Por Javier Barreiro
Hasta la Edad Moderna no tenemos posibilidades de enfrentarnos con el vínculo del alcohol con la creación, tanto por la ausencia de datos biográficos fiables como por no haber surgido aún la radical contradicción del hombre moderno que asume su libertad, individualidad y consiguiente soledad. Con algo tendría que ayudarse, para afrontarlas. Si Descartes le enseñó a poner en solfa la Tradición y la Autoridad, la Enciclopedia marcó el camino de la ciencia positiva y el Romanticismo señaló la ruta de la libertad, eso sí, trufada de dolor y en pos de un aciago destino.
Antes del siglo XVIII únicamente podemos hablar de quienes mencionan el vino y sus aledaños y, con el uso de las recientes adquisiciones de raciocinio no sometido a la tradición y la libertad de pensamiento, deducir cuál sería su relación personal con la bebida.
Uno de los autores más antiguos y más citados es Anacreonte, cuyo nombre y cuya obra dieron lugar a que se designe como anacreóntica a la composición poética que exalta los placeres y el sentido orgiástico de la vida. Tal vez como castigo a sus audacias, una dudosa tradición adjudica a Anacreonte una muerte sobrevenida al atragantarse con una pepita de uva. Fuera o no así, lo poco que sabemos del poeta jonio, de quien sólo se conservan unos 160 fragmentos, es que fue hombre acomodaticio y práctico, proclive a la ironía y que lo mismo que al ver una saltarina adolescente la comparaba a una potrilla de Tracia y se imaginaba su domador, babeaba por efebos como Esmerdis o Cleobulo. Del vino tenía más bien un concepto lenitivo y narcótico:
Cuando bebo los cuidados se adormecen. ¡Lejos de mí los gemidos y los sufrimientos y las preocupaciones! Es necesario morir, quiérase o no ¿Por qué entonces extraviarnos en la ruta de la vida? Bebamos el vino amado del bello Baco: cuando bebemos, los cuidados se adormecen.
Otro de los clásicos es el persa Omar Khayyam (1048-1131), astrónomo y matemático, y, como tal, descreído de la vida más allá de la muerte, del mundo y hasta de la ciencia. Es la tristeza la que lo lleva a aferrarse a los placeres del mundo: es decir, se trata de un estricto poeta. En sus poemas aparece frecuentemente la idea del despertar, como advertencia y campanada de aviso a quienes, sin advertir la precariedad de sus afanes, se consumen en las luchas diarias. Lo único defendible es gozar el instante.
Como ocurre en nuestros medios literarios, en los que durante mucho tiempo se ha tratado de dar una versión ortodoxa y relamida de obras tan revolucionarias como El libro de buen amor o La Celestina, a Omar Khayyam también se le ha intentado arrebatar toda su singularidad y la potencia heterodoxa de su mensaje relacionándolo con los sufíes e interpretando sus metáforas desde el punto de vista religioso: así, la taberna sería la primera etapa del sendero espiritual, el vino simbolizaría la verdad y la copa el corazón, puesto que contiene el vino que hace conocer al Dios único y verdadero. La embriaguez sería el éxtasis producido por la fe, que lleva a la contemplación y al misticismo. No hay más que leer sin anteojeras ni apriorismos para entender a quienes tan bien sabían hacerse entender. Ejercían con soltura y eficiencia su profesión y por eso hoy los seguimos escuchando.
¡Ven llena la copa! Y tira en el fuego de la primavera tu traje invernal de arrepentimiento: breve es el vuelo para el pájaro de las horas… ¡Y el pájaro está en el ala!
Semejante al tulipán que desde el suelo mira hacia arriba aguardando su tempranero sorbo de vendimia celestial, aguardas devotamente tú, hasta que el cielo, como se vuelca una copa vacía, te vuelque sobre la tierra a ti.
Vosotros sabéis, oh, amigos, míos, con qué rumboso espectáculo celebré en mi casa unas segundas nupcias: cómo divorcié de mi tálamo a la vieja, estéril Razón, y a la hija de la viña por esposa tomé.
Levántate, dame vino. ¿Es este acaso el momento de las palabras vanas? Esta noche tu pequeña boca ha llenado todos mis deseos. Dame vino color de rosa como tus mejillas. Mis votos de arrepentimiento son tan enmarañados como tus cabellos.
Bebe vino, que es la vida eterna y lo único que resta de tu juventud pasada. Ya estamos en la estación de las rosas, del vino y de los compañeros alegres; sé feliz un instante… ese instante es la vida.
Estas cinco rubaiyat parecen suficientes para desmentir a los ulemas o a quienes, ungidos por sí mismos, se declaran aptos para interpretar lo que ellos llaman palabra sagrada, cuando hasta los primitivos sabían que, si es sagrada, no se entiende. Invitación al goce, brevedad de la vida, alejamiento de la estéril especulación, inviabilidad del arrepentimiento, intensidad en la vivencia del instante… estos son los mensajes que, desde su siglo airado nos dejó Omar Khayyam. Ojalá los árabes, tan amantes de la poesía, tuvieran hoy oídos para el sabio de Nishapur.
En la España medieval va a ser también un súbdito del profeta, el cordobés Aben Quzman, quien, en uno de los primeros textos literarios que conocemos de la época (siglo XII): el zéjel número 29 de su cancionero, se arranca por alegrías: “Vino dorado es mi dueño y amigo, gozo, contento, doctor de mis males. Caldo, licor, rosolí, malvasía. Néctar, mosto, ambrosía y mistela”. Su afición lo lleva a dictar resoluciones para la eternidad: “Cuando muera, estos son mis disposiciones para mi sepultura: dormiré con una viña entre los párpados, que me envuelvan entre sus hojas como mortaja y me pongan en la cabeza un turbante de pámpanos”.
También es de justicia citar, los Denuestos del agua y el vino, también llamado Razón feita de amor”, un muy bello poema de los inicios del siglo XIII, escrito o copiado por Lupus, natural de Moros, un fantástico y casi desconocido pueblo situado a 25 kilómetros de Calatayud. Aunque el género hunde sus raíces tanto en la literatura latina como en las tradiciones goliardescas, el vino, como es su obligación, denigra al agua y proclama que, aparte de convertirse en la sangre de Cristo y de que sin él no hay banquete que se precie, convierte a los hombres en valientes, al ciego le hace ver, al mudo, hablar, al cojo, correr y al enfermo, sanar. Como es de rigor, ambos contendientes al final coinciden en finalizar sus respectivas razones pidiendo que les sirvan vino.
No hemos de detenernos en toda la literatura goliardesca, cuya mejor expresión española es el fresco y bien humorado clérigo que dejó a Hita en el mapa del mundo. Ni escudriñaremos la íntima relación de su descendiente Celestina, aquella que, cual somelier avant la lettre, se jactaba:
Pues ¿vino? ¡no me sobraba! De lo mejor que se bebía en la ciudad, venido de diversas partes: de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares; y tantos que, aunque la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria. Que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquiera vino, diga de dónde es.
Y, en cuanto a su apego al producto, también tenemos una declaración, exenta de ambigüedad, al contrario que tantas cosas de tan excelentísima obra:
Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Agora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo mal pegado me lo traen, que no cabe dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir, por mi pecado, con mis canas a cuestas, a henchir a la taberna. Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro.
Tampoco habremos de olvidar a François Villon y Rabelais, maestros máximos en la desmesura, sólo que los franchutes han rellenado tantas resmas con sus vicisitudes, significaciones, hijuelos y mandangas que hasta han dado lugar a una suerte de escuela literaria con las resultas de la obra de Rabelais: el bajtinismo. Excursione, pues, por tales bretes y andurriales el interesado, que nosotros cumplimos con saludar a tan excelsos artistas. Y no se encocore nadie que, con Gargantúa y Pantagruel, aún habremos de tener algún encuentro.
Lo que no me perdonaría el ministerio de Cultura, que tanto dinero y tan poca imaginación gastó durante el año de su Centenario, es dar de lado al Quijote. No es cosa de hablar de la tan socorrida pendencia del caballero con los cueros de vino, que hay que ver cómo se contará ahora que unos pedagogos han decidido adaptar la obra a las mentes infantiles. Aún me chilla el oído desde que hace unos días, respondiendo a preguntas del locutor de Radio Nacional, oí explicar a uno de estos genios -ocultos hasta que un loco les ha proporcionado este trabajo- cómo iba a resultar alguno de los fragmentos adaptados: en vez de las palabras con que un interlocutor elogia a Sancho que ha atinado al proponer la procedencia de un vino: “¡Bravo mojón! -respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra parte y que tiene algunos años de antigüedad”, estos caballeros, sabedores de que la literatura es el arte de decir lo máximo posible con los mínimos elementos, proponían: “¡Guay, acertaste!”.
Independientemente de la paladina declaración de Sancho: “no tengo nada de hipócrita bebo cuando tengo gana y cuando no la tengo y cuando me lo dan”, el episodio en que más se alude al vino es, precisamente, el de la conversación del escudero del caballero del Bosque con Sancho (II Parte Cap. XIV). Aquél le da de beber de la bota que porta en su cabalgadura: ” (…) el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora y, en acabando de beber, dejó caer la cabeza a su lado, y dando un gran suspiro dijo: -¡Oh, hideputa, bellaco, y cómo es católico!”
Si es que esos santones de la pedagogía no suprimen el párrafo por presentar el alcohol de forma positiva, es de esperar que despachen la respuesta de Sancho con un “Está chachi” y den paso al cuento folklórico con el que el escudero explica y justifica su buen ojo con los vinos.
Por excepción, quien no se muestra afecto al vino es el pícaro protagonista de la Vida del escudero Marcos de Obregón, del rondeño Vicente Espinel. Veamos cómo le reprende un concurrente al cordobés Mesón del Potro:
Hace mal, porque ya es un hombrecito y para caminos y ventas donde suele haber malas aguas, importa beber vino, fuera de ir Vuesa Merced a Salamanca, tierra frigidísima donde un jarro suele corromper a un hombre; el vino templado con agua da esfuerzo al corazón, color al rostro, quita la melancolía, alivia en el camino, da coraje al más cobarde, templa el hígado y hace olvidar todos los pesares.
-Tanto me dijo del vino que me hizo traer del fino media azumbre, que él bebiose, que yo no me atrevía.
Y, si de escritores hablamos, no podemos dar de lado a quien, probablemente, estableció una más rica relación con las palabras de nuestra lengua, Quevedo, que dedicó al vino varias de las más hermosas composiciones poéticas de su estro. No sabemos si lo bebió con voluntad -que el acusar a otros de nuestros propios defectos es humano achaque- o tan sólo lo probaba, pero sus textos dan la impresión de que no le desagradaba. Don Francisco, cuando quería degradar, mataba, y al vino le otorgó este increíble soneto, verdadera epifanía de la inteligencia, del sustantivo significativo y rompedor. Del humor desprovisto de todo respeto humano.
Bebe vino precioso con mosquitos dentro
Tudescos moscos de los sorbos finos,
caspa de las azumbres más sabrosas,
que porque el fuego tiene mariposas
queréis que el mosto tenga marivinos.
Aves luquetes, átomos mezquinos,
motas borrachas, pájaras vinosas,
pelusas de los vinos envidiosas,
abejas de la miel de los tocinos.
Liendres de la vendimia: yo os admito
en mi gaznate, pues tenéis por soga
al nieto de la vid, licor bendito.
Toma en el trago hacia mi nuez la boga,
que bebiéndoos a todos, me desquito
del vino que bebisteis y os ahoga.
“Los borrachos”, “Pendencia mosquito”, “A una dama vinosa”, “La rana y el mosquito” son otros poemas quevedescos con el vino como protagonista. Pero oigamos cómo, trascendiendo un tópico secular, los bebedores increpan en Los sueños a su tabernero:
Diluvio de la sed ¿por qué llamas borrachos a los anegados? ¿Vendes por azumbres lo que llueves a cántaros y llamas zorras a los que haces patos? Mas son menester fieltros y botas de baqueta para beber en tu casa que para caminar en invierno, infame falsificador de las viñas.
