F. Teira Curiel
Mi amigo y yo teníamos la costumbre de salir disparados del cementerio después de un entierro y correr hacia un bar, si era posible al bar de los jueves. Jamás al bar del tanatorio. ¡Qué pinta un bar en un tanatorio!, decías tú. Los cafés de luto y los cubatas tristes. Dábamos el pésame, nos despedíamos cortésmente y nos largábamos. Habíamos hablado cien veces de la muerte, sobre todo desde que cumplimos los 65.
¿Cómo es posible que tú y yo hayamos sobrepasado los 65, nos preguntábamos? ¡Unos putos viejos! Que sí, Eloy, me decías tú, malhablado, excesivo, exuberante, empapado de vida, somos viejos, pero adoramos el mosto, la risa, la música… Nos gustan las mujeres púberes, nos encantan las treintañeras, veneramos a las cuarentonas, pero la felicidad es pasar una noche riendo y amando a una bella señora de más de cincuenta. Me contaste, ya no sé si te marcaste un farol, eras capaz, me contaste que te habías acostado, ¿o habías hecho el ridículo?, ya no sé lo que dijiste, con Nátali, nuestra amiga uruguaya, propietaria y camarera del bar La suite, donde todos los jueves… Bueno, casi todos, a veces Luisa, tu mujer, te preparaba un encuentro con el director de la orquesta, o la mía decidía que visitábamos a mi suegra, tan mayor, tan encantadora, tan sabia… Entonces uno de los dos enviaba un wasap que decía JA, Jueves Abortado.
Cientos de jueves hablando de libros, de música, de arte… Piénsalo, Eloy, me decías, resulta inverosímil que Bernini, con 23 años, esculpiera en un dúctil mármol de Carrara la mano de Plutón que se hunde en terso muslo de Proserpina… A Bernini le encargó El rapto de Proserpina un cardenal que también protegía a Caravaggio. ¡Ah, querido Eloy! ¡Me encantan los cardenales libidinosos! Lo contabas con pasión. Con la misma pasión que tocabas la guitarra, el piano o el clarinete. Y al final, cabrón, conseguiste acostarte con Nátali. Me dijiste que su fina cintura de antaño se había adornado con dulces cordones de grasa, pero que alcanzaba un orgasmo mínimo oyendo el Vals N2 de la Suite de jazz de Shostakovich.
—Venís vos muy lindo hoy. Traje azul, camisa blanca… Pero estás demacrado, ¿algo pasó? —me preguntó sagaz la uruguaya.
—Ya te contaré, Nátali. Ahora no puedo. La garganta estrangulada.
—¿Cerveza para el ahogo? —propuso. Dirigía con elegancia el bar y sabía el nombre y costumbres de cada cliente.
—No. Una botella de blanco helado.
—¡Ah, se espera una gran celebración…! Los dos amigos van a festejar la vida —dedujo Nátali.
Lo habíamos hecho muchas veces. ¡La vida! La puta vida, inexplicable. Festejamos la vida cuando enterramos a Felisantonio, nuestro amigo poeta. Convocamos a Dios para que nos explicara por qué nos lo había arrebatado a los 59 años. Pero, según tú, Dios echó una ojeada al bar desde la puerta, disfrazado de mendigo, y no tuvo cojones de quedarse porque no tenía respuesta para nuestra pregunta. Era cierto, un mendigo se detuvo unos segundos a la puerta del bar, miró a todos los lados, nos miró incluso a nosotros, y después se largó. Tardaste en reaccionar, tal vez un minuto, quizá tres, pero de repente saliste corriendo. Entonces no cojeabas ni te dolía la cadera. ¿Dónde se ha metido? ¿Cómo es posible que haya desaparecido el mendigo en tan poco tiempo?
Nátali trajo la botella en un cubo con hielo y dos copas. El bar está semivacío esta mañana de jueves. Me dijo, solícita e insinuante:
—Cuando venga tu amigo pondré a la plancha unas navajas. Idóneas para este caldo. Pero tu amigo tarda, tal vez por su cojera.
—Tardará… —logré decir.
—Cada día está peor, tú que eres su carne, su hermano, su confidente, deberías decírselo. Le salió mal la primera prótesis de cadera, que pruebe la segunda, suele salir bien…
Nátali se echó a reír. Tal vez en el segundo intento mi amigo consiguió hacerle el amor. La miré sin verla:
—No me mirés así, estás raro —protestó ella—. Y no sé cómo lo has hecho pero te has manchado la camisa. Mirá esa mancha azul.
—¿Dónde?
—Acá, entre la tetilla izquierda y el corazón.
—Ah.
La pintura de ojos de Luisa mezclada con las lágrimas. Luisa, tu mujer, a veces me odia. Me odia intensamente porque tú preferías estar conmigo a estar con ella. Pero en tu funeral Luisa me abrazó. No si te ocurre a ti, Eloy, repetías últimamente, pero yo vivo algunos días en que felizmente no me obsesiona el sexo. ¡Con lo que me ha perturbado y aturdido! Cuando un varón no está bajo esa dulce tortura, un varón prefiere a otro varón para conversar, para hablar del arte, de la vida y de la ambición.
—¿Me estás tirando los tejos? —te preguntaba yo.
—¡Cerveza, Nátali, sírvele cerveza a mi amigo! ¡Comienza a desvariar! ¿Y sabes en qué insiste mi mujer? No en el sexo, no, para nada. Luisa quiere que me ponga otra prótesis de cadera para no cojear. Y yo le digo que John Silver era cojo y el capitán Ahab, el de Moby Dick, también.
Luisa, hace una hora, sollozaba en mi pecho. En la capilla sonaban las Danzas corales del príncipe Ígor. ¿Ella había elegido la música de Borodín? Yo sentía tanto dolor e impotencia que sólo deseaba, como hubieras hecho tú, salir del cementerio y correr hacia el bar La suite. Por fin tu mujer aflojó el abrazo y atendió a otros amigos que le daban el pésame.
¿Quién, cojones, había metido la pata? ¡Quién! Yo estaba gritando en el bar. ¿Acaso fue el anestesista? ¿O el cardiólogo que autorizó la intervención? ¡O fue el puto mendigo! ¿Cómo es posible que una simple operación de cadera hubiera acabado con tu vida? ¿Quién?
—¡Callá, por favor, Eloy! ¡Estás enloquecido! —me pidió la uruguaya.
Le conté a Nátali tu fallecimiento y ella, con discreción, les rogó a los escasos clientes que abandonaran el bar. Un tiempo después, no sé cuánto, seguía sollozando abrazada a mí. Mi camisa blanca tenía dos manchas de lágrimas de mujer.