María Dubón Revista ImánCuando murió, el 3 de junio de 1924, Kafka no era el escritor de renombre que es hoy. Su obra entera cabía en doscientas cincuenta páginas y, pese a los elogios notables del poeta Rainer Maria Rilke o del novelista Robert Musil, el éxito se hacía de rogar. Max Brod, amigo de Kafka y depositario del legado de su obra, llevó a cabo una de las «traiciones» más sonadas en la historia de la literatura, decidió publicar sus escritos en lugar de quemarlos, tal y como le pidió el autor. A partir de aquí, con la edición póstuma de El proceso, al tenebroso mundo de Kafka llega la luz.

Se han hecho muchas y variadas interpretaciones de la obra de Kafka. De El proceso se ha asegurado que es un laberinto que describe a una justicia jerarquizada donde unos funcionarios apáticos realizan su trabajo. El presagio de lo que sería la burocracia del siglo XX es otra posible lectura. También se han hecho interpretaciones teológicas: quizás el origen de la soledad y la impotencia del hombre provenga del miedo a Dios o a su inexistencia. Por si los sentimientos de angustia vital tuvieran un origen familiar, los estudiosos han analizado la vida de Kafka y han encontrado como primera causa a su padre, un hombre de carácter tan severo y autoritario que el escritor se sentía insignificante e indefenso ante él. Quizás el monstruoso insecto de La metamorfosis fuese la representación de cómo se sentía Kafka en presencia de su padre o tal vez la obra refleje el desarraigo nacional y social que sufría el escritor. Los Kafka formaban parte de una minoría judía integrada en la minoría alemana de Praga, que por aquel entonces era una ciudad del Imperio austrohúngaro. El padre regentaba un comercio de telas bastante próspero y se esforzaba por adquirir un estatus en la sociedad alemana, por lo que en casa no se hablaba el checo. El auge del antisemitismo provocaba que los checos considerasen a los judíos como alemanes y que los alemanes los vieran como judíos. En consecuencia, Kafka creció en su país con bastante incomodidad y en alguna ocasión llegó a manifestar que escribir en alemán le hacía sufrir.

Pero, como remarcan Jorge Luis Borges o Vladimir Nabokov, el placer de leer a Kafka queda al margen de cualquier interpretación, ya sea psicológica, político-histórica o teológica. No importa si Kafka se sentía un escarabajo por causa de su padre, lo relevante es que Gregor Samsa ha conmovido a millones de lectores con su soledad y su alienación, acentuada por el extrañamiento de sí mismo. Los relatos de Kafka narran situaciones fantásticas que se integran en una lógica que parece onírica y con una prosa que recuerda los informes burocráticos, seguramente influenciada por sus estudios de Derecho y su trabajo elaborando partes para una empresa aseguradora. El resultado es angustiante, sí, aunque con frecuencia también lo sea hilarante, porque Kafka es más divertido que lo que el adjetivo kafkiano sugiere.


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