Bebedor o no, Quevedo no podía dejar de tildar de borracho a Góngora. Claro que, a todo esto, algo tendría que decir el cordobés. Pero, mejor que nadie lo decía su cara. Los dos retratos seguros que de él conocemos, el atribuido a Velázquez y el del manuscrito Chacón, nos muestran la vera efigie del bebedor contumaz. Es una nariz que no puede desmentirlo. Si es que hiciera falta, porque el que a Góngora le iban los vicios lo sabía toda la curia, y él tampoco despistaba demasiado:
Pase a media noche el mar,
y arda en amorosa llama
Leandro por ver su dama;
que yo más quiero pasar
del golfo de mi lagar
la blanca o roja corriente,
y ríase la gente.
El jocundo, cínico y -al parecer de Juan Goytisolo- cuasi revolucionario Estebanillo González, fuera quien fuese, resultó otro de los más contumaces adoradores de Baco. En su Vida y hechos se bebe “hasta tente, bonete”, linda expresión que alude al gesto del bebedor largo que, tanto inclina la cabeza hacia atrás, para trasegar el líquido, que ha de advertir al bonete que debe permanecer en su sitio contradiciendo las, por entonces, aún no enunciadas leyes de la gravedad. La Vida y hechos de Estebanillo González es novela picaresca de muy grata lectura, lejos de las cantinelas moralistas de otras de su especie y que recomendaría sin ambages, a no ser porque ando sospechando de las capacidades de los españoles de hoy para echarse al coleto algo que no sea estrictamente contemporáneo, lineal y sin demasiadas subordinaciones. Hace unos años los bachilleres españoles aún leían El libro de buen amor y unas cuantas novelas picarescas, si no eran los quevedescos Sueños o El poema de Mío Cid. Hoy, me juego toda la faltriquera a que los estudiantes de Filología tienen dificultades para desentrañar La Regenta.
Unos años antes de que Estebanillo fatigase las tabernas desde el Ríotinto al Rin, el sevillano Baltasar de Alcázar había cantado también, en festivos versos cortos, su afición al vino. Pese a ser de origen converso y de profesión militar, ni lo uno pareció amargarlo ni lo otro, impostarlo. Fue hombre ingenioso y jocundo cuya compañía buscaban sus contemporáneos para hacer más ligeras sus horas. Su más famosa composición es, probablemente, la titulada “Una cena” o “La cena” en la que va describiendo las viandas y aderezos que la componen. De sus muchas referencias al vino escojo las tres redondillas siguientes:
(…) Por nuestro Señor, que es mina
la taberna de Alcocer;
grande consuelo es tener
la taberna por vecina.
Si es, o no, invención moderna
¡Vive Dios! que no lo sé
pero delicada fue
la invención de la taberna,
pues allí llego sediento
pido vino de lo nuevo
mídenlo, dánmelo, bebo
págolo y voyme contento…
Ya se verá que el verso “la taberna por vecina” lo escogió un prosista del 27 para titular uno de sus libros, pero esta vindicación tabernaria ha sido, desde los satíricos grecolatinos, un topos más o menos concurrido. Y que llegaría hasta la actualidad, si en la actualidad no hubieran desaparecido tan gratos lugares de “sociabilidad”, como gustan decir los historiadores culturales franceses.
Baltasar de Alcázar escribió otros poemas ensalzando al vino, como aquél en que narraba su modo de vivir la vejez, sin cejar en sus costumbres.
…con dos tragos del que suelo
llamar yo néctar divino,
y a quien otros llaman vino
porque nos vino del cielo.
