Por Rosario Raro (*)

EL IRRESISTIBLE MAGNETISMO DE CANFRANC

La primera vez que me encontré con una imagen de la imponente estación de Canfranc fue en un libro de los hermanos Sylvain y David Margaine publicado en Versalles en 2011 que se titula Lugares abandonados. Descubrimientos insólitos de un patrimonio olvidado. Después vi muchas fotografías más, centenares, y comencé a leer sobre su historia hasta tal punto que se convirtió en una agradable obsesión. Esta labor investigadora fue el principal motor para escribir mis novelas que se desarrollan durante el período de mayor esplendor de este enclave.

EL IRRESISTIBLE MAGNETISMO DE CANFRANC

Como pasa siempre durante los conflictos bélicos, los comportamientos se extreman. Por eso, en aquel momento, hubo acciones muy rastreras y otras de una belleza moral que deslumbra. Los protagonistas fueron buenos o malos, en muchos casos según las circunstancias, no en términos absolutos. Me interesaba mucho ese estudio, analizar cómo incluso en una encrucijada semejante se puede decidir, aunque no lo parezca.

Por todo lo sucedido allí, Canfranc sigue siendo un ejemplo luminoso.

José Antonio Marina dice que “el logro máximo de la inteligencia es la ética y su realización práctica, que es la bondad”.Yo estoy completamente de acuerdo con esta afirmación.

Cuando visité por primera vez la estación de Canfranc, habían pasado 84 años desde su inauguración y 42 desde su cierre en 1970. Durante el recorrido con Silvia Franco, una de las guías de la oficina de turismo, cruzamos bajo el andén español por el túnel con las paredes de azulejos blancos, iguales a los del metro de Londres. Me deslumbró el esplendor de catedral de la sala de viajeros y, el lujo referido del hotel Internacional; desde arriba me miraron sus ventanas ya mudas. Pero sobre todo me estremecí, sentí escalofríos al tomar consciencia de la historia grandiosa que yacía en el fondo de aquel valle, explanado al comienzo de las obras.

Durante aquella primera visita, observé la reacción ante lo que contaba la guía de quienes componían el grupo, y supe que allí no había solo una novela, sino muchas. Cada vez que he vuelto, me he cerciorado de que es así.

En aquella ocasión, hace de eso ahora nueve años, cuando salí del edificio ferroviario, vi que sobre el puente del río Aragón, ahora puente Albert Le Lay, había una feria. Me acerqué hasta uno de los puestos y compré un libro encuadernado en cuero con las hojas en blanco sobre el que pronto comencé a escribir. Tiene la insólita propiedad de que sus páginas nunca se agotan.

EL IRRESISTIBLE MAGNETISMO DE CANFRANC

Mis dos novelas sobre Canfranc son mi modesto homenaje a unos hechos tan grandiosos como las personas que los llevaron a cabo.

Ahora, gracias a mis lectores, mi sueño de Canfranc no es ficción, sino real. Tal vez porque, como decía Max Aub, se trata de «convertir la verdad en mentira para que no deje de ser verdad».

Me identifico con la frase que pronuncia uno de mis personajes: «Mi compromiso es con este lugar». Mi compromiso es con este lugar que he tenido el inmenso placer de novelar. Desde que comencé este viaje apasionante y entré con el Canfranero en la estación de los Pirineos, tengo la suerte de ser de Canfranc en Huesca y de Segorbe en Castellón. Siempre es mejor tener dos corazones que uno.

EL IRRESISTIