EL HOMBRE-LOBO DE HUESCA
Joaquín Sánchez Vallés
Profesor de literatura y escritor
La verdad es que nunca hubo un hombre-lobo en Huesca, al menos en los tiempos recientes. Ignoro si en los archivos del pasado podrá rastrearse la existencia de alguno; aunque me figuro que no, pues una alimaña semejante habría calado sin duda en la memoria colectiva y andaría aún rondando por cuentos y consejas de la tradición oral. Desde luego, el famoso “hombre de los dientes verdes”, que acechaba en las sombras nocturnas del Parque y contra el que tanto nos previnieron en la infancia, distaba mucho de ser un hombre-lobo: carecía de cualquier atributo de la fiera y, conforme fuimos creciendo, descubrimos que no era sino una invención de nuestras madres para que no nos alejásemos demasiado de sus faldas y no se nos ocurriera internarnos en el Camino de los novios, no fuéramos a descubrir la sucia realidad de la vida antes de tiempo.
La historia del hombre-lobo de Huesca no pasó nunca de la imaginación de Lorenzo Benedé, de modo que las fantasías que contó a la prensa sensacionalista desde su celda del penal del Dueso hay que achacarlas a su afán de notoriedad y a su deseo, muy humano, de descollar sobre la masa. Cada uno descuella como puede y Lorenzo, sintiéndose incapaz de emprender una obra artística o científica, dedicó sus esfuerzos a convertirse en hombre-lobo. Sabía que con el pincel o la pluma jamás llagaría a nada; ni tenía habilidad para el dibujo, ni escribir era lo suyo: los únicos manuscritos que llegó a redactar con una mínima voluntad de estilo fueron las felicitaciones navideñas, en las que repetía invariablemente la misma fórmula: “Felices Pascuas y Prospero Año Nuebo”, este último con be, para acentuar la rotundidad de la frase. En cuanto a las ciencias, él carecía de estudios y su puesto de casquería en el Mercado tampoco resultaba muy a propósito para instalar un laboratorio o un centro de investigación nuclear. Pero, a poca voluntad que se ponga, siempre se encuentran caminos más accesibles a la gente del común: cometer media docenita de crímenes está al alcance de cualquiera y es un sistema tan digno como otro para salir del anonimato. Claro que, en esta época en que la sangre corre con tanta facilidad, los asesinatos tienen que resultar especialmente repugnantes, fuera de lo normal, a ser posible aureolados por una leyenda, con el fin de darles una consistencia inolvidable que los haga pasar a los anales del delito. Lorenzo intuía que la cuestión no era matar sin más ni más, sino transformarse en una fiera sanguinaria que sembrase el terror en toda Huesca, un hombre-lobo que mantuviera en vilo a la población y diera lugar a verter sobre él ríos de tinta impresa. A este ideal consagró su vida.
Lorenzo nunca llegó a analizar la situación con tanta frialdad: ni repasó los cauces legales que la sociedad ofrece para romper con una existencia anodina, ni meditó sobre las escasas posibilidades que tenía para dar rienda suelta a su vocación. Porque Lorenzo era un hombre-lobo vocacional, la licantropía hallaba raíces en lo más profundo de su espíritu, como un impulso al que no podía resistir. De otro modo, tal vez hubiera intentado destacar por la vía del deporte o de la gastronomía, presentándose a concursos de engullidores de madejas, en los que sin duda alguna hubiera realizado un lucido papel. Pero el lobo que creía llevar dentro pugnaba por despertar, lo llamaba en las noches de luna, le suplicaba que lo dejara libre, se abría paso a dentelladas, un lobo gris y enorme que lo aguaitaba en los espejos y que haría pasar el nombre de Lorenzo Benedé a la epopeya.
Como todas las vocaciones que merecen tal título, la de Lorenzo Benedé se mantuvo muchos años en estado latente, hasta que surgió arrolladora, sin previo aviso, casi por casualidad. Es posible que ni él mismo la hubiese descubierto si no llega a presentarse en la tienda la señá Julia, una noche de invierno, justo a la hora de cerrar. Lorenzo andaba metiendo los despojos en la cámara, con ganas de marcharse, cuando la buena mujer asomó la nariz por el puesto, con la pretensión de comprarse unos sesos.