Las homonimias y encadenamientos de don Baltasar y el recuerdo de Quevedo nos llevan a uno de los escritores más grandes y peor leídos y valorados de nuestra historia literaria, El Gran Piscator de Salamanca, autor de esa impagable Vida y de las Visiones y visitas de Torres con don Francisco Quevedo por la corte. No hay que sospechar que Don Diego de Torres Villarroel fuese borrachín y, si en alguna ocasión perdió el norte, seguro que lo pagaría en llantinas y arrepentimientos pues, a pesar de su gracia, era hombre moralista y muy dado a pesimismos. En la última de las obras citadas, cuando visita con Quevedo los puestos de rosolíes, mistelas y aguardientes le suelta:
(…) En cada casa de la Corte se destina un aposento para embalsamar estos julepes y jaropes. Se ha hecho razón de estado la borrachera, y pasa por cortesano cortés y político zafio el que no hace provisión abundante de esas zupias. Considera tú cuál estará el seso de estas gentes ahumado a toda hora de mistelas, aguardientes y rosolíes ¿Qué progresos? ¿Qué resoluciones dará un celebro acalorado con estas lumbres? ¿Y qué discursos hará un talento agobiado con la pesadez de espíritus tan extraños? Los más juiciosos usan destempladamente de estos licores; y les ha puesto la razón tan roma, la inteligencia tan chata, el alma tan burda y el juicio con tantas lagañas, que creen que ya vive generalmente en todos moribundo el calor nativo, y que no se puede vivir sin atizar los estómagos con esta maldita yesca.
Juntos, don Diego y su maestro se pasan la obra abominando de los tiempos que corren y, efectivamente, muchas veces ponen el acento en la extensión de la afición a la bebida, que, como señalan otros autores que sitúan los inicios de la emancipación femenina en tales calendas[1], no perdona a las hembras, que una vez alumbradas, se dedican -era de prever- a satisfacer otros desordenados apetitos.
(…) Corrían desguazados por los gaznates de las hembras los ríos de peralta[2]. Aquí fue donde no pudo enmudecer don Francisco y; volviéndose, me dijo:
-Este es el teatro donde me has representado con más viveza la corrupción de las costumbres de tu siglo. Basta el informe de este desordenado banquete para conocer el estado lamentable de las cosas. ¿Cuándo la moderación de las mujeres en España consintió tan destemplado desorden en el uso del vino? Ya creo que las hembras son apóstatas de la honestidad, cuando este licor es ídolo de sus apetitos. En mis tiempos era agravio de la pureza, no digo beberlo, sino el desearlo.
-El nuestro es tan infeliz -le dije al difunto-, que bendicen a Noé tan afectuosas las mujeres como los hombres. En nuestra era los infantes se crían a los pechos de las cubas, los jóvenes repiten el vino como el agua y las mujeres lo cuelan como el chocolate. Así se desmandan los antojos del animal, así se desenfrena el apetito, así son más intensos los ardores de la carne. Venus se abriga con la manta de Baco, y apenas se ve concurso de estos que no tenga desenvolturas de fiesta bacanal. Con este licor se avienta el fuego de la lujuria; úsanlo inmoderadamente las personas de uno y otro sexo; con él se les anubla el juicio, se descompone la gravedad, se introduce el desembarazo, se huye de la vergüenza que es la conservadora del recato; se entromete el retozo, se desenfrenan los labios, se da libertad a los ojos, se afloja la rienda a los afectos, y se abre el camino a todo linaje de inmodestia, liviandad y demasía.
Bien lo saben también nuestros jóvenes de hoy. Hace unas horas declaraba un veinteañero veraneante en las, supongo que procelosas, playas de Tarragona a un locutor radiofónico:
-Las extranjeras sólo se enrollan con extranjeros. Las españolas, lo mismo. A los españoles sólo nos cae alguna borracha.
Triste situación, pues, que no sé si será también debida a los efectos de la LOGSE o a las consecuencias de lo que aquí se trata. En fin, el capítulo “Las comidas y las cenas”, del que extraje la última cita termina con una borrachera comunal, con toda la sala hecha “una zahúrda de mamarrachos, un pastelón de cerdos y un archipiélago de vómitos”.
[1] V. por ejemplo, el clásico de Carmen Martín Gaite, Usos amorosos del dieciocho en España, Barcelona, Lumen, 1988.
[2] Metonimia por “vino de Peralta”, población de la ribera navarra.