El espejo de medusa
Os produzco miedo y asco. Para vosotros no soy más que una mujer vengativa, errante y malvada, que grita su dolor a los confines de la tierra y arrasa con su mirada todo lo que la rodea. Me maldecís y planeáis acosarme y asesinarme como a una bestia peligrosa que no tiene cabida en vuestro mundo racional y ordenado. No soy una Diosa Inmortal, soy la Guardiana de las Puertas que dan acceso a la Oscuridad, allí donde la demencia y el miedo cobran sentido. Llevo en mí la muerte de piedra y de silencio. Pero, ¿por qué me buscáis para matarme? Si yo ya estoy muerta, si mi dolor ha trastocado mi equilibrio y todo cuanto me hizo humana en algún tiempo. ¿Pensáis que si siguiera siendo humana no sería compasiva y amante? Yo, una vez, fui una mujer bella. Demasiado bella para mi bien. Mi sedosa piel era blanca como la espuma, mis cabellos rubios ondeaban hasta mi cintura con el color y el brillo del sol, el color de mis ojos hacía palidecer el azul del mar. Me sabía bella, pero no era consciente del peligro que corría a causa de mi belleza. Jamás imaginé que llegaría a perder la razón por su causa, que esa misma belleza causaría mi maldición y la de todos; porque yo soy la maldición viviente, la negación de la vida. Malditos sean los Dioses y quienes los adoran. Malditos sean aquéllos que construyen sus templos. Malditos sean los hijos de los hombres que me persiguen. ¿Por qué? ¿Qué daño causaba mi existencia? Rezaba en el templo de Atenea pidiéndole a la Diosa sabiduría y entendimiento cuando apareció Poseidón, que me había estado vigilando. Poseidón siempre me vigilaba, y en varias ocasiones había intentado acercarse a mí por sorpresa; por fortuna, siempre hubo algo o alguien que frustró sus intentos. Yo no lo entendía. Su esposa Anfitrite era bella y una diosa del mar digna de él, aunque el Dios no dejaba de perseguir aventuras extraconyugales. Yo no deseaba su proximidad, me daba miedo, siempre oraba para que nunca me encontrara sola y sin escapatoria. Aquel día, mientras rezaba, me sorprendió sumida en la meditación. Quiso abrazarme y besarme; pero yo, como virgen pudorosa, traté de impedírselo. Era más fuerte que yo. Rogué a Atenea que me ayudara, que no permitiera semejante sacrilegio en su sagrado lugar. No me escuchó. Poseidón y Atenea, que eran Dioses, no tuvieron piedad de mí, pobre humana frágil e indefensa. Él, sonriendo satisfecho, se marchó dejándome ensangrentada y rota a los pies del altar. Había logrado dos objetivos: dar rienda suelta a su lujuria y ofender a Atenea, su rival, en su propio templo, violando a una de sus adoratrices. Así me hizo víctima propiciatoria de su guerra personal, que comenzó cuando ambas divinidades se enfrentaron por la ciudad que debía llevar su nombre. Atenea resultó vencedora y Poseidón no se lo perdonó nunca ni a ella ni a los atenienses. No me cabía duda de que él hubiera intentado poseerme de grado o por fuerza en cualquier lugar propicio; que fuera en el templo de ella le llenó aún más de júbilo. La había humillado humillándome a mí. De repente Atenea se materializó ante mí, despechada y violenta. Me echó en cara lo ocurrido sin escucharme, sin reparar en el estado en que me encontraba, sin hacer caso de mis lágrimas. Me acusó a mí, ¡a mí! de haber propiciado el sacrilegio. Y me transformó en lo que soy ahora: el monstruo cuya mirada convierte en piedra a cuantos la miran. Por si este castigo fuera poco Afrodita, que siempre había envidiado mis cabellos, me los arrebató y los sustituyó por las serpientes que giran y silban en mi cabeza. ¿Cómo no enloquecer y odiar al mundo y a cuantos en él habitan? Ya que no puedo vengarme de los Dioses, me vengo de quienes les aman. Os digo que si los conocierais tan bien como yo no os acercaríais a sus templos ni les llevaríais ofrendas, no les pediríais dones ni su protección. Por el contrario, derribaríais sus moradas terrenas piedra a piedra, entregaríais a las llamas sus estatuas y borraríais sus nombres de vuestras ciudades y de vuestras almas. Los Dioses no os aman, hombres ciegos, os envidian. Y como os envidian, os odian porque podéis ser felices incluso en vuestra pobreza. Ellos lo tienen todo, la inmortalidad que aborrecen, el poder absoluto; pero se sienten vacíos y solos. No saben amar porque no saben qué es el amor. Tampoco hay amor en mí ahora, sólo odio y vacío. Estoy tan sola y abandonada como ellos, más que ellos porque en vuestra ignorancia seguís creyendo que os aman mientras que a mí, que tanto daño irreparable me han causado, queréis matarme para complacerlos. De mis dulces días de inocencia conservo mi espejo de plata. Por las noches, a la luz de la luna, me contemplo en él y recupero mi reflejo de otros tiempos, vuelvo a ser la criatura humana que fui hasta que mis lágrimas empañan la imagen. Pero sé que su reflejo me engaña: esa no soy yo. Desde mi desgracia no he vuelto a llorar lágrimas de agua salada, sino sangre. También sé que mi sangre ya no es humana, sino veneno. Bastaría impregnar con unas gotas la hoja de una espada para provocar la muerte del enemigo con un ligero roce. Hay héroes amados por los Dioses, o eso piensan, que desean además hacerse con mi sangre para volverse invencibles. ¡Pobres necios! No les dejarán ser invencibles ni inmortales aunque me maten cien veces y vacíen mi pobre cuerpo torturado. Los Dioses se quedarán con todos mis poderes, esos héroes amados acabarán muriendo cuando menos se lo esperen, y terminarán abrazados en el Inframundo, llorando su estupidez tan humana. He sabido que Atenea ha preparado a otro de sus enviados para que me dé muerte. Tal vez él lo consiga. O tal vez no. Estoy cansada de arrastrar esta vida que es muerte sin descanso, y, si no fuera por mis niños, me dejaría matar con los ojos cerrados.Pero ellos me necesitan. Fruto de esa violación brutal he quedado embarazada, estoy gestando a los hijos de mi enemigo. ¿Cómo no enloquecer de dolor y de odio? Cuando no puedo más, me miro en mi espejo de plata y sueño que soy otra.