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La obra se sitúa entre los años 1917 y 1919, y en ella se recrea el auge de los negocios durante la guerra europea, así como la crisis económica y social. Este ambiente de descontento provocó disturbios y huelgas, y la convocatoria en 1916 de la primera huelga general en todo el país. El conflicto se convirtió en un enfrentamiento entre patronal y obreros, cuyas organizaciones (sobre todo UGT y CNT) tenían una gran fuerza. En 1917 se declaró la huelga general revolucionaria, reprimida con extrema dureza por parte del ejército y la policía, aliados con la oligarquía catalana. Además, se formaron redes de pistoleros a sueldo y un clima de gran inseguridad política. La industria catalana fabricaba armas, sobre todo para Francia, lo que conllevó redes de espionaje y chantajes que intentaban controlar este sector industrial y que provocaron el atentado que da nombre al libro

 

Huelga general 1917

 

Intriga y guerra social en la convulsa Barcelona de principios del XX

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… la empresa Savolta, cuyas actividades se han desarrollado de manera colosal e increíble durante los últimos años al amparo y a costa de la sangrienta guerra que asola a Europa, como la mosca engorda y se nutre de la repugnante carroña. Y así es sabido que la ya citada empresa pasó en pocos meses de ser una pequeña industria que abastecía un reducido mercado nacional o local a proveer de sus productos a las naciones en armas, logrando con ello, merced a la extorsión y al abuso de la situación comprometida de estas últimas, beneficios considerables y fabuloso lucro para aquélla a costa de éstas. Todo se sabe, nada escapa con el transcurso de los años a la luz de las conciencias despiertas y sensibles: no se ignora la índole y cariz de los negocios, ni las presiones y abusos a que ha recurrido y que son tales que, de saberse, no podrían por menos de producir escándalo y firme reproche. También son de dominio público los nombres de aquellos que han dedicado y dedican su inteligencia y denodado esfuerzo al ya citado empeño de lucro: son el señor Savolta, su fundador, principal accionista y rector del rumbo de la empresa; el siniestro jefe de personal, ante cuya presencia los obreros se estremecen y cuyo nombre suscita tal indignación y miedo en todos los hogares proletarios que se le conoce por el sobrenombre de “El Hombre de la Mano de Hierro”, y, por último, pero no en menor grado, el escurridizo y pérfido Lepprince […] de quien poco o nada se sabe, salvo que es un joven francés llegado a España en 1914, al principio de la terrible conflagración que tantas lágrimas y muertes ha causado y sigue causando al país de origen del mencionado y desconocido señor Lepprince, que pronto se dio a conocer en los círculos aristocráticos y financieros de nuestra ciudad, siendo objeto de respeto y admiración en todos ellos, no sólo por su inteligencia y relevante condición social, sino también por su arrogante figura, sus maneras distinguidas y su ostentosa prodigalidad. Pronto este recién llegado, que surgió a la superficie engallado y satisfecho de la vida, que parecía tener en sus arcas todo el dinero de la vecina República y se hospedaba en uno de los mejores hoteles bajo el nombre de Paul-André Lepprince, fue objeto de agasajo que se materializó en sabrosas propuestas por parte de las altas esferas económicas. Jamás sabremos en qué consistieron estas propuestas, pero lo cierto es que, apenas transcurrido un año de su aparición, lo encontramos desempeñando una labor directiva en la empresa más pujante y renombrada del momento y la ciudad: Savolta.

[…]

Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías, los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde tiempo inmemorial: que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo tiemblan los hogares proletarios […]. Los infelices trabajadores habían llegado a un acuerdo, habían hecho acopio de valor, sus corazones latían al unísono y sus cerebros embrutecidos estaban llenos de una sola idea. ¡La huelga! En unos días, tal vez en unas horas, se decían alborozados, nuestra desventura se trocará en victoria, nuestros males habrán cesado como se desvanece y retrocede la angustiosa pesadilla reintegrándose al mundo de la noche, de donde salió. El nerviosismo les hacía sudar, y no por el esfuerzo, pues aquellos duros y avezados obreros ya no sudaban ni experimentaban el cansancio ni la fatiga aun en los más rigurosos días del verano. Pero, ay, no contaban con la firmeza y aparente omnipresencia de “El Hombre de la Mano de Hierro”, ni con el cerebro frío y calculador del sibilino Lepprince […]

…Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga.

En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad.

A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después.

A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo.

–¡Alto ahí! – exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido.

El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin.

– ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García?

– Sí lo soy -responde Puentegarcía.

– Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro.

– ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso.

– ¡Dale duro! – exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas.

El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego […].

 

MENDOZA, Eduardo, La verdad sobre el caso Savolta. Seix Barral, 1975.

 

 

 

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