María Dolores TolosaEL AÑO DE BÉCQUER

El 22 de diciembre de 2020 se cumplen 150 años de la muerte de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, conocido como Bécquer.

La Asociación Aragonesa de Escritores ha querido rendirle homenaje con varios actos entre los que figuran un recital en Trasmoz donde se leerán fragmentos de sus textos y una visita al monasterio de Veruela, lugares vinculados a la vida y obra del poeta.

Por mi parte no puedo dejar de dedicarle aunque solo sea unas líneas al poeta que ha marcado con su impronta las ansias literarias de muchos autores. ¿Quién no se ha sentido atraído en su juventud por sus rimas vibrantes de sentimiento o por sus leyendas llenas de fantasía. La vida del porta fue corta pero intensa y en su legado nos transmitió una visión del mundo entre el deseo, la realidad, el temor a lo desconocido, el amor y la muerte. Comencemos con unas breves pinceladas biográficas que seguramente serán conocidas por los lectores.

El apellido que le ha hecho famoso lo adoptó de unos antepasados flamencos afincados en Sevilla desde el siglo XVI. En esta ciudad nació Gustavo Adolfo el 17 de febrero de 1836. Su padre, pintos costumbrista, consiguió una buena posición económica y social gracias a los cuadros que pintaba por encargo y a las clases de dibujo que impartía. Cuando el pequeño Gustavo apenas contaba cinco años de edad, el padre muere y cambia la situación familiar. En 1846 el niño ingresa en el colegio de San Telmo, especial para huérfanos de marinos y nobles sin recursos. La adversidad parece cebarse con el pequeño pues al año siguiente fallece su madre y poco después el colegio es clausurado. Es acogido por sus tías y en la biblioteca de su madrina entrará en contacto con las obras literarias que le marcarían en adelante: la poesía de Lord Byron, Espronceda y Víctor Hugo, la novela de Chateaubriand, Balzac y los cuentos de Hoffmann. Ahí debió de comenzar su pasión por los versos.

También los pinceles le atraían, su tío Joaquín le dio clases de dibujo y pintura, aunque sería su hermano Valeriano quien llegaría a ser un buen pintor. El joven Gustavo Adolfo se rodea de amigos que, como él, sueñan con ser poetas y trasladarse a Madrid para entrar en los círculos literarios de la capital. A los dieciocho años, consigue su sueño a pesar de la oposición de su madrina que hubiera preferido verlo convertido en un próspero comerciante. En el otoño de 1854 Bécquer llega a la capital del reino con treinta duros en el bolsillo y la maleta llena de versos y de sueños. Pasa varios años de penuria viviendo en modestas pensiones y sobrevive gracias a la caridad de sus amigos. Procura ganarse la vida traduciendo libros, escribiendo artículos, adaptando textos teatrales y escribiendo libretos para óperas y zarzuelas, trabajos que firmaba bajo seudónimo. Un amigo le consigue trabajo en un ministerio, pero no le dura mucho; es despedido por dibujar en horas de oficina.

Acomete un ambicioso proyecto: Historia de los templos de España, en el que participaban varios autores. La obra comenzó a publicarse en fascículos en 1857, pero se paralizó al quebrar la editorial que lo sustentaba. Las privaciones, el exceso de trabajo y la vida bohemia que incluía alimentarse mal y frecuentar los prostíbulos, merman su salud y contrae sífilis. Gracias de nuevo a sus amigos pudo superar la enfermedad, aunque su energía física quedó disminuida para siempre.

Durante uno de sus paseos de convaleciente, descubre a una joven en un balcón. Pregunta de quién se trata y resulta ser Julia Espín, hija de un compositor de música. La joven soñaba con ser soprano y Bécquer se siente atraído por ella; cree que ha encontrado a la mujer ideal a la que dedica alguna de sus rimas. Parece ser que se trató de un amor platónico, uno más de los varios que el poeta tuvo a lo largo de su vida y que inspiraron sus versos, aunque no todos ellos fueran de carne y hueso como él mismo reconocería al decir: «Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales».

En 1860 el político conservador Luis González Bravo funda El Contemporáneo y Bécquer es admitido como redactor en ese diario, órgano del partido moderado. Gracias a este empleo puede vivir decentemente durante un tiempo y escribir, además de las crónicas de las sesiones del Parlamento y de las noticias de sucesos, buena parte de su obra literaria.

Entre diciembre de 1860 y abril del 61 se publicaron sus Cartas literarias a una mujer, en las que define la poesía en términos coloquiales. Tres años después se recluye en el monasterio de Veruela para reponerse de su quebrada salud y desde allí envía a El Contemporáneo sus Cartas desde mi celda. En esta obra se refleja el ambiente de la zona y el deseo del poeta de vivir una vida sencilla, sin ambiciones, y una ideología entre el liberalismo y el tradicionalismo.

Bécquer creía en el progreso pero rechazaba las revoluciones y defendía la importancia de las tradiciones del pasado. En El Contemporáneo se publicaron también la mayoría de las Leyendas, en las que el autor se adentra en el mundo de lo fantástico a pesar de que sus lectores pertenecían más bien al mundo del positivismo racionalista.

A finales de 1860 conoce a Casta Esteban, hija del médico que le atendía. Se casa con ella tras un breve noviazgo y descubre, no mucho tiempo después, que no es en absoluto su mujer soñada y que poco tiene que ver con sus ideales. Parece ser que era egoísta y fría y se quejaba con frecuencia de que en su casa había«mucha poesía y poco cocido», echándole en cara a su marido la estrechez en que vivían. El matrimonio tuvo tres hijos, aunque se cree que el último fue fruto del adulterio de Casta. Bécquer lo reconoció como hijo legítimo para evitar el escándalo. Esto no fue impedimento para que la pareja se separara.

Gracias a su amistad con González Bravo, que había sido nombrado ministro de Gobernación, nuestro poeta consiguió un puesto como censor de novelas. Su trabajo consistía en eliminar todo aquello que considerara contrario a la moral, a las buenas costumbres o incluso que supusiera una crítica al gobierno de los moderados. Su sueldo de 24.000 reales le permitió vivir con cierto desahogo y relacionarse con la burguesía madrileña hasta que la revolución de 1868, llamada «la Gloriosa», derrocó a Isabel II y su gobierno hubo de partir con ella al exilio. Bécquer también se vio obligado a dimitir de su cargo, lo que le condenó de nuevo a la penuria económica. Sin empleo, sin esposa y sintiéndose amenazado por los enemigos ideológicos de su antiguo protector, Bécquer se refugia en Toledo con sus hijos y con su querido hermano, Valeriano. Subsiste a duras penas escribiendo artículos de prensa y su salud empeora. Por su parte, Valeriano, cae también enfermo y muere en septiembre, corría el año 1870.

Bécquer deprimido, triste y sin recursos, vuelve a Madrid y se reconcilia con Casta, al menos para que se pueda hacer cargo de sus hijos. Pero la salud del poeta ya gravemente deteriorada sufre una recaída y el 22 de diciembre muere. Tenía treinta y cuatro años de edad. Sus amigos tienen con él un último gesto de generosidad pagando el coste de su funeral y haciendo una colecta para publicar sus obras completas.

Curiosamente, Bécquer debe la mayor parte de su fama a un libro de poemas que en vida no le proporcionó beneficio alguno: las Rimas.

Poco antes de su caída en desgracia, el ministro González Bravo se había comprometido a publicarlo y prologarlo, de modo que el poeta trabajó durante tres meses recopilando y corrigiendo los poemas. Sin embargo, la revolución torció esos planes. La casa del ministro fue asaltada y desapareció el manuscrito. Bécquer no había tenido la precaución de hacer y guardar una copia y debió transcribirlos de nuevo de memoria. A su muerte, dos años después, seguían inéditas.

Al ordenar los textos para su edición se pudo comprobar que respondían a un criterio autobiográfico. En las primeras el poeta reflexiona sobre la poesía, siente que su arte no le permite alcanzar la gloria y decide consagrarse al amor. Cuando parece haber alcanzado la felicidad, el amor languidece y le sobreviene el desengaño, la soledad y, por último, la angustia y el presagio de la muerte. El amor y la muerte son los dos temas en torno a los cuales gira la poesía bequeriana.

El amor como un sentimiento sublime, capaz de mover el mundo, encarnado en la mujer hermosa, sensual, a veces cruel, que representa la felicidad anhelada. Pero eso no deja de ser un ideal frecuentemente inalcanzable, un fruto de la imaginación. Cuando este amor ideal se disipa, aparece la realidad: el carácter voluble, la soberbia, el egoísmo, la infidelidad, la decepción… Este desengaño da lugar al sentimiento de frustración y angustia pensando incluso en la muerte como una liberación del dolor.

Si la gloria y el amor son ilusiones pasajeras, sueños que se persiguen en vano, solo queda la soledad y la muerte como únicas realidades inevitables. La muerte es otra constante en su obra.
El ser humano es materia y espíritu. Para el poeta romántico es difícil admitir que ambos se separen y no quede nada, de ahí la fuerza de las imágenes bequerianas que nos presentan cuerpos de difuntos o almas que todavía pueden sentir el frío y la soledad en la tristeza y abandono de un cementerio.

Bécquer creía que la poesía existe como ente propio, al margen de quien la escribe, que se encuentra en todas aquellas sensaciones que perciben nuestros sentidos, en nuestras reflexiones acerca de la existencia, en el amor que nos da la felicidad o nos la quita, y la podemos descubrir tanto entre las cosas más simples como entre las más sublimes. Opina, pues, que el poeta no crea sino que descubre y ha de poner de manifiesto las emociones que le provocan este descubrimiento utilizando la palabra, el lenguaje poético; tarea nada fácil.

Para el poeta, la poesía no nace de la inspiración gratuita sino que es el resultado de un esfuerzo creativo y de un razonamiento casi matemático a la hora de utilizar la herramienta del lenguaje, que resulta, en muchas ocasiones, difícil de manejar. «Las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra», nos dice. Por eso corrige constantemente sus versos, buscando la expresión, la métrica, el ritmo, la simbología y, sobre todo, sugiriendo las ideas para que sea el lector quien llegue a entender y complete su significado, para lo cual no es necesario un lenguaje rebuscado lleno de vocablos y frases artificiosas que ocultan la intención y dificultan la transmisión del sentimiento. Se inspira por ello en la lírica popular que puede expresar las emociones más intensas con pocas palabras. Esa es la gran aportación de Bécquer.

En cuanto a sus textos en prosa, especialmente las Leyendas (publicadas entre 1858 y 1864, veinticinco años después de que Zorrilla, Espronceda o el Duque de Rivas pusieran de moda este género en nuestro país), el poeta toma igualmente modelo de las narraciones de tradición oral, lo que ya se había hecho en el apogeo del romanticismo, a fin de darle valor a la creatividad del pueblo. Las historias transcurren en épocas remotas como la Edad Media, propicia a las supersticiones, en ambientes caballerescos, y narran hechos fantásticos o sobrenaturales. A veces se cuenta la historia de una trasgresión: un sacrilegio, la violación de un lugar prohibido, un tabú o un daño producido por pura maldad. Nada escapará al castigo. El marco de la acción suele ser un castillo, una iglesia, un monasterio… es decir; lugares propios de nuestro patrimonio artístico e histórico. Y el momento ideal será la noche, las sombras, la oscuridad o el influjo de la luna que crearán el ambiente propicio, aquel en que la razón se adormece e impera la ilusión.

Bécquer se atiene a todos estos parámetros de las leyendas pero las impregna de sí mismo haciéndose partícipe de las narraciones, bien como transmisor o bien situándolas en lugares con los que él se relacionó y reflejando en ellas sus ideales sobre la vida, el amor y la muerte.

No se puede decir que Bécquer sea un gran creador de personajes. Da prioridad a los ambientes, a las tramas, a las situaciones y a las sensaciones que suscitan en el ánimo del lector, sin caer en lo truculento. Se propone que reneguemos de nuestro escepticismo racionalista y pongamos de manifiesto nuestros miedos porque a todos, en el fondo, nos sobrecoge lo desconocido. Nos viene a decir, igualmente, que existe un mundo sobrenatural que puede interferir en la realidad cotidiana e incluso llegar a controlar nuestro destino. Utiliza una prosa depurada con un lenguaje lleno de musicalidad, diciendo mucho con las palabras justas, haciendo que el lector vea, escuche o sienta aquello que el autor quiere transmitir. En eso consiste la genialidad de un narrador y poeta como Gustavo Adolfo Bécquer.


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