Envuelto en sacos cubiertos de letras azules, sudando manteca de majá, Menegildo abrió sus ojos atontados en la oscuridad del bohío. Su cabeza respondía con latigazos de sangre a cada latido del corazón. Jamelgo constelado de mataduras. ¡Buen garrote tenía el haitiano!… Los grillos limaban sus patas entre las pencas del techo. Barbarita y Tití respiraban sonoramente. Salomé maldecía en sueños. Afuera, los campos de caña se estremecían apenas, alzando sus güines hacia el rocío de la luna.
Sed. Un triángulo en el portal: la rastra del barril. Barril hirviente de gusarapos. El jarro de hojalata. Jarro, carro, barro. El barro de la laguna en tiempos de sequía, cuando las biajacas se agarran con la mano. Pero no; estábamos en plena molienda. La laguna debía estar llena de agua clarísima. Y fresca. Sin duda alguna. Los bueyes no ignoran estas cosas. Abandonando la carreta, sin narigón, sin yugo, sin temor a la aguijada, Grano de Oro y Oro Fino marcaban sus pezuñas en la orilla, y hundían sus belfos entre los juncos… La mano de Menegildo se acercaba al agua. Se hacía enorme, se proyectaba, se crispaba. Y, súbitamente, la laguna huía como un ave, ante la mano llena de zumbidos.
—¡Ay, San Lázaro!
Alejo Carpentier
(De la novela Écue-Yamba-O)