-Ya no me quedan, señá Julia –pretextó Lorenzo–. Mañana habrá.
-¿Cómo dices que no, si tienes ahí esas cabecetas?
-Sí, pero tendría que partirlas y ahora estaba cerrando ya. ¿No se quiere llevar una entera?
-Anda, majo, que no te cuesta nada. Sácales los sesos, que son pa mi nieta.
La señá Julia era clienta habitual y, por hacerle un favor, afiló Lorenzo el hacha. A cada golpe iba sintiendo una rara excitación, como un deseo de hundir la cuchilla con rabia hasta dejar la cabeza reducida a puré. Al principio, lo achacó al disgusto que le producía atender a esta clienta rezagada; pero, cuando acabó de partir el hueso y asomó la masa blanda del encéfalo, no pudo reprimirse: con toda rapidez cogió el seso en las manos y se lo tragó crudo en un santiamén, ante los ojos atónitos de la señá Julia, que no volvió por aquel puesto jamás.
Antes de despedirse para siempre, la señá Julia quiso dejar bien clara su opinión:
-Desde luego, Lorenzo, si no querías servirme, podrías haberlo dicho de otra manera.
Con la boca embarazada por los sesos, Lorenzo no atinó a responder. Pero desde ese preciso instante supo que era un hombre-lobo, y solo la rapidez que se dio la señá Julia en desaparecer de su vista la libró de convertirse en la primera víctima de su ferocidad.
Habiéndole encontrado el gusto a las vísceras frescas, Lorenzo Benedé decidió que no podía dejar las cosas así. Cerró a toda prisa el puesto, salió al frío de la plaza y lanzó un aullido estremecido a la luna redonda que empezaba a rodar por los tejados. El escalofrío que le sobrevino lo interpretó como buena señal: los pelos se le erizaban de manera que no tardarían en ponerse a crecer, cubriéndolo enseguida con la pelleja de la fiera corrupia. Para acelerar el proceso, aulló de nuevo, más largo y más sostenido, puesto en cuatro patas con alguna incomodidad. Ya se disponía a otilar por tercera vez cuando un rumor de pasos le hizo detenerse. Echó Lorenzo la vista a la derecha, por donde se acercaban los dos números de la policía que hacían la guardia en el Juzgado, seguramente interesados en investigar la causa del escándalo. Se miró entonces las manos y, al ver que aún no habían sufrido ninguna transformación a pesar de sus esfuerzos, comprendió que se encontraba en situación embarazosa. Poco animado a dar explicaciones sobre su indigna postura, se irguió rápidamente y se escabulló con disimulo, seguido a la distancia por los guardias, hasta la plaza de san Pedro, donde tenía su guarida, digo, su piso.
Su mujer lo encontró algo extraño: hosco, agitado, encendido, no le hizo caso ni respondió apenas al saludo, sino que atravesó la casa a grandes zancadas para plantarse delante del balcón a otear la noche. Alzaba el visillo con mano temblorosa y escudriñaba las tinieblas exteriores. Como el ángulo de visión no era el adecuado, abría la hoja para asomarse con temor. Algo veía afuera que le hacía cerrarla con premura, pero un impulso le movía a abrirla otra vez o, no atreviéndose, tornaba a descorrer el visillo pegando la nariz en el cristal.
-¿Qué te pasa, Lorenzo? –se asustó la mujer–. ¿Qué pasa ahí afuera?
Lorenzo no se dignó contestar.
-Pero ¿qué pasa? –insistió ella agarrándolo del brazo y echándolo atrás para mirar a su vez.
Lorenzo pareció volver a la realidad. Apartó a su mujer del balcón e intentó hablar con un tono sereno:
-No pasa nada, Gloria. Cosas mías. ¿Qué tienes de cenar?
-¿Qué voy a tener? Acelgas.
-¿No tienes hígado?
-¿Lo has traído tú de la tienda? Pues entonces, pescadilla.
-Anda, marcha a la cocina y déjame en paz.
-Dime primero qué hay en la calle.
-¿Qué va a haber? Nada que te importe. Vete a la cocina, te digo.
Gloria se fue a la cocina, no sin antes abrir el balcón de par en par y husmear en las sombras de la plaza durante un rato. Un rato muy pequeño, porque hacía frío y no tenía ganas de que le diera un pasmo.
-Ahí afuera no hay nada –dijo con dignidad al cerrar los postigos.
-¿No te lo he dicho yo? –corroboró Lorenzo con sensación de alivio–. ¿Qué iba a haber?
-¿Por qué mirabas, pues?
-Pues… –Lorenzo no encontraba ninguna razón creíble–. Pues… Porque sí –soltó al final intentando mostrarse seguro de sí mismo.
-A ti te falta un tornillo, chiqué –resumió Gloria el asunto.
Una vez solo, volvió a abrir Lorenzo el balcón: efectivamente, afuera no había nada; los guardias brillaban por su ausencia y nadie rondaba la plaza en la noche invernal. Solo la luna relumbraba, pequeña y plácida, colgada de la torre de san Pedro. Eso lo animó.
Gloria llegó corriendo desde la cocina, metió a Lorenzo en la casa y cerró con furia el balcón:
-Pero ¿qué haces? ¿Qué gritos son esos? ¿Quieres que nos echen o qué?
-Mira, Gloria, ha sido un impulso… –empezó Lorenzo, no demasiado dispuesto a explicarse.
-¡Qué impulso ni impulso, mamarracho! ¡Que eres un mamarracho! ¡Ay, si le hubiera hecho caso a mi madre!
Lorenzo se quedó sentado, la mano en el mentón, esperando la cena consabida: acelgas y pescadilla. Decididamente, el tercer aullido tampoco había logrado ninguna efectividad.
El fracaso de aquella primera experiencia lo llevó a cambiar de método. Desde luego, no resultaba fácil transformarse en lobo cuando tantas distracciones venían a impedir la necesaria concentración. Estaba claro que hacían falta muchos más aullidos y una soledad imposible de conseguir en el balcón de su casa. Si a cada intento llegaba Gloria a interrumpirlo, nunca podría producirse la transmutación, nunca saldría de sí aquella bestia salvaje y sanguinaria que tenía que dejar huella indeleble en la memoria del mundo. Así que, en las siguientes noches de luna, Lorenzo optó por no volver a casa. Se atracaba en el puesto de criadillas y livianos crudos, a fin de propiciar a la fiera, y se dedicaba a recorrer el barrio de la Catedral, que consideraba lo bastante oscuro, aullando en cada esquina. El resultado no fue por eso más halagüeño, por lo que poco a poco fue ampliando el radio de sus correrías, alejándose de la ciudad y su aura civilizada, buscando el campo como lugar más a propósito para los animales, donde quizás el suyo se decidiera por fin a manifestarse dando por terminado el tormento. Porque Lorenzo sufría, se retorcía en sus aullidos, intentando en vano perder su piel humana, cambiarla por el pelo áspero del lobo que necesita matar. Si las calles de la Catedral fueron las primeras en conocer su angustia, no tardó en salirse al Trasmuro, y aun más allá, por el camino de Salas, a la plena naturaleza, donde la luna es grande como un pozo anegado, donde laten solemnes los ruidos de la noche y el hombre se siente tan perdido que no tiene más remedio que sacar al animal que lleva dentro.
Pero, por más que lo intentaba, Lorenzo Benedé no conseguía sacar de sí a su lobo. Ya habían pasado más de cuatro meses y estaba como al principio: mucho alarido, mucha dedicación y, al cabo, nada. Cada mañana leía en el periódico los sucesos por ver si hablaban de él, pero nunca aparecía la más mínima mención a sus actividades. Y, aunque era lógico que así fuera, pues no había alcanzado el grado de hombre-lobo ni había cometido aún el más pequeño desmán, se sentía deprimido al comprobar que el hombre aullador de Huesca no merecía siquiera dos líneas en el “Diario del Alto Aragón”. Sobre todo teniendo en cuenta que su vida matrimonial empezaba a resentirse. Gloria, que lo trató de mamarracho ante el nacimiento de su vocación, había ido subiendo el tono de los insultos, pasando de “modorro” a “tontolaba”, hasta despeñarse en una sarta de vocablos irreproducibles con los que lo saludaba en las madrugadas de plenilunio, cuando Lorenzo volvía amargado por el fracaso, con la garganta enronquecida de tanto inútil otilar.
