Carmen Santos

Carmen SantosSe mudó a mi rellano un día de mayo. Dirigía el trasiego de muebles y cajas como el General Montgomery el Desembarco en Normandía. Sudoroso en camiseta de tirantes, las piernas peludas asomadas bajo el pantalón corto, sus grandes pies metidos en chanclas de piscina que hacían flop-flop. Me gustó. En mi finca escasean los hombres jóvenes. En mi cronometrada vida, aún más. Seis años de casada, un marido vegetal y dos niños hiperactivos matan todo resquicio de pasión.

Sí, me gustó el nuevo. Hasta cuando conocí a su pareja, con el churumbel llorón colgado de una mochila portabebés que olía a caca y un chihuahua maligno empeñado en morderme un tobillo.Nadie es perfecto.

Por las mañanas coincidía con él en el ascensor, camino de mi trabajo en un call-center. Cinco pisos de lento descenso. Los dos somnolientos. Solos. Sin pareja ni niños, que salían de casa más tarde. Balbuceábamos vaguedades sobre el tiempo. Su aroma a limpio electrocutaba mi cuerpo. A veces, su lengua asomaba y le barnizaba lentamente los labios. Y yo fantaseaba con abrirle la camisa botón a botón, deslizar mi boca despacio por el torso que imaginaba velludo hasta…

— Planta baja —anunciaba entonces la voz metálica del ascensor.

— Adiós.

— Hasta luego.

Me arrastraba fuera del cubículo, lejos de él. Ni siquiera las fantasías son perfectas.

Así cada día.

Menos uno.

Bajábamos solos, como siempre.

— Hoy va a llover —murmuró él entre bostezos. Asentí mientras imaginaba que le abría el último botón de su camisa.

A la altura del segundo piso, el ascensor dio un salto y se paró. Yo ya estaba a punto de bajarle la cremallera del vaquero. Abandoné mi fantasía y le miré, abochornada. Él sonreía. La mirada prendida a mis pechos, las mejillas encendidas, las orejas parpadeando en rojo. Se pasó la lengua por los labios. Me miró. Sus ojos chispeaban de deseo. Y de vergüenza. Su boca se comió la distancia que nos separaba. Me aprisionó entre su cuerpo y el espejo del ascensor. Barnizó mis labios con una humedad suave que sabía a mermelada de naranja, azúcar, tal vez algo de café. La lengua se abrió paso y me acarició el paladar. Una sucesión de escalofríos me sacudió hasta las plantas de los pies. Mojé el tanga bajo el vestido de verano. Millones de fuegos diminutos me incendiaron la piel.

Aquello no era una fantasía. Su cuerpo se apretaba de verdad contra el mío. Su aliento, cálido y dulce, me acarició una oreja. Las manos me bajaron los tirantes. Sacaron un pecho del sujetador. Sus dientes juguetearon con mi pezón a mordisquitos de roedor travieso. Me anegaron oleadas de miel. Me ahogué en mi propio deleite. Recé para que ningún vecino hubiera llamado al técnico de ascensores, ni a los bomberos. Que esa caja vieja no se pusiera en marcha jamás, que nunca se acabara ese placer celestial.

Él se inclinó. El vestido cayó sobremis sandalias mientras sus labios repartían besos fugaces sobre el Monte de Venus, se detuvieron en el arranque del vello recién depilado y acariciaron con fruición el puntito que mi santo llevaba un lustro sin tocar. Creí que tanto placer me depararía una muerte épica como la de Héctor en Troya.

No me dio tiempo a fallecer. Él se enderezó, deslizó la cremallera que tantas veces había abierto yo en mis fantasías. Se bajó vaqueros y calzoncillos. Me alzó con sus brazos musculosos. Enrosqué las piernas alrededor de su cintura. Tardé poco en sentir la quemazón de su pene compacto entre mis piernas. Lo adentró con fuerza en mi cueva anhelante. Me estremecí al mismo ritmo que el ascensor. Una embestida, dos, tres…

¡No podía ser! El viejo cajón se movía. Estábamos descendiendo. Alguien lo había puesto en marcha. Teníamos poco tiempo para adecentarnos. Él salió de mí, me bajó con delicadeza, guardó su pene dentro del bóxer y se subió los vaqueros. Me abroché el sujetador. Alcé el vestido del suelo. La entrepierna me escocía, pero mucho más el polvo fracasado.

– Planta baja –anunció la voz metálica.

Me alisé la ropa, pasé los dedos por las greñas despeinadas y empujé la puerta. Me topé con la cara preocupada del técnico de ascensores.

– Ya está resuelta la avería. Nos ha avisado un vecino. Había oído quejidos en el ascensor. ¿Se encuentran bien?

Asentí con la cabeza. Me giré hacia dentro. Él apoyaba la espalda contra el espejo. La cara enrojecida. El pelo revuelto pegado a la frente sudorosa. La sonrisa aún barnizada con mi humedad.

— Adiós —susurré.

Se encogió de hombros.

— Hasta luego. Recuerda que va a llover.

Ni siquiera miré al técnico cuando me alejé rumiando mi frustración.


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