Carmen Bandrés
Premio del Col. Internacional Meres (Oviedo, 1997).

Tarde lánguida de otoño. Protegida en la penumbra de mi habitación oigo el rumor de la lluvia y contemplo la hojarasca húmeda, los mil colores de melancolía con que la naturaleza impregna la belleza caída. Hojas muertas de tonos pardos cubren el césped del parque, ahora agostado. Y en un árbol, esperando su tiempo, la última hoja aún con hálito de vida exhibe un dulce tinte amarillento, inútil rebelión contra su destino inexorable.

Es la víspera de mi cumpleaños. Pienso en lo que me espera. Mañana y, después, doce tediosos meses más. ¡Cuarenta otoños! Un estremecimiento zarandea mis miembros, triste empatía con las hojas moribundas que esperan su final arrastradas por los vendavales de un invierno prematuro.

A mi lado reposa la correspondencia todavía sin abrir. Postales de la familia, misivas de amigas obstinadas en endulzarme mi día durante unos breves minutos, cartas y más cartas… “Para que sepas que nos acordamos de ti…” “Ya sé que el numerito no te hace gracia pero, chica…, los llevas tan bien…” “Pareces una hermana de tus hijas…” “Nadie diría que te caen cuarenta…” Era innecesario leer las cartas, pues bastaba ojear el nombre del remitente para conocer su contenido. Eran las eternas previsoras, las que adelantaban en un día su felicitación para solventar un probable retraso del correo. Esperaría a mañana… ¿por qué anticipar unas horas el amargo sabor de mi aniversario? ¿por qué no apurar hasta el último instante mis treinta y nueve?

¡Imposible! Suena el teléfono. Con dedos nerviosos descuelgo el auricular. “Que aún no es, que todavía no ha llegado…” Pesadas, pesadísimas. ¡Ignoráis que la naturaleza nunca incumple sus plazos y espera paciente para completar su ciclo, en perfecto equilibrio, en perfecto orden…! De repente, mis ojos se posan en un pequeño sobre azul, rotulado con letra redonda y menuda, muy cuidada… desconocida, pero, también, vagamente familiar. Intrigada, lo giro entre mis manos para descubrir vacío el hueco del remitente. ¿Se habrá introducido por error en mi buzón?

No. Mi nombre, Beatriz Campuzano, figura correctamente escrito. En el dorso únicamente aparecen unas iniciales —J.L.— y, en el matasellos, el nombre de un pueblo: Cadaqués. Pintoresco rincón del Ampurdán que me suscita hermosos recuerdos de un verano fugaz… treinta días inolvidables de mi vida. Porque allí, entre las espumosas olas del Mediterráneo surgió Jorge. Con su cabello negro tan rizado como el mar y sus ojos profundos, insondables, brillantes…

Acaricie el sobre con cariño mientras su borde dejaba una estela tenue sobre la yema de mi dedo índice. ¿Será de él? Por un momento, creí oler su perfume, su aroma a hierbas salvajes grabado en mi memoria. Habían pasado… ¿cuántos? quizá veinte años, desde aquel beso ardiente, aquellas manos fuertes creadas para acariciar, aquella sonrisa que parecía decir: “Ven, acércate…” Y la última noticia que recibí de él, en un sobre igual que este: “Aunque todos crean que te he olvidado, no ha sido así” Esta frase quedo incrustada en mi alma y aquella carta se acomodó entre las páginas de mis novelas románticas para señalar el punto en el que abandonaba su lectura. Enrique la descubrió allí una tarde, pero no pareció importarle: “Es bonito volver la vista sobre las huellas de nuestra juventud, pero —añadió tras leer el título de mi novela— es una lástima que leas esta bazofia. Nadie diría que has pasado por una facultad de Letras” Él detestaba mis “folletines” como yo su carencia de sensibilidad: tal vez por eso, la buscaba en las narraciones de Corín Tellado.

El reloj corre inapelable, pero no lo siento. Mi mente vaga por la playa, acariciada por el sol y humedecida por los besos ardientes de Jorge con sabor a sal y arena, con sabor a mar. Ya no me importa cumplir cuarenta años.

Oigo la puerta. Enrique y las niñas entran sigilosamente, escondiendo los regalos que han adquirido. Todos empeñados en adelantar mi cumpleaños. Guardo el sobre en mi secreter, junto a las conchas y caracolas recogidas con Jorge en un atardecer desierto, aquella colección de tesoros que depositó en mis manos para cerrarlas luego en señal de despedida y que hoy aún me transmiten el susurro del mar. “Guárdalas tú hasta que podamos compartirlas de nuevo”. Pero ese día nunca llegó y en vísperas de mi boda rompí sus cartas y su foto; no quise abandonar las conchas, como si presintiera que quizá algún día nos zambulliríamos juntos de nuevo en su suave murmullo.

Mañana abriré el sobre. La espera será dulce, aguardando sus palabras de amor como una mujer enamorada mantiene la vista fija en el horizonte donde se perdió el último vestigio del barco que se llevó a su amado.

Este sobre azul contiene mi sueño, lo que podía haber sido y nunca fue. ¿Qué significan unas horas más de espera después de tanto tiempo de silencio? Quizá tenga miedo, temor por conocer su mensaje, porque enseguida ese instante detenido en el tiempo tornará pasado y mi tenue esperanza se desvanecerá, igual que mis treinta y nueve años morirán mañana. No quiero decir adiós a la única novedad que alegra mi cumpleaños, al último hilo que me une a mi juventud.

Me acosté y dormí envuelta en mar, acunada en sus brazos. Por la mañana, me deslicé sigilosamente fuera de la cama sin despertar a Enrique. Abrí con cuidado el cajón del secreter y rescaté mi preciado tesoro azul. Refugiada en el baño, rasgué el sobre y con toda ternura desplegué la carta entre mis dedos trémulos.

                        “Querida amiga. Ha llegado el momento que usted esperaba, la oportunidad de su vida. Usted que ha estudiado inglés durante años sin alcanzar el deseado dominio del idioma universal, dispone ahora de un nuevo y revolucionario método. Le enseñaremos a hablar inglés sin necesidad de estudiar, con la misma facilidad con que aprendió su lengua materna. Porque nuestro método ha sido diseñado por expertos profesionales de la enseñanza que conocen bien las dificultades del aprendizaje adulto y…”

Sin terminar la lectura, rompí aquel panfleto en diminutos pedazos. La boca del inodoro se abría tentadora, pero, sin saber bien por qué, guardé los restos en el bolsillo de mi albornoz mientras maldecía los astutos trucos publicitarios que remiten envíos comerciales en sobres manuscritos.

Torné a la cama compungida, mi cuerpo helado entre las sábanas y la cabeza hundida bajo la almohada. Enrique se revolvió en sueños cambiando sólo el tono de sus ronquidos. No busqué el calor de su cuerpo, sino que me refugié triste y desolada en el borde del lecho. Había dejado de ser la protagonista de una novela romántica: mi vida continuaba allí, monótona, prosaicamente unida a un hombre que, ajeno a mis anhelos, anunciaba roncando el día de mi cumpleaños.

Incapaz de conciliar el sueño, esperé paciente y atenta a los casi imperceptibles ruidos que alteraban el silencio de la casa, débiles crujidos y murmullos que delataban la creciente excitación en el dormitorio de Beatriz y Covadonga: podía adivinar cada uno de sus movimientos hasta que por fin aparecieron risueñas ante mis ojos con las manos en la espalda ocultando sus regalos hasta el último instante. Beatriz, siempre impulsiva, me ofreció una linda canastita de mimbre colmada de cremas y productos para prolongar una juventud eterna.

—¡Parece que hayas leído mi pensamiento! —le dije mientras la abrazaba agradecida y abría inmediatamente el obsequio de Covadonga, un paquetito primorosamente envuelto del que surgió una blusa que conjuntaría perfectamente con mi falda negra. Su talla, la 42, era correcta y el estilo de la prenda digno de su buen gusto. Me vino a la memoria la blusita rosa palo, talla 38, de escote redondo algo provocador, y la mini negra que llevaba cuando conocí a Jorge. Viejos sueños que no cabían veinte años después en tres tallas más. Observé a mis hijas, en la plenitud de la adolescencia, jóvenes pechos turgentes, cintura de avispa y un tipo prometedor que me daría envidia si no fuese su mamá. Las miré con ternura y exclamé:

—Pero… ¿cuánto tiempo habéis estado ahorrando? —se miraron con picardía y en su callada respuesta comprendí que habían recibido una sustanciosa ayuda de su padre.

Esta era la otra cara de la moneda, la que compensa la muerte de los viejos sueños y alegra la monotonía vulgar del transcurrir cotidiano. Enrique dejó por fin de roncar y se unió al alborozo general. Me entregó un paquete pequeño, casi diminuto, digno de ocultar ese preciado diamante, símbolo de lo eterno, que todas las mujeres deseamos recibir en estas ocasiones. Lo abrí poco a poco, con mal disimulada ansiedad y deseché un refinado lacito para descubrir una cajita… en cuyo interior no se guardaba la preciada joya sino un perfume, el perfume preferido de mi adolescencia, que hacía mucho tiempo no usaba. Su olor se expandió por toda la estancia para recordarme dulces atardeceres frente al horizonte infinito del mar. El timbre del teléfono alivió mi embarazo y me proporcionó refugio en una conversación intrascendente.