-¿De dónde vienes, si puede saberse? –se le plantaba en camisón en el quicio de la puerta.
-Déjame, Gloria, déjame, que tengo sueño –intentaba Lorenzo capear el temporal.
-¿Qué te dan por ahí? ¿Es que no tienes una mujer en casa, que necesitas buscarte otras? ¡Así te peguen un mal que no te deje vivir! Ahora que, como me lo pases, ¡ya verás lo que es bueno! Tú, ¡atrévete! ¡Atrévete, te digo! ¿Qué me falta, vamos, dímelo, qué me falta que tienes que buscarlo fuera?
-Que no es eso, Gloria –argumentaba Lorenzo mientras se le cerraban los ojos. –¿Cuántas veces te he dicho que no es eso?
-¿Qué es, pues? ¿Qué es si no?
Lorenzo, sin animarse a contar la verdad, se abismaba en la filosofía:
-Ya te he dicho que yo ya no soy yo.
Entonces empezaba su parienta la retahíla de improperios, que no terminaba hasta que Lorenzo se iba a abrir el puesto en el mercado con la noche en blanco.
Aquello no podía continuar. Era preciso ponerle fin de una vez. Y, visto que el lobo no acababa de encarnarse en su cuerpo, Lorenzo Benedé se decidió a cometer un crimen completamente humano. Ya que algo inexplicable le impedía ser el hombre-lobo de Huesca, sería al menos el carnicero de la ciudad, saliendo así de la anonimia a la que parecía condenado, de modo que Gloria terminaría por comprender que era un ser excepcional, llamado a las más altas empresas.
Esa noche, Lorenzo Benedé afiló a conciencia la cuchilla partecabezas, se armó de valor y salió a rondar los andurriales que tan bien había llegado a conocer. Varias ocasiones se le ofrecieron, pero prefirió reservarse, ya que se trataba de su primer crimen, con el que quería realizar una labor de artesanía. Rodeó las calles de la Catedral, salió al Trasmuro, reproduciendo los círculos trazados en su busca del lobo, hasta que al fin se encontró de nuevo en el camino de Salas, sin saber cómo ni por qué. Se ve que el hábito era ya tan poderoso que le había hecho recalar allí de manera inconsciente. Pero allí, ¿a quién iba a matar?, ¿a quién iba a encontrar a las tantas de la noche en ese lugar solitario? Ya pensaba en regresar a la población cuando atisbó un bulto entre las sombras. Lorenzo se acercó muy despacio, hacha en mano: no era uno, sino tres, que parecían calentar algo con un mechero. Oculto tras una mata, llegó a intuir cómo se metían una insulina en el brazo. Ya no había duda: esos se estaban picando, y esos iban a ser los primeros cadáveres de una larga serie. Alzó los ojos al cielo, en busca de inspiración, mientras trataba de aferrar la cuchilla que se escurría en su mano sudorosa. La luna estaba alta, perfectamente redonda, y Lorenzo sintió su llamada. ¿Quién le decía a él que esta vez no sería posible? Era ya primavera y hacía calor. Las ropas le molestaban. Notaba bajo la camisa el escozor de los pelos que pugnaban por crecer. En silencio, dejó el arma a un lado, se despojó de sus prendas y, puesto en porretas, empezó a refrotarse por la tierra buscando al animal. Ahora estaba más cerca que nunca. Sin poder contenerse, exhaló un aullido bronco, agudo, larguísimo. Tan largo, que no lo pudo terminar: llovieron sobre él las patadas y los puños, los gritos destemplados y una densa meada con la que uno de los drogatas quiso despedirse cuando ya no se podía mover.
Al despertar, buscó la ropa para volver a casa con un aspecto mínimamente decente. Pero no la encontró. Rastreó largo rato por la tierra, apartando matas y arañando arbustos, palpando el suelo, girando en redondo: no quedaba ni olor de ropa ni de cuchilla. Y no era que la oscuridad lo desorientase: tantos meses aullando le habían acostumbrado los ojos a la penumbra lunar. Era que ni la ropa ni la cuchilla estaban allí; aquellos bárbaros se las habían llevado dejándolo corito.
Lorenzo entendió que tenía que tomar una resolución y que la única posible era decidirse a alcanzar su casa en pelota picada, antes de que saliera el sol a iluminarle las vergüenzas. Con una mano en la entrepierna, paseó su desnudez por toda Huesca, bien pegado a las fachadas, buscando el refugio de los portales, andando a buen paso por las callejas solitarias y oscuras y tomando aliento para atravesar a toda velocidad el Coso iluminado. Al llegar a la plaza de san Pedro, se desplomó sobre el timbre de su puerta rogando por que Gloria tardase poco en levantar. Al cabo de un rato larguísimo oyó abrir el balcón y la voz de su mujer que preguntaba:
-¿Quién es a estas horas?
-¡Gloria! ¡Soy yo! –se atrevió Lorenzo a abandonar el quicio del portal–. ¡Ábreme!
-Pero ¿cómo vienes así? –se escandalizó ella–. ¡Marrano!
-Por favor, Gloria, ¡ábreme! ¡Deja que entre! Ya te explicaré luego. ¡Ábreme!
-¡Yo que te voy a abrir, mamarracho! ¡Vuelve con tus putas!
-Que no es eso… –quiso empezar Lorenzo.
Pero no pudo concluir. El balcón había vuelto a cerrarse, sin asomo de que Gloria bajase la escalera para dejarlo entrar. Desesperado, Lorenzo, aporreó la puerta suplicando:
-¡Gloria! ¡Gloria! ¡Ábreme! ¡Por favor, ábreme!
Hasta que el golpe de una mano en el hombro le hizo callar.
Durante los dos días que pasó en comisaría antes de declarar ante el juez, Gloria no se acercó a visitarlo. Y, cuando volvió al fin a casa vestido con un mono raído de faena, descubrió la razón. Todo el piso estaba patas arriba, como sometido a un concienzudo saqueo, con una nota garrapateada en papel de envolver prendida con esparadrapo sobre la pantalla del televisor: “No te aganto mas mebo y con mimadre nome vusques”. Definitivamente, Lorenzo Benedé había echado a perder su matrimonio. Algo le consoló que el “Diario del Alto Aragón” publicase por fin sus andanzas.
Aunque fue magro consuelo: no solo lo presentaba como un vulgar exhibicionista callejero, sino que velaba su identidad bajo unas iniciales, L.B., que lo hacían irreconocible.
No está muy claro por cuál de las dos causas –la pérdida de Gloria o la tergiversación periodística– empezó Lorenzo a darse a la bebida. Posiblemente, por una mezcla de ambas. El caso es que empezó poco a poco, desatendiendo su oficio, hasta convertirse en uno de los habituales tabernícolas de la población. El alcohol le adormecía los sentidos, le ahogaba los impulsos y llegó a embotarlo de tal modo que, al cabo de poco, casi se había olvidado de su vocación. Cuando volvía del barrio de san Lorenzo, bar con bar puerta con puerta, bien atiborradito de coñac, y enfilaba la Correría camino de la plaza de san Pedro, no le quedaban ya ganas de lanzar ningún aullido y apenas si tenía fuerzas para arrastrarse por las fachadas trastabilleando con peligro de caer.
Pero las sendas de la providencia son inescrutables, y el mismo alcohol que abotargó al lobo que le dormía dentro sirvió para hacerlo despertar. Se dirá que el incidente no pasó de ser una desgraciada casualidad, que a quién se le ocurre meterse en pendencias con un borracho y que la primera intención de Lorenzo no fue desde luego matar. Yo no negaré que todo esto sea cierto, ni dudo de que Lorenzo entró al bar aquel nada más que a tomar otra copa. Lo que sí aseguro es que, al ver que se la negaban reiteradamente, alcanzó tal grado de excitación que sintió nacer en sí la fiera adormecida.
Al principio, le pareció que no le habían entendido bien y recalcó su petición con lengua pastosa:
-Oye, que te he dicho una copa Soberano.
-Y yo te he dicho que no te la voy a poner –repitió el camarero.
Aquella vez sí que le llegó claro el mensaje, por lo que comenzó a encenderse:
-¿Cómo que no me la vas a poner? ¡Te digo una copa Soberano y me pones una copa Soberano!
-Mira, vete a tu casa a dormirla, que será mejor.
-¡Me iré cuando me dé la gana! –se engalló pegando un puñetazo–. ¡Ahora me sirves un coñac!
-¡Pero si no te tienes con la que llevas!
-Pero ¿qué dices? ¿Me conoces tú, eh? ¿Me conoces tú, o qué?
-¡Pues claro que te conozco! ¡Y mientras no me pagues el espejo que me rompiste, no te serviré!
-¿Qué espejo ni qué niño muerto? –bramó Lorenzo.
El barman estiró un brazo para señalar la gran luna de la pared, concienzudamente machacada a golpes de banqueta. Pero, antes de que pudiera articular palabra, ya se lo había cogido Lorenzo por encima de la barra y se lo retorcía con desesperación:
-¡Y ahora qué! ¿Vas a servirme?
Ese fue el momento que otro cliente del bar escogió para demostrar su majadería: se acercó a los contendientes con ánimo de separarlos. Siempre hay gente que no sabe andar por este mundo, que carece del menor sentido de la oportunidad y este debía de ser uno de aquella cuerda. No solo puso la mano en el hombro de Lorenzo con suavidad, sino que se dirigió a él con toda corrección:
-Haga el favor…
No pudo decir más. En un jeribeque de borracho, Lorenzo soltó al camarero para dar un empentón al intruso, que cayó hacia atrás contra el mostrador. Aunque aquel impulso no venía aún de la fiera: fue un gesto totalmente humano, que buscaba quitarse estorbos de en medio. Solo cuando vio el cuerpo inmóvil en el suelo, con el cuello partido por el golpetazo, sintió Lorenzo renacer su vocación. Por fin lo había conseguido, de repente, incluso sin proponérselo: ya no era Lorenzo Benedé, sino el hombre-lobo de Huesca. Sin esfuerzos, sin aullidos, sin necesidad siquiera de revestirse de la pelambre hirsuta, había cometido al fin su primer crimen, se encontraba invadido por su fiera interior, un enorme lobo gris que se lanzó a morder el cuello de su víctima para probar el sabor de la sangre caliente. Y es que el genio que duerme no puede despertarse a voluntad, sino que es preciso esperar humildemente su visita. Cada vez más inspirado, Lorenzo se abalanzó hacia la puerta, por donde el aterrorizado camarero trataba de poner tierra por medio, y entonces sí que aullaba de verdad, totalmente metido en el papel de su vida.
Una vez en el Dueso, Lorenzo Benedé se esforzó en mantener su dignidad carcelaria y en no achantarse ante las chulerías de los demás penados. Así fue como llegó a acusarse de hasta quince asesinatos más, fruto de su fantasía, que fue adornando con detalles cada vez más truculentos conforme pasaba el tiempo de su condena. Asesinatos que acrecentaron su consideración entre la población reclusa y merecieron el honor de aparecer descritos en artículos y entrevistas de la prensa especializada. Pero, por respeto a la verdad, hay que decir que la historia del hombre-lobo de Huesca, a la que tanto bombo se le ha venido dando en los últimos años, no es más que un montaje periodístico que no existe más que en las páginas de diarios y revistas. Y, por supuesto, en la mente calenturienta de Lorenzo Benedé, que ahora es respetado por sus compañeros de prisión como revestido por el halo legendario de que siempre quiso rodearse.
JOAQUÍN SÁNCHEZ VALLÉS
Publicado en: Máscaras para un espacio. Huesca en la narrativa de hoy. Excma. Diputación Provincial de Huesca, Huesca, 1990.