La gaceta de los socios 22El Desván

Mi memoria infantil permanece atrapada entre las cuatro paredes del desván de mi casa. Me gustaba denominar desván a aquel cuchitril de reducidísimas dimensiones, al que papá llamaba garito y mamá cuarto de los trastos. Su entrada me estaba vedada, pues mamá repetía una y mil veces que nada había allí que me pudiera interesar: todo eran viejos recuerdos e inútiles cachivaches que, liberados de su destrucción por la nostalgia, se habían acumulado cubiertos de un polvo añejo. Pero, por más que mamá perseverara en tan juiciosos argumentos, yo sabía que no era sincera, entre otras razones, porque los mayores nunca dicen la verdad. Además… ¿por qué, entonces, cuando papá se ausentaba, tomaba ella la llave y penetraba sigilosamente en el desván?
Como mamá era muy bajita y guardaba la llave sobre el altillo de un armario, necesitaba subirse encima de una silla para alcanzarla. Suponía que así estaba suficientemente segura, a salvo de indiscreciones y lejos de mis manos. Se equivocaba en este punto, como también en suponer que mi curiosidad era incapaz de vencer la natural aversión al polvo y a las ratas, que según ella, campaban a sus anchas por el desván. Los mayores dejaron de ser niños hace demasiado tiempo: nos juzgan bajo su punto de vista y tiñen con sus manías todo lo que les rodea: que mamá odiara las ratas y sintiera pánico solo de pensar que algún roedor pudiera andar cerca de ella, no quiere decir que yo hubiese de padecer, necesariamente, tal aprensión. Y en cuanto a trepar hasta la llave, ¿qué decir de mis dotes de escaladora?
No, no era ese, de ningún modo, el problema. Para mi desgracia, mamá estaba tan pegadita a casa como un caracolillo: cuando no estaba ocupada con las tareas del hogar, se entretenía en pintar paisajes que olían a agua y flores, o a tejer hermosísimos tapices con hebras de oro y seda; incluso también componía poemas. Por estas razones, no había gozado de ninguna oportunidad para asaltar el cuarto secreto; sin embargo, desde muy pequeñita, me he crecido ante las dificultades: tanto obstáculo no hacía sino espolear mis deseos, hasta convertir en una obsesión lo que en principio no fue sino mera curiosidad.
Reza un antiguo proverbio chino que has de sentarte en la puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Desde luego, no tengo la paciencia de un chino y no sé qué hubiera hecho si Cristina, una antigua amiga de mamá, de la universidad, no la hubiera telefoneado aquella tarde de forma inesperada. ¡Cristina! Aquí, en España. No se habían visto desde su boda con un portorriqueño que residía en Miami. ¡La primera vez en quince años! Deduje, con acierto, que aquel reencuentro iba a ser largo, muy largo. Todavía fue mayor mi alegría cuando, gracias a los comentarios de mamá sobre el evento, pude establecer un tranquilizador margen de seguridad, hasta por lo menos la cena. ¡Tenían tanto que contarse, tantas confidencias que hacerse…!
El feliz acontecimiento tendría lugar el viernes. Tuve, pues, dos días y medio para degustar el dulce placer de proyectar cuidadosamente, hasta el más nimio detalle, mi asalto al desván: ¿qué sorpresas me esperaban allí?, ¿qué se guardaba con tanto secreto en aquel cuartucho inmundo?, ¿cuál era el misterio que tanto atraía a mi madre y que, a veces, cubría su rostro de lágrimas? Al menos, esa era mi impresión, cuando abandonaba el desván con los ojos húmedos y las mejillas enrojecidas. Mamá ha sido siempre muy despistada. Jamás sospechó que la espiaba, que controlaba con precisión todos sus movimientos. Bueno, a decir verdad, no conseguí averiguar nada especial. Pero, entre lo que intuía, lo que escuchaba y lo que mi desbordada imaginación —la necesidad aguza el ingenio— inventaba, construí todo un entramado novelesco, que era preciso corroborar punto por punto.
