Víctor Hugo Pérez Gallo
Me han llamado mentiroso. Y los que me han llamado así, son mis amigos, gente que me conoce, personas que me quieren: los enemigos me han llamado traidor, cambia casacas, cobarde, por haberme ido a vivir a una remota región de España, en una olvidada aldea llamada Valdehorna, de la Comunidad de Daroca, la amurallada, en Aragón, colindando con Teruel; una aldehuela donde en invierno no era raro que cayera profusamente la nieve y sus habitantes se quedaran meses enteros sin bañar sus macilentos cuerpos, donde aún es cotidiano que en las largas noches invernales se reúnan frente a una copa de vino tinto sacado de sus pequeños viñedos a contar antiguas historias ancestrales, del paso de Rodrigo de Vivar por la aldea, o pretéritas tradiciones de brujería negra que asola la región, una tradición que no por desconocida por los antropólogos aragoneses, no es menos fuerte y trasmitida de generación en generación. Debo declarar algo: no soy un embustero, pero hay algo en lo que mis detractores tienen razón: soy un cobarde con ansias de redención.
Luego de la publicación en Barcelona de mi libro La Escritura Demencial fui amenazado constantemente. No me refiero a las intimidaciones de la policía o las maldiciones veladas de los altos sacerdotes del Vudú y del Palo Monte que secretamente militan en grupos de emigrados senegaleses y haitianos que han emigrado a Zaragoza; no me refiero a eso: me han coaccionado por haber hecho públicas algunas de sus aspiraciones de poder más profundas o los secretos de sus prácticas religiosas, ¡ojalá fueran simples amenazas policiales o de oscuros practicantes de religiones afro que han venido a menos en el día de hoy! Mi temor es otro. Tengo miedo a un poder más oscuro, un culto ancestral que ha sobrevivido a debacles universales como el llamado diluvio universal mencionado brevemente en la Biblia o la terrible guerra que ocurrió en tiempos del imperio sumerio de los llamados ángeles caídos contra la humanidad; los adoradores de ese ancestral culto los hallé accidentalmente en la zona más oriental de Cuba, una región selvática donde la locura y la prostitución son endémicas como en ciertos pueblos pirenaicos más cercanos al país de Occ en Francia, no voy a abundar en detalles porque ya lo expliqué detenidamente en el libro anteriormente expuesto, además de advertir de los horrores que estaban expuestos en ese incunable, el legendario Libro de los Mineros escrito en caracteres cirílicos, desaparecido misteriosamente de la famosa Biblioteca del Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa, cuna de científicos mineros y adoradores de semidioses africanas. Hubo un tiempo que pensé enloquecer, las amenazas estaban presentes en una sonrisa, en el gesto sangriento del carnicero que me vendía carne de cerdo, en la chica que ofrecía su libidinosidad en las turbias noches de regguetown donde se combinaba el peor ron con las drogas alucinógenas que como todos saben se consumen en las universidades cubanas. Viajé a España invitado por un Centro de Estudios como sociólogo, y aproveché la oportunidad para escapar de las amenazas de estos practicantes religiosos, me quedé y luego me recluí en esta perdida aldea de Valdehorna, con mis ahorros podía pagar el poco pan que comía, el queso que hacían con la poca leche que daban las cabras locales, eso y las botellas de vino de cosecha propia que los aldeanos me regalaban con largueza, eran todo mi sustento.
De los tres protagonistas de esta historia uno está muerto, el otro desaparecido, para algunos es un cadáver ya y no sé que será de mí cuando después de este amanecer que me descubre escribiendo estas últimas líneas. No creo en el destino. Pero creo que hay que tomar decisiones brutales cuando ocurren hechos que nos afectan a todos y con unas pocas muertes se pueden evitar. Soy panteísta. Dios está en las piedras, en las cosas, en los árboles, nosotros somos pequeños dioses, esta discusión era el tema de todos los domingos con el cura de Valdehorna, el joven párroco de una iglesia cuya arquitectura acusaba figuras mudéjares, de contaminación musulmana, como decía él mismo, ese joven al que yo apreciaba mucho, del que fui involuntariamente culpable de su muerte. O al menos eso creo en este momento que escribo estas líneas. Un clérigo de manos delicadas, pequeño, de amplia sonrisa y sumamente inteligente ¡Discutíamos noches enteras sobre las herejías cátaras cuya memoria está presente en la región o sobre la Summa Teológica de Tomás de Aquino! O sobre la resurrección de los muertos el Día del Juicio Final. Recuerdo que tomaba de la panoplia de mi casa un pesado martillo de armas medieval que formaba parte de mi colección y lo enarbolaba agresivamente cuando discutía conmigo, y yo siempre se lo quitaba y le decía que se haría daño, que no jugara con un arma que apenas unos cientos de años antes había hendido yelmos y corazas y cabezas, derramando sangre y sesos enarbolado por cristianos o musulmanes ¿Qué más da quien fuera la mano asesina al fin y al cabo?