Me dirigí a la cocina para preparar los canelones de atún con champiñones que encandilaban a Enrique, el budín de pasas que haría las delicias de Beatriz y la tarta de manzana para Covadonga. Era mi forma más cálida de darles las gracias.

            * * *

Cuarenta años y un día. Un nuevo despertar, una nueva ilusión. He recompuesto los fragmentos de la carta y aquí estoy. Con mis antiguos cuadernos, el boli de plástico transparente y el diccionario, estudiando el hermoso idioma de Shakespeare, dispuesta a aprobar mi último examen, conseguir el diploma postrero… y poner diques a mi fantasía, siempre porfiando por unirse al Ebro camino del Mediterráneo, sumergida en un espejismo que oculte las pesadas brumas en la noche de mi vida. Atrás queda una extraña serie de coincidencias: una carta manuscrita, tal vez algo más que publicidad, un perfume olvidado….

            * * *

Víspera de mis cincuenta. En la palma de mis manos, reposan los arrugados jirones de una carta. Una misiva publicitaria que viajó hace una década en un sobre azul… Era la depositaria de una ilusión que feneció porque no fue sino un espejismo de mi imaginación… o de mi deseo. Tal vez un simple truco publicitario. Pero, ¿si hubiera sido real, si Jorge me hubiese deseado de nuevo a su lado comulgando mis anhelos con los suyos…? ¿Cuál hubiera sido mi respuesta? ¿Quizá habría asolado la tierra que tanto me costó labrar sofocando peleas, ocultando malas caras, ignorando engaños…? Una obra imperfecta, sin acabar, pero que es la mía.

Ha nacido para mí un tiempo menos rebelde, menos poético, pero más auténtico, satisfecha con lo mío y con los míos. Ya no huyo de nada. Ya no bailo al ritmo de las olas ni al vaivén de la vida, sino que mis pies danzan pegaditos a tierra firme y resisten, aunque zarandeados, el viento recio y puro del Moncayo. Ahora, que todavía puedo alcanzar tantas metas… no deseo cumpleaños con sabor a mar sino con el que yo quiera darles, para paladear lo que es y no lo que podía haber sido.

Mi vista vaga por la habitación y hace un guiño al hámster que juguetea con una revista en su rincón y se detiene por fin en la pared, sobre un marco dorado cuyo interior muestra un diploma engalanado con borlas en el que puede leerse muy destacado: “This is to certify that Beatriz Campuzano passed in spoken english”. El ratoncito blanco me mira con ojos risueños, como si quisiera decirme:

—”¡Qué banquete me daría entrenando mis dientes con tu diploma!” —Y le devuelvo la mirada con una sonrisa:

—”Si quieres seguir con vida… ¡ni te acerques!”

Se oye la cerradura y entra Enrique. Me besa afectuoso.

—Sabes —me dice—, en la guardería de Daniel hay una plaza vacante para impartir inglés…

No le dejé terminar y me arrojé en sus brazos. Ahora que Beatriz y Covadonga superan mi altura… ¡Otra vez rodeada de gente menuda!

Y por fin ha llegado mi primer día de clase. Nerviosa como una colegiala más, atravieso una preciosa cancela pintada de rosa que da paso a un patio ajardinado. Las aulas son espaciosas, con amplios ventanales abrazados por la yedra. Daniel ha salido a recibirme. Me invita a penetrar en su despacho y me entrega una lista manuscrita de mis primeros alumnos.

—Discúlpame. Se ha averiado el ordenador, pero seguro que podrás entender mi letra.

Ojeo rápidamente la lista buscando alguna Beatriz o Covadonga… ¡siempre seré la misma, siempre evocando recuerdos y tejiendo historias imposibles! Pero… ¡esa letra! redondita, de rasgos firmes y delicados… es idéntica a la que rotulaba aquel sobre azul que tanto me hizo soñar, aquella carta que me ha conducido a esta hermosa realidad, a mi madurez.

Levanto la mirada. Daniel intuye que he adivinado la verdad. ¡Burlada como una niña a mis cuarenta años!

—¡He seguido vuestro juego, ignorando mi participación en el mismo!

Daniel me toma la mano cariñosamente y me mira a los ojos. Poco a poco, mi cólera se disipa y él percibe el cambio de actitud.

—¡Tengo una idea! ¿Pasamos el fin de semana todos juntos en mi chalet de Cadaqués? ¡Brindaremos por mi nueva profesora de inglés…!

Sé que es leal y mis ojos, bañados en lágrimas, expresan la emoción que mis labios ocultan.

—¡Enrique y Daniel! Vaya par de…

Cómo enfadarme con ellos cuando me han ofrecido el mejor regalo. No han robado mis sueños, sino que me han ayudado a volar más alto para dar a mi vida nuevas tonalidades que nunca habría encontrado en el interior de mi hogar.


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