Apenas mamá salió de casa, el viernes después de comer, me precipite a su habitación, arrimé una silla (la misma que usaba mi madre) al armario, extraje un cajón de la cómoda y lo situé cruzado, a modo de escalón, sobre el asiento. Ni siquiera fue necesario recurrir a la escalera de mano que mi padre guardaba en el patio para las reparaciones caseras. En un instante, la preciada llave estaba en la palma de mi mano. La acaricié con mimo mientras la insertaba en el ojo de la cerradura… La puerta se resistió. Nuevo intento. Sonó el teléfono…
—¿Sara? No. No, no puedo ir ahora… ni siquiera un momento… ¡Oye, que te he dicho que no! ¡Pero mujer…! Bueno, si te vas a poner así… Estoy allí en diez minutos ¿eh?
¡Qué fastidio! Precisamente ahora. ¿Puede haber mujer más inoportuna? Tengo que ir su casa para devolverle los ejercicios de lenguaje. No he tenido tiempo de copiarlos, pero cualquiera se niega… ¡Cómo se ha puesto la niña! Lo de chivarse ha sido un golpe bajo. ¡Qué le vamos a hacer! Espero, al menos, librarme de merendar en su casa.
¡Por fin! En total, casi una hora perdida. Simpática, Sara: la hubiera estrangulado con gusto. Pero he sabido comportarme. Controla, María, controla… que si pierdes la cabeza, la liamos. Que esta niña es boba y hay que saberla manejar… un poco de mano izquierda, María…
Y de mano derecha, que es la que ahora tiene de nuevo la llave del desván. ¿Qué le pasa a esta puerta? Tendría gracia…
Bueno, por fin. ¡Ya está! Solo ha hecho falta un poco de maña. ¿Lo ves, María?; controla… ponerse nerviosa no sirve de nada… Avanzo un paso. Otro. Y otro más. Todo un mundo misterioso me rodea, todo un mundo… de tinieblas, porque aquí no se ve ni tres en un burro. ¿Dónde estará el interruptor? Tendré que esperar un poco, hasta que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Ausculto las paredes con tanta minuciosidad como don Ramón mis pulmones cada vez que toso un poco. Nada, tampoco encuentro nada. ¿Dónde estará el maldito interruptor? Doy un paso más, segura de vencer este nuevo e impertinente obstáculo. Pero qué… ¡¡Ayayay!!
He tenido suerte. He caído con las manos hacia delante, junto a la puerta. ¡Ay, mamita, qué hubiera pasado si me rompo las narices en el interior de este tenebroso agujero lleno de quién sabe que enigmas! Seamos prácticas, María. ¿Para qué sirve la linterna que te regaló Laura el año pasado? ¡Vaya ocurrencia! Pues ya va siendo hora de que sea útil.
La dejé en la consola de mi dormitorio. ¡Vamos a por ella…! Primero, el teléfono y, ahora, la linterna: abandonar de nuevo estas cuatro paredes que rezuman secreto por los cuatro costados es como traicionar a tu mejor amiga. ¿Y si en mi ausencia…? ¿Qué?, ¿qué puede suceder en menos de un minuto, eh?, ¿qué puede pasar…? Pues nada. Claro. No pasó absolutamente nada, excepto algún segundo en el reloj. Y, nada más encender la linterna, localicé el dichoso interruptor, que solo estaba un poco más apartado de lo usual de la jamba de la puerta. La única bombilla, sin tulipa, que pendía directamente del portalámparas, era de muchos vatios y daba mucha luz, tanta que de momento quedé algo deslumbrada, pues aquel potente foco se encendió muy cerca de mi cabeza. Fue como si el sol saliera de repente para iluminar mi territorio, recién conquistado. Ratas, no había. Al menos, no vi ninguna; pero, polvo… sí, ciertamente abundaba, y se hacía patente en cuanto intentaba remover alguno de aquellos enseres, cuyo profuso amontonamiento hacía difícil mis pesquisas.
“Déjame entrar al desván y te lo limpio”, había suplicado un día a mi madre, con la más aviesa de las intenciones. “Empieza por arreglar tu cuarto”, respondió ella de inmediato. No pude disimular un mohín de disgusto: ignoro si las madres son tontas o se lo hacen: ¿qué interés podía tener yo en ordenar mi habitación? Luego vendría —seguro— la de mi hermanita y quién sabe si después, también el baúl de los juguetes. Yo, la escoba solo la quiero para barrer los obstáculos que se interponen con lo desconocido. ¿Por qué ahogarme en la rutina, si existe tanto por descubrir? Por ejemplo, esta muñeca sin brazos. Y, debajo…, ¡un precioso juego de café de porcelana! Claro, la tetera está rota, por eso está guardado aquí. ¡Es tan bonito…! Comprendo que a mamá le hiciera duelo arrojarlo a la basura. Otra muñeca… las llevaré a mi cuarto. Pero, ¿en qué estoy pensando? Mamá notaría enseguida su ausencia, y yo he olvidado el propósito de mi visita. Tengo que darme prisa, no sea que mamá regrese antes de lo previsto… quién sabe cuánto tiempo habrá de pasar antes de que tenga otra oportunidad.
Persevero en mi rastreo, husmeándolo todo como un sabueso: al final, la suerte es siempre de quien la persigue. Debajo de una sábana que lo cubría perfectamente, aparece el retrato enmarcado de un hombre bien parecido. Me gusta. Es más guapo que papá. Bueno… eso no es muy difícil. Hay una dedicatoria escueta, que nada aclara, firmada por un tal Federico. Mamá siempre dice que si hubiera sido chico me hubiese puesto Federico. Un nombre de poeta, de un gran poeta. ¿Será este señor tan apuesto el amor secreto de mamá? ¡¡Claro!! Por eso viene cuando no está papá y sale con los ojos brillantes. Federico es el culpable de los suspiros de mamá, porque mamá siempre está suspirando, y Juanita dice que solo suspiran las mujeres enamoradas. La sonrisa de Federico se parece a la de mamá y es que, como ella asegura, los enamorados acaban pareciéndose. Seguro que fue el hombre de su vida. Porque tiene que estar muerto… ¿Y si todavía vive?, ¿y si viene aquí, a reunirse con mamá y los dos juegan a médicos, pero de verdad, no como Felipe y yo, que lo hacemos de mentirijillas? Paz, no sé por qué, afirma que eso son marranadas. A lo mejor, Federico le escribe cartas a mamá y están guardadas por aquí, en algún cofre, como hacen los piratas, que guardan sus tesoros en un gran baúl y en una cueva oscura. Tienen que estar en algún rincón, ligadas con un lacito malva, porque ese es el color que más le gusta a mamá y el que más detesta papá, que considera que huele a Semana Santa y que no hay nada más triste que la Semana Santa…
Por mucho que hurgué, las dichosas cartas con su lacito malva no aparecieron. Al final, solo me llevé unas canicas de cristal de preciosos colores. Será difícil que mamá las eche de menos, pero, por si acaso, las guardaré en casa de Paz. ¿Y si las cartas están escondidas en otra parte? Quizá en su dormitorio; cerca de papá, no. Tal vez en el armario del pasillo… Eso será más fácil de registrar, pero tendré que esperar otra ocasión…
Devolví la llave del desván a su sitio, coloqué el cajón en la cómoda y me lavé las manos, negras como un tizón. Mamá regresó por la noche y no cesó de hablar. Jamás la había visto tan parlanchina. Entonces, sonó el teléfono.
Mamá cogió el auricular. Estuvo mucho tiempo sin decir nada, escuchando la voz al otro lado del hilo. Después, se puso pálida, sonrió y se quedó de nuevo muy seria, con los ojos fijos en alguna parte, muy lejos de nosotros. Papá y yo la mirábamos, desconcertados. Reía, lloraba… parecía haberse vuelto loca. Colgó, por fin. Y nos abrazó, con tal fuerza que casi nos ahoga.
—Es el día de los reencuentros. Primero Cristina. Y, ahora… ¡¡Federico!! Regresa a casa… Mi hermano se siente cansado y enfermo y quiere vivir sus últimos días en España. Dios mío… ¡cuánta vida nos robó la guerra!

El vuelo del Fénix

Andariegos ansiosos tras el talismán
que nos regale venturas sin cuento,
caminamos
entre espino y zarzas, polvo y lodos;
los pies hundidos en enojoso cieno
alzamos la mirada al cielo diáfano:

¿Dónde estás, felicidad?

Siempre lejana, evanescente
díscola y perpetua fugitiva;
rastreo tu estela
apenas te vislumbro brumosa
pícara me rehuyes y te ausentas
sin huella ni mísero consuelo.

¿Dónde estás, felicidad?

Las migajas del convite celestial
caen ínfimas como gotas de rocío;
presto se disipan
sobre el ávido pastizal agostado
donde la vida deambula errante
sin discernir su efímero existir.

¿Dónde estás, felicidad?

Siempre viajando en el viento
mientras millones de seres mendigan
la menudencia que tan parca brindas.


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