Yo vivía allí con tranquilidad, con alegría, me había traído de mi país de origen unos pocos libros, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz; Witch Cult in Western Europe y The God of the Witches, de Murray; Paradiso, de Lezama Lima; Historia de la Sexualidad de Foucault; Koeko iyawó, aprende novicia: pequeño tratado de regla lucumí y El Monte, de Lydia Cabrera; Componentes étnicos de la nación cubana, de Jesús Guanche; La Dominación masculina, de Bourdieu. Yo era feliz. Los domingos acudía a la cristiana misa, que más que un acto de contrición era un encuentro con mis antecedentes religiosos, una justificación para discutir con el padre sobre las historias sumerias y el origen de la iglesia católica. Supongo que yo hubiera terminado en Valdehorna mis días, o al menos hasta donde mis ahorros hubieran permitido y habría olvidado las amenazas y los horribles hechos que me arrojaron a este apartado sitio pero al parecer esas fuerzas pretéritas y oscuras me perseguían.
Fue en el invierno pasado, yo había destapado la última botella de ron Bariay, una suerte de brebaje hecho artesanalmente en las montañas orientales de Cuba y lo bebía con mi amigo párroco mientras discutíamos sobre el sexo de los ángeles y su androginia, en un momento de la noche me acusó de herejía blandiendo nuevamente en broma el martillo de armas sobre mi cabeza, condenándome a la hoguera como un moderno Torquemada, el cierzo fuera azotaba las calles mientras hostigaba la nevisca los techos vetustos de las casas de Valdehorna, cuando con violencia alguien tocó la puerta, ¿quien podría salir con ese tiempo fuera? Abrimos y entró un tal Ramón Lavilla, uno de los tantos viejos que vivían en el pueblo, sacudiéndose la nieve nos pidió estar un rato en casa para entrar en calor y le brindamos ron y vino.
Este hombre tenía fama en el pueblo por ser taciturno y no darse con nadie, así que escuchaba nuestra discusión teológica y solo bebía calladamente de su ron, no sé en qué momento de la noche pasamos a discutir sobre las guerras medievales y los milagros que según los cristianos viejos los habían ayudado en sus luchas contra los moros durante la llamada reconquista, la aparición de Santiago Apóstol sobre su caballo en las guerras en la antigua Galicia; los milagros de los Caporales de Daroca; el milagro de San Isidro que, disfrazado de pastor, se le mostró a Alfonso VIII para guiar su mesnadas en la Batalla de Navas de Tolosa y atacar por sorpresa a las tropas de almohades. De repente nos interrumpió Ramón y con voz ebria gritó que no sabía sobre los otros milagros, de su verosimilitud, pero que el milagro de los Corporales de Daroca era lo que había llevado a la perdición a toda la región, una maldición que aún pesaba sobre nuestras cabezas y que sin dudas llevaría a que Valdehorna y todos los pueblos de alrededor se quedaran vacíos, porque el ser humano aunque no viera la maldad en su forma más pura, era capaz de intuirla, y me dijo, oiga, ¿usted no se ha preguntado la razón de por qué ningún animal se acerca a la parte más antigua de la Iglesia, justo encima de la cripta?
Y de repente se bebió el vaso de ron de un golpe y comenzó a murmurar una historia extraña, lúgubre, que no por las constantes interrupciones de un trago y su mirada turbia, dejaba de ser interesante. Ha pasado el tiempo, pero recuerdo lo contado, recuerdo que no decía Daroca, sino Calat Darwaca, en un turbio árabe, tal y como denominaban muchos lugares los antiguos aragoneses antes de que su idioma fuera contaminado por el castellano. Nos dijo que el milagro de los caporales era una historia de traición y de blasfemia, de perjurio a un pacto hecho con fuerzas infernales que no debían de haberse invocado y traído de vuelta a este mundo, pero sobre todo nunca , pero nunca, traicionarse, porque hay saberes ocultos, formas sacrílegas que viven más allá del entendimiento humano y residen en orbes fuera de este universo, o paralelos a él; que viven solo dentro de los recuerdos que tienen los hombres sobre tiempos más antiguos donde estas inexplicables deidades sacrificaban seres humanos en altares humeantes de sangre y donde se concubinaban con mujeres dando origen a gigantes, seres perversos o Elohim ¿Quién lo sabe a ciencia cierta? Contó lo que su abuelo le había contado y antes de él , el abuelo de su abuelo: que España, allá por el siglo XI, o el territorio que se conocería como España en la actualidad, estaba ocupado por los moros. Los cristianos apenas poseían un tercio de la región, un terreno menesteroso, accidentado, misérrimo, los nobles vestían pobres zamarras hechas de burda piel de oso pirenaico y cabras monteses, las cotas de malla eran tan caras que apenas podían costeárselas, pero aún así le disputaban cada pedazo de tierra a los moros, luchando con espadas melladas, martillos burdamente forjados, flechas caseras y sobre todo con la fe.
Pero la historia de la maldición dijo, comenzó por la ambición desmedida del Barón de Chiva, Mora y Falcet, el tío del rey de Aragón Jaime II, el codicioso Berenguer de Enteza, que aprovechando la ausencia de su sobrino en el reino se propuso con las pocas fuerzas que tenía compuestas por los tercios de Daroca, Calatayud y Teruel tomar el pueyo de Chiva, cuidado por fuerzas de los moros. Pero se enfrentó con una voluntad mas ambiciosa que la suya y sobre todo respaldada con más hombres de armas: el terrible Zaén, rey de Valencia en ese momento, que había destronado con alevosía a Zeit Abuzeyt, llamado también Vicente Belbis después de su falsa conversión al cristianismo. Este Zeit, en realidad era un oscuro nigromante árabe, que había aprendido sus prácticas mágicas en la misma Makkah al-Mukarrama, ciudad que se conoce en occidente como la Meca, donde es por todo conocido que aún en la actualidad estos infieles adoran al mismo demonio creador de este mundo llamado Húbal, El-Que-Nadie-Puede-Ver, El-Único-Digno, o denominado también Al-lāh, el Dios que nos sueña a todos bajo la forma de una roca oscura caída del cielo llamada Kaaba y delante de la aún hoy en día los hombres se postran y alimentan orando terribles plegarias llamadas Allahu Akbar; este Zeit conocía secretos que espero que hayan muerto con él, aunque en esta región de Daroca todavía viven muchos descendientes de estos primigenios árabes que integraban el Califato de Córdoba y no me sorprendería saber que aún algunos grupos en la actualidad practican en secreto estos nefastos rituales religiosos que son anteriores a la religión islámica, y que se basan en gran parte la adoración de los terribles dyinn, malignos seres hechos de barro y soplo divino y servidores del mismo ser que habita en la Kaabba. Pero este ser primigenio atado a la roca, cuyo verdadero nombre omitiré por piedad, tenía un poderoso servidor, un oscuro ente indefinible, el mismo al que en momentos difíciles mediante ritos de sangre consultada Abū l-Qāsim Muḥammad, que ustedes conocen como Mahoma, un ente al que luego continuaron invocando mediante terribles sacrificios sus herederos, los califas. Hubo un momento en que ocurrió algo terrible que nunca llegaremos a conocer y temieron el poder creciente de este servidor, y no lo llamaron más, ni inmolaron más hombres y mujeres a su poderío, lo encadenaron bajo el sello de Salomón en alguno de los subterráneos de sus ciudades perdidas del desierto y así pasaron cientos de años. El tiempo llenó de arena las ciudades, las arenas desgastaron las altas columnas, las caravanas del desierto evitaron las antiguas ruinas conjurando el mal siempre que pasaban cerca de ellas, se perdieron los recuerdos en la memoria de los hombres, como Irem, la ciudad sagrada de los Pilares, o Quidan, la célebre capital del rey Ad. Pero el mal permanecía vivo, cautivo bajo las arenas, esperando pacientemente que alguien lo invocara. Uno nunca podrá comprender cuanta paciencia puede tener un ser que no comprenderemos nunca en su totalidad.
Zeit, o Vicente, como queréis llamarlo, lo sabía, pero no se le había dado la oportunidad, era uno más de la tropa aragonesa de Berenguer de Enteza, que de pronto como les decía se vio superado en batalla por los hombres del rey moro de Valencia, estaba rodeado en el pueyo al término de Luchente donde luego se construiría el castillo de Chiva ¿Qué le diría a su sobrino el soberano de Aragón? ¿Que había perdido ante los moros la rica región de Daroca con sus villas? ¿Que por su desastrosa retirada la misma Teruel estaba amenazada por las fuerzas del rey de Valencia? Esa fatídica noche anterior a la batalla definitiva Berenguer de Entenza congregó el consejo de guerra, integrado por sus seis capitanes, hombres cristianos viejos todos, hombres de honor, de experiencia bélica comprobada, llenos de cicatrices, comandantes de los terribles almogávares, y eran, si mal no recuerdo lo contado por mi abuelo, Ramón de Luna, Jiménez Pérez, Germán Sánchez antiguo alcalde del castillo de Loarre en Ayerbe, aragoneses de pura cepa y acompañados por los veteranos Simón Carroz y Guillén de Aguiló, catalanes que los acompañaban. Berenguer habló de la difícil situación y todos convinieron en retirarse, era lo mejor frente a un enemigo mas numeroso, Berenguer, desesperado, les dijo: ¿y entregar Daroca? ¿Dejarla en mano de infieles? ¿¡Dejar que la huella musulmana escarneciera las Colegiatas e iglesias de Daroca!? Berenguer sabía que su regio sobrino nunca se lo perdonaría. Al final dolorosamente acordaron retirarse a Teruel.
Esa noche Zeit fue a ver a Berenguer que estaba atribulado por la derrota y le dijo que tenía la solución, que todo era una cuestión de fe, Señor tenga un poco de fe, no haga caso a sus capitanes, mañana apenas amanezca reúna a los hombres, haga que comulguen y láncelos sobre mis antiguos correligionarios, le garantizo la victoria. Berenguer estaba desesperado y escuchó con desaliento las instrucciones de su subordinado Zeit, este esa madrugada subió a más alto del pueyo desde donde se veía todo el valle, llovía torrencialmente, y allí, entre relámpagos y leves temblores de tierra invocó al demonio cuyo nombre omito, el mismo servidor de Al-lāh que ayudaba a Mahoma a tener el dominio sobre el mundo; Zeit fue capaz con sus exhortaciones sacrílegas de romper el sagrado sello de Salomón que nos protegía a todos de la maldad absoluta, lo trajo desde su prisión en lo profundo del desierto hasta el verde valle de Daroca y le pidió ayuda, hizo un pacto, le prometió el señorío de este mundo, le ofreció la liberación del alma de su amo aprisionada en la Kaaba, entre rayos y truenos que caían por doquier firmó el contrato con su propia sangre y el ser le dijo que su misma esencia estaría en las seis ostias puestas sobre el corporal que expusiera en el acto sacramental el sacerdote de ese falso dios crucificado que llaman Yeshua.
Al amanecer Berenguer reunió a su tropa y ante la mirada atónita de sus capitanes rompió el clandestino acuerdo de la noche anterior, dijo que ese día enfrentarían a los infieles y Dios, que los miraba desde lo alto, les daría la victoria, llamó al sacerdote que expuso el blanco paño del corporal con seis hostias que comerían los capitanes que aún no salían de su asombro, se puso a rezar, las tropas enemigas estaban allí mismo, ya caían las flechas, sus tambores resonaba por doquier, eran miles los musulmanes y en los hombres de Berenguer se notaba el miedo, un minuto más y tirarían sus armas y escudos y correrían por sus vidas, el sacerdote consagró las hostias y levantó el cuerpo de Yeshua crucificado y comenzó a rezar un Ave María. Los capitanes se arrodillaron ante su dios martirizado sin saber que realmente le estaba rindiendo pleitesía a otro Dios, más terrenal y pavoroso, los hombres se miraron entre ellos, los tambores musulmanes sonaban mas cercanos, algunos comenzaron a tirar escudos, espadas, Berenguer miró a los ojos a Zeit, y de repente el cura desorbitó los ojos , se prosternó gritando, ¡milagro!¡milagro!, las hostias eran pura sangre, las levantó y mostrándola dijo que era la señal de Dios y que vencerían a los infieles. No contaré más, es de todos conocidos que gracias al milagro las tropas del infiel rey de Valencia fueron vencidas, el sacerdote fue a la batalla vestido de escarlata y con los malditos corporales en la diestra, empapando de sangre todo el campo de batalla. Las tropas cristianas se enseñorearon por toda la región. Todo lo demás es historia y la podéis leer en algunos de esos falsos libros escritos por creídos catedráticos de la Universidad de Zaragoza.
Ramón hizo una pausa como si le faltara el aire, luego prosiguió: habían ganado, pero había que cumplir el pacto, se fabricó una urna de plata donde guardar los Santos Corporales y a Zeit fue a quien se le encomendó llevarlos a Mompeller, pero Berenguer que desde el fondo de su corazón presentía que algo estaba mal, nada en esta vida es gratis, y lo siguió y logró sacarle la verdad al nigromante: este le dijo que en tres días se desencadenarían fuerzas que el hombre no comprendía, formas que se habían enseñoreado en otros mundos y que tomarían posesión del nuestro. Zeit estaba poco menos que arrepentido y acordaron violar el compromiso, llevaron los corporales que tenían la verdadera esencia del demonio a una pequeña aldea cercana a Daroca llamada Valdehorna, cuya pequeña Iglesia estaba consagrada a la Virgen de la Cabeza, allí, en la cripta, en medio de huesos de muertos de la región que se levantarían el Día del Juicio Final, enterraron la esencia consagrada del maldito ser, entraron dos a la cripta, Berenguer salió solo, las manos ensangrentadas, el puñal humeante de sangre y persignándose con horror, la cabeza cana, las arrugas más profundas, encomendó al cura de la aldea que no usara más la cripta y que los próximos muertos los enterraran en un nuevo cementerio en la colina de las afueras del pueblo, donde él mismo mandaría a construir una ermita, la de Cristo Rey, al otro día aparecieron soldados y un alarife y cerraron el subsuelo de la iglesia a cal y canto, y fuera le pusieran la estrella de seis puntas, el sello de Salomón.
Ramón Lavilla se echó otro trago de ron y prosiguió su historia: los caporales que están en Daroca, como ustedes verán, no son los verdaderos, los auténticos están enterrados en el subsuelo de esta iglesia y claman por la venganza, por el pacto no cumplido por Zeit. Berenguer ya no está, el rey Jaime ya no está, los musulmanes fueron expulsados de España hace más de ochocientos años, el franquismo pasó, el gobierno de Adolfo Suarez acabó, pero el pavoroso ser está allí, esperando pacientemente, custodiado por un borroso sello de Shlomoh, aguardando que alguien lo desgarre para salir al mundo. Una forma que no sé si es uno de los terribles dyinn o uno de los seres originarios del que hablaba el herético libro de esos infieles, el Korán, antes, del fuego ardiente habíamos creado a los genios, musitó ya desfallecido.
Cuando terminó de hablar estaba borracho, se caía, bajo la nevada lo llevamos a su casa donde la anciana esposa lo esperaba alarmada, lo acostamos y nos despedimos, perturbados. Su historia me pareció familiar, yo sabía, yo conocía que existe un mal que está lejos del entendimiento de los hombres. Pero no lo podía probar.
Pasé una semana angustiado sin apenas salir de casa, hojeando una manoseada biblia, cuando me decidí a salir busqué al viejo Ramón, le pregunté varias veces sobre lo que nos había contado, pero me evitaba, decía que lo que debía de haber hecho era no beber tanto, que él tenía ese problema de alcohol que se inventaba historias. Hasta que un día uno de sus fornidos hijos que cultivaba los campos de Valdehorna me interpeló en medio de la calle y me dijo amenazadoramente que por favor no acosara más a su padre enfermo, o tendría que vérmelas con ellos. Ahora ha muerto de cáncer. Espero que descanse en paz.
Pasado unos días fui a ver a mi amigo el cura, estaba tan perturbado como yo por la historia, luego no había sido un sueño o recuerdos de una borrachera de invierno; una tarde, retiramos el altar barroco donde está la Virgen de la Cabeza, allí estaba la entrada a la cripta, unas puertas cuyos goznes no habían girado hacía cientos de años daban acceso hacia unos escalones resbalosos, verdes de moho y humedad y efectivamente al final había una pared descolorida, la entrada estaba cegada a cal y canto, sobre el muro unos dibujos grabados a bajorrelieve que no pudimos descifrar pero que mi compañero había dicho que seguramente sería una de las tantas marcas que ponían los albañiles en el medioevo y que en fin, no le hiciéramos caso a esas leyendas locales. Recordé la muerte por accidente de seis operarios que habían estado reformando la iglesia, hacía solo un decenio, pero no le dije nada. No valía la pena. Pasaron unas semanas. Y creo que lo habría olvidado todo sino hubiera podido observar durante los domingos de misa de un detalle que había ignorado antes de conocer la historia y era que muchos de los más antiguos habitantes de la aldea, los Nombrevilla, los Cebollada, los Blas, los Señalada de Cucalom, oraban en dirección a la Cripta y no hacia el sagrado altar de la Virgen de la Cabeza, cuando se lo comenté al padre me dijo que me estaba imaginando cosas.
Yo me había propuesto olvidar todo lo acontecido, y pensar que fue una charla de borrachos, ¿y los accidentes?, pues el azar. Y no habría contado todo esto si no fuera porque el domingo pasado han sido las elecciones y me han dicho que la nueva alcaldesa del pueblo ha dispuesto un presupuesto para preservar la Iglesia y convertir Valdehorna en un lugar de turismo rural, como Anento o la misma Daroca; comenzarían reparando los cimientos de la Iglesia, y por supuesto la misma cripta. El cura y yo nos habíamos opuesto a esta construcción, de tácito acuerdo, por razones diferentes, hace dos días mi amigo incrédulo me dijo que intentaría bajar a la cripta y romper la pared y el símbolo borroso de Salomón para demostrarme que todo es mentira y que allí solo hay huesos. Le dije que no lo hiciera, que solo aceleraría el fin, que yo no podía permitírselo. Ahora en el pueblo están preocupados porque no se sabe nada de él, desde entonces no han tenido noticias suyas, alguien ha dicho que debe de estar fuera de Valdehorna en una de sus visitas pastorales a los pueblos cercanos.
He vuelto a rezar a un Dios crucificado con el rosario que me dejó mi amigo el párroco, tal vez sea un dios falso pero un dios que al menos me da cierta tranquilidad, he pensado que seguramente el viejo Lavilla no estaba loco, nada de eso, ni su muerte fue tan azarosa y que tal vez ni siquiera fue por cáncer. Repito, me han llamado cobarde, traidor, cambia casacas, pero solo os he advertido, el ser está en la cripta, esperando en la oscuridad y solo una gota, una sola gota de luz, una pequeña resquebrajadura en el sello bastará para que salga al mundo. No he dormido en toda la noche. Está amaneciendo y hoy comienzan las reparaciones generales de la iglesia de Valdehorna, ayer la alcaldesa, una mujer bonachona que milita las filas del PP, me ha confirmado con verdadera alegría que comenzarán por la cripta la reconstrucción, acabo de ver pasar a los obreros con sus instrumentos de albañilería, picos, palas. Van animados, cantando una jota picante, los he visto mientras cubro el cadáver de mi amigo que está tirado en mi sala, el joven párroco de Valdehorna, he dicho que no podía permitir que abriera la cripta, pero no lo pude convencer, ya resucitará el Día del Juicio Final, ahora agarraré el ensangrentado martillo de armas y saldré a la calle, tal vez ya no se atrevan a llamarme mentiroso, no sé si podré matar a tiempo a todos los albañiles y peones antes de que abran la cripta y desencadenen el horror absoluto sobre el mundo.
Que cualquier Dios nos agarre confesados.