformes y los uniformes una fábrica de muertos.

La patria, Louise,… la patria. A este lado de la alambrada, en estos kilómetros de trinchera que despiden balas, la patria asesina, y al otro lado, detrás de aquella alambrada, en aquellos paralelos kilómetros de trincheras y de balas, otra patria asesina.

“Allons enfants de la patrie..”, ahora comprendo por qué en mi padre había un cierto tono de tristeza, algo así como una nube en día claro, cuando oía el himno. A él también le obligaron, hace cuarenta años, a combatir por la patria y contra esa misma patria contra la que dicen que yo combato ahora. De aquella guerra le quedaron una cojera y un uniforme. Que fuera visible al exterior, nada más, que yo sepa (4).

¿Te enseñé alguna vez, Louise, ese uniforme suyo? Es igual, prácticamente igual, al que yo llevo ahora.

En varias ocasiones encontré a mi padre en el desván que teníamos en casa para guardar los trastos viejos, sentado en una silla desvencijada y con los ojos clavados en el arcón en el que guardaba su uniforme. Creí ver entonces en su mirada un poco del orgullo del excombatiente y un mucho de la tristeza del vencido. Ahora sé que era otra cosa.

Ahora sé que necesitaba contemplar el uniforme con la esperanza quizás de que le devolviese, mirada a mirada, lo que día a día y hora a hora le había ido quitando de sí mismo.

Si algún día, Louise, acaba la guerra volveré con este uniforme a casa. No dejaré que me lo quiten, porque también yo necesitaré, y cuánto, recuperar todo lo que de mí ha absorbido.

Pero, ¿tendrá fin esta guerra? ¿Recuerdas que nos prometieron que sería rápida, apenas unos meses, unos días, un suspiro? ¿Acaso no es ésta la época de la velocidad? Dirigibles, globos, aeroplanos, ferrocarriles, coches, tanques, cañones de larga distancia, ametralladoras… En la era de la rapidez, una guerra relámpago. Cuatro días –pum, pam, pum, ratatata- y a casa con la victoria. Eso nos prometían los Poincaré y los generales que nos han dirigido y eso mismo les juraban a los boches su Guillermo emperador y sus generales.

¿Una guerra rápida? Ya estamos en el cuarto otoño y próximo a comenzar el cuarto invierno. Y aquí siguen las mismas alambradas y aquí seguimos los mismos uniformes. Ni avanzamos, ni avanzan. Tomar una trinchera es dejar miles de muertos en el fango para poder ver tan solo, unos cientos de metros más allá, otras alambradas y otras trincheras. El frente está detenido. Lo ha estado desde los primeros días de la guerra. Y vamos ya para el cuarto invierno.

Temo los inviernos, Louise. Aquí he dejado de amar, quién me lo iba a decir, a todas las estaciones del año, pero, más que a ninguna otra, odio al invierno. La primavera y el verano son, por encima de cualquier otra cosa, las ratas. Ya no les basta con la carne putrefacta de los muertos. Buscan la nuestra, y a veces la encuentran, porque quizás ya estamos tan muertos como los propios muertos. La guerra, Louise, es un criadero de ratas. Llegará un día, quizás la próxima primavera, en que o nos comerán o nos las comeremos. Porque si ellas tienen hambre, nosotros también. Y mucha. No te imaginas cuánta.

Pero antes de la primavera vendrá el maldito invierno. Y con él el frío y las nieves. En este norte de Francia la nieve es mucho más abundante y el frío mucho más intenso que en nuestro pueblo. Aquí nos congelamos, Louise, hasta no llegar a sentir ni las manos ni los pies. ¿Te he dicho ya que mis pies son azules? El médico me dijo que era lo normal, que a todos los veteranos los pies se nos vuelven azules. “Pies de trincheras”, les llamó él. Suerte tendré si, como a tantos otros, no se me gangrenan.

Pero, ¿será posible, Louise, que ni aun con los ojos cerrados puede dejar de ver este fango que nos inunda? ¿Será posible que sobre esta tierra que hemos excavado como los topos y sobre ese fango que minuto a minuto socaban, sangre y muertos, los obuses, no sea capaz de soñar, ni aun con los ojos cerrados, sementeras de trigos y de heno?

Aprieto con más fuerza los ojos, Louise, y ya, créeme mi amor, solo volvéis a estar tú y el cielo de estrellas y el olor a heno. Tiempo tendré cuando abra los ojos de volver al fango y de seguir muriendo, pero ahora, con los ojos cerrados, os siento junto a mí y me sé vivo. Esto es lo único que debe importarnos.

La cosecha del heno en Eragny. Camlile Pisarro

 

separador_50

 


separador

 Notas:

 1. Se refiere a Rosa Luxemburg y a Karl Liebknecht
 2. Estuvieron presos y ambos, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, asesinados por la policía alemana al poco de concluir la Gran Guerra, el 15 de enero de 1919.<
 3. Se refiere a Raoul Villain, miembro de la nacionalista Liga de jóvenes amigos de Alsacia-Lorena. Fue liberado en 1919, tras un juicio en el que los jueces sentenciaron que “Si el adversario de la guerra Jean Jaurés hubiera tenido éxito, Francia no habría podido ganar la guerra”. Se instaló en Ibiza, con nombre falso, y fue ejecutado por anarquistas españoles, en 1936, quienes sospechaban que, aun desconociendo su personalidad, se trataba de un espía al servicio del ejército franquista.

4. Hace referencia a la “guerra franco-prusiana”, julio de 1870-mayo de 1871, saldada, entre otras cosas, con la derrota francesa, la caída de Napoleón III, la Comuna de París y la adscrpción de Alsacia-Lorena al Imperio alemán.

separador

 

 


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido