Elena Laseca

EL CUADRO

 

Sucedió al poco tiempo de que su hijo se cambiara de casa. Ya no vivía en su barrio, se había trasladado al centro de la ciudad. Después de tantos años viviendo en Torrero, se había ido. Quizá para siempre. Se separó de la mujer con la que se casó siendo aún tan joven y con la que tenía una hija. Con ella también vivió en el barrio. De recién casados en el tercero de su misma casa, pero acababan de comprarse un precioso dúplex cerca del parque nuevo. Lástima que apenas lo disfrutó. Al poco de estrenarlo se separó y se mudó.

 

Teresa no dejaba de dar vueltas al significado que podía tener la marcha del hijo del lugar que ellos habían elegido por él. Era un niño enfermo de asma, una enfermedad que se le estaba enganchando en los bronquios y amenazaba con convertirse en crónica. Ella ya había perdido a una hija y no estaba dispuesta a perder al único hijo que le quedaba. El médico le recomendó cambiarse de casa, la vieja casa donde vivían era insalubre. Como si fuera tan sencillo cambiarse de casa, menos en aquellos tiempos de penuria. El médico lo veía fácil pero no lo era. Sin embargo, consiguieron mudarse. A Teresa no se le ponía nada por delante. La salud de su hijo por encima de todo.

 

Eligieron el más alto, junto a los pinares: Torrero. Barrio sano como no había otro en la ciudad, bueno para respirar a pleno pulmón y acabar con el aire enrarecido de las viejas calles y casas que pudría hasta las mismísimas entrañas. El chico sanó de inmediato y Teresa respiró aliviada.

 

Poco a poco fueron construyendo su vida allí. Su casa nueva, su puesto en el mercado y el hijo subiendo y bajando cada día al centro de la ciudad para continuar en el mismo colegio: cuatro viajes como cuatro soles. A Teresa no le convencía cambiarlo a otro, en su opinión, era el mejor. El médico no había dicho en ningún momento que el colegio hubiera contribuido a su asma, así que no lo cambió y el chico se acostumbró. Y aquí también acertó.

 

Ese barrio les sentaba bien, Teresa estaba convencida de ello. La prueba era que al hijo se le veía feliz, más desde que había conocido a esa muchacha que vivía en una pensión cerca de la casa, con la que se casó siendo aún demasiado joven y con la que tenía una hija. Esto, sin embargo, no salió tan bien como lo demás, se lamentaba Teresa. Ella ya no tomaba las decisiones y no le hizo caso el hijo cuando se atrevió a sugerirle que esperara un poco a casarse, que eran todavía jóvenes, que tenían toda la vida por delante.

 

—Mamá, la vida hay que vivirla cuando llega —insistía el hijo con tesón.

—Como quieras, hijo, ya hablaremos con Tomás a ver si os puede alquilar uno.

 

Alquilaron el tercero. Pero tenían la ilusión de tener un piso de esos nuevos que estaban construyendo en el barrio. Ella los animó.

 

—Lástima lo poco que lo ha disfrutado —se lamentaba Teresa—, y tan bonito, luminoso y espacioso.

 

En el tercero, una vez que nació la niña, casi no cabían, por eso ella los empujó. Sin embargo, las cosas no podían salir siempre bien y esta vez salieron justo al revés de cómo ella hubiera deseado. El hijo se fue del barrio. Se mudó al centro de la ciudad, a una casa vieja. Ella comenzó a sentir una inquietud en el estómago por si le volvía el asma. La inquietud se tornó en angustia el día del suceso. La desgracia ocurrió por irse de Torrero, por vivir —por muy restaurada que estuviera— en una casa vieja.

 

El médico aquel tenía razón, su chico necesitaba un lugar sano para vivir, si no, se ponía enfermo. Teresa se preguntaba qué tendrían los pulmones de su hijo que no soportaba las casas viejas enterradas en el casco de la ciudad. El caso es que dejaba de estar sano, con lo que a ella le había costado sacarlo adelante. Nadie hubiera dicho que había estado tan enfermo de pequeño al verlo con ese lustre cuando aún vivía en su barrio.

 

Desde que había desertado del barrio, ella notaba que poco a poco le iba bajando el color. No le quitaba nadie de la cabeza que esa casa vieja no le hacía ningún bien. Él tenía que vivir en lugares sanos y aireados y no viejos de siglos, entre estrechas callejas. Teresa había ido a esa casa sólo una vez antes de que sucediera lo que sucedió. Fue la última Nochebuena. Su hijo y la mujer de la que se había enamorado los habían invitado a cenar. Teresa estaba disgustada con la separación, con una niña pequeña de por medio, pero su hijo era lo primero y había que aceptar lo que decidiera, le gustase a ella o no.

 

—Iremos a cenar y a lo que haga falta, que es nuestro hijo —le dijo a su marido cuando éste trató de poner objeciones.

 

Nada más llegar ya no le gustó la atmósfera que se respiraba en la zona. Siempre había sido una zona de mala fama, aunque no tan a la vista. Hasta por la avenida principal se paseaban las «pilinguis» arriba y abajo en busca de clientela. Y vaya tamaño que tenían aquellas chicas.

 

—Es que son travestís —le informó su marido.

—¿Y tú cómo lo sabes? — preguntó Teresa con recelo

—Porque no hay más que verlas… o verlos —añadió dudando.

 

A Teresa no le daba buena espina ese barrio. Menos mal que la casa del chico estaba en la esquina con la avenida principal. Lo que menos le gustaba era que su nieta viera este ambiente tan raro. Solo confiaba en que de día la cosa fuera diferente, porque ese no era sitio para una niña pequeña.

 

La cabeza le daba vueltas y más vueltas. Negros pensamientos le asaltaban sin remedio, aunque se cuidó de confiarle su aprensión al marido. No quería que éste le organizara una bulla al chico y las navidades no eran fechas para tener bronca. Por fin entraron en la casa.

 

La escalera estaba remozada pero no podía ocultar que se trataba de la escalera de una vieja casa. Tenían que subir al segundo piso sin ascensor. El hijo les había avisado, pero ellos estaban acostumbrados a subir escaleras. Sin embargo, esto era excesivo: los dos pisos se convertían en cuatro gracias a esa manía de los antiguos de incluir entresuelo y principal. Decididamente a ella le gustaban más las casas modernas —como el dúplex que el hijo apenas había disfrutado—, donde el primero era primero y el segundo, segundo y no tanta pamplina.

 

Tan ensimismada estaba pensando en casas, en las de sus hermanas, en la de la abuela, de la que tuvieron que irse a causa del asma del hijo, que no se dio cuenta del detalle, de ese detalle de la entrada que tanto le dio qué pensar el día del aciago suceso. Por dentro era minúscula, pero bastante acogedora. Al estar tan alto, el piso gozaba de una ventaja: la luz. Por esos dos balcones hermosos, pensó Teresa, debía de entrar un buen chorro de luz al pequeño apartamento.

 

Miró a su hijo a los ojos y lo vio feliz y contento con su casita de juguete. Él no parecía acordarse del dúplex. Así es el amor, que te arremete cuando una menos se lo espera. Fue una Nochebuena extraña. Los cuatro solos cenando en el saloncito-cocina, en una mesa camilla. Y al salir tampoco se fijó en el detalle. Esa fue la única vez que Teresa había pisado la nueva casa de su hijo.

 

Aquel día de amargo recuerdo, Teresa llamó a su hijo temprano. Sabía que estaría solo unos días y pensó invitarlo a comer. Pero en el trabajo le dijeron que no había ido, que había llamado diciendo que tenía fiebre, que no se encontraba muy bien, que se quedaría en la cama un rato y que, en todo caso, iría más tarde.

 

Teresa buscó a toda prisa el teléfono de la casa de su hijo y marcó apresurada. No había preocupación mayor para ella que saber a su hijo enfermo. Comunicaba. Volvió a marcar al cabo de unos minutos y seguía comunicando. Así durante media hora. Pasó una hora más y el teléfono seguía comunicando. Impaciente, convencida de que se lo habría dejado mal colgado, no se lo pensó más, le dejó algo para comer a su marido con una nota y se precipitó a la calle.

 

Gracias al cielo ese día no le dolían las piernas y podía andar rápido. En poco tiempo se plantó en la calle en la que vivía el hijo, vacía a esa hora de las chicas de mala vida. Esa visión la reconfortó. Llamó al portero automático, pero nadie le abrió y este particular la puso mucho más alterada de lo que ya estaba. Un vecino entró y aprovechó esta circunstancia para colarse en el patio, a la vez que murmuraba un «mi chico no debe oírme», que le pareció necesario para demostrar que formaba parte de la casa.

 

Respiró hondo y se preparó para el calvario de los cuatro pisos que tan bien recordaba de la noche de Navidad. Los escalones no eran muy altos y esto le permitía subir a buen ritmo, al ritmo que le dejaba la respiración entrecortada. Aún no había puesto un pie en el último escalón del rellano del que debía de ser —por fin— el piso de su hijo, cuando oyó su voz.

 

—¿Mamá?

—Ay, hijo, menos mal que estás ahí —contestó apenas si resuello—, mira que está alto este piso, creí que te había pasado algo.

—¿Qué haces aquí?, ¿cómo es que has venido? —el hijo no daba crédito.

 

La voz salía de la puerta del piso a través de una gran mirilla de aquellas antiguas que había que girar para abrir y cerrar.

 

—¿Y tú? —preguntó a su vez Teresa— ¿Por qué no abres la puerta y sales?

— Porque no puedo.

 

Y a partir de aquí comenzó un diálogo que no ayudaba nada a desentrañar el misterio. Su hijo no entendía qué le había llevado a su madre hasta su casa. No iba nunca y mucho menos en horario de trabajo. Ella no acertaba a comprender qué hacía su hijo hablándole a través de la mirilla, con la puerta de por medio, como si fuera una vendedora cualquiera.

 

—Hijo, que soy tu madre, ábreme la puerta —insistía Teresa.

—Es que no puedo abrir, mamá, que no tengo la llave, que me la he dejado dentro de casa.

— Pero, ¿no estás dentro?, pues búscala, hijo.

—Es que estoy encerrado.

—Ya, pero en tu casa —perdía los nervios Teresa—, ¿o es que no estás en tu casa?

—Sí y no —respondía enigmático el hijo.

—Si no me lo explicas me voy a volver loca.

—-Mira, mamá, lo mejor será que vayas a buscar a un cerrajero para poder salir. Llevo ya unas dos horas aquí y estoy empezando a sentir claustrofobia.

—Yo voy donde haga falta que para eso he venido, para ayudarte, pero sigo sin comprender que estando tú dentro de casa quieras que vaya a buscar a un cerrajero. Abre y sal que no estoy para bromas, me has dado un susto de muerte. He venido a todo correr cuando he llamado al trabajo y me han dicho que estabas malo, sabiendo que tu mujer estaba de viaje, luego llamo y comunicando sin parar y para colmo todas estas escaleras que a mí me matan y a tu padre le he dejado la comida de cualquier manera y…

 

Teresa no podía dejar de hablar, la ansiedad se había apoderado de ella. El hijo se armó de paciencia, conocía a su madre, si no entendía lo que pasaba no se movería de allí ni iría a buscar ayuda y sería muy capaz de meterle trocitos de jamón —que seguro se había echado al bolso— a través de los agujeros de la mirilla para que por lo menos no pasara hambre.

 

—Escucha, mamá –comenzó aprovechando un instante en el que Teresa tomaba aire— yo estoy en un cuadro de no más de un metro, que está entre mi casa y la del vecino. Antes esto era un solo piso al que se entraba por la puerta que tú estás viendo, pero ahora lo han dividido en dos apartamentos manteniendo la puerta original. El caso es que hay otra puerta más, así que yo estoy entre las dos puertas. ¿Pero es que no te acuerdas de cuando viniste a cenar con papá en Nochebuena? ¿Mamá? ¿Adónde vas?, espera que te explico dónde está el cerrajero. ¡Mamá!

 

Teresa no había escuchado ni una palabra más desde que su hijo había dicho que se encontraba en un cuadro de no más de un metro. Se precipitó escaleras abajo angustiada y convencida de que a su hijo apenas le quedaría oxígeno para respirar, con la mirilla no se podía contar, debía entrar una gotita de aire por ella. Salió a la calle, pero era la hora de comer y todos los comercios estaban cerrados. Imposible encontrar un cerrajero a esas horas, en caso de que hubiera alguno por allí. De repente se acordó de que el viejo parque de bomberos estaba a la vuelta de la esquina. Rogó al cielo para que no lo hubieran cerrado.

 

—Mire —se afanaba en explicarse—, tienen que venir a rescatar a mi chico que está encerrado.

—Cálmese señora —el bombero que estaba en la puerta trataba de hacerla pasar a la oficina—, le va a dar algo si no se calma.

—Es que mi chico está encerrado y no puede salir. Es aquí mismo, venga usted conmigo.

—¿Y dónde se ha quedado encerrado su chico?

—En un cuadro.

 

Un segundo bombero, que se aproximaba hacia ellos en ese momento, se paró en seco.

—¿En un cuadro ha dicho? —trató de aclarar.

—Sí, sí, en un cuadro. Vengan ustedes conmigo y lo verán.

—-Oiga, ¿y cuántos años tiene su chico?

—Va a cumplir treinta.

 

Los dos bomberos se miraron. Las señales eran de demencia y, sin embargo, esta señora no tenía mal aspecto, iba bien vestida y parecía muy segura de lo que estaba diciendo, aunque lo del cuadro no tenía sentido y el chico, en realidad, era un hombre de treinta años. Sabían por experiencia que no puedes creer todo lo que te cuentan y sabían también que no debes dejar pasar a la ligera un episodio que pueda acabar en tragedia. Así que cuando el más joven se dirigía al teléfono para llamar a alguien que se hiciera cargo de esta señora —al borde de un ataque de nervios— el otro lo llamó con un gesto.

 

—Dice que está en esta misma calle, tampoco nos cuesta tanto echar un vistazo no sea que alguien esté en peligro de verdad.

 

Desde la mirilla el hijo observaba atónito cómo un par de bomberos llegaban al cuarto piso escoltando a Teresa.

 

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó a través de la puerta el que iba delante.

—Que estoy encerrado.

—¿Pero no estás dentro de tu casa?

—No, hay otra puerta por el medio —volvió a repetir preguntándose cómo habría conseguido su madre llevar hasta allí a los bomberos.

—Es que el cerrajero estaba cerrado, hijo —le informó Teresa leyéndole el pensamiento.

 

Tras unos instantes de duda, que el hijo aprovechó para que se hicieran una idea de cuál era la situación, los bomberos parecieron convencerse y se decidieron a actuar.

 

—¿Recuerdas si te has dejado alguna ventana abierta?

—No estoy muy seguro, pero creo que me he dejado un balcón entreabierto.

 

En medio de una gran expectación, un aparatoso camión de bomberos se plantó en medio de la calle, desplegando una enorme escalera. El bombero joven alcanzó el balcón que, por fortuna, permanecía entreabierto. Abrió desde el interior del apartamento. Allí se encontró al hijo.

—Ahora lo entiendo —exclamó aliviado—, esto es, efectivamente, un cuadro de un metro cuadrado. Casi damos a tu madre por loca —sonrió.

 

En ese momento, la voz de Teresa sonaba angustiada recomendando al hijo que tuviera cuidado al bajar por esa escalera tan alta y peligrosa. El hijo se echó a reír, no había necesidad de bajar por la escalera, era cuestión de buscar la llave y salir por la puerta principal. Sin embargo, por más que buscó y revolvió no la encontró. No le quedó otro remedio que seguir escalera abajo al bombero que le había rescatado. Por la tarde, buscaría un cerrajero.

 

El bombero lo apuraba. El camión entorpecía la circulación en esa calle estrecha. Su mujer se había ido esa misma mañana y tardaría unos días en volver. Los vecinos del otro apartamento también estaban ausentes. No podía quedarse allí. Lo último que oyó antes de comenzar el descenso fueron las palabras de Teresa a través de la mirilla.

—Cuidado, hijo, agárrate bien que está muy alto.

 

Él nunca en su vida había tenido vértigo, por eso Teresa no se explica cómo pudo suceder lo que sucedió. Puede que la fiebre y el estar encerrado sin aire tanto tiempo le produjera un mareo. Bajaba tranquilamente el último tramo de la escalera, delante del bombero, cuando un sudor frío y una sensación de angustia le hicieron soltar las manos cayendo de bruces al suelo. El bombero trató de sujetarlo, pero se le escurrió. Por suerte, no habría ni dos metros al suelo, pero fue una mala caída y perdió el sentido. O quizá lo perdió antes y por eso cayó.

 

Llevaba un día entero en la UCI semiinconsciente, aunque los médicos aseguraban que se recuperaría. Teresa no había dejado de llorar ni un solo instante desde que lo vio caer justo en el momento en el que ella pisaba la calle. En la sala de espera del hospital, de la que no se había movido, no cesaba de decir entre sollozos una frase sin sentido para el resto de los familiares que, como ella, esperaban la recuperación de un ser querido.

 

—Y todo por culpa del cuadro, si es que no se tenía que haber movido del barrio.

 

 

 

ELENA LASECA
Marzo, 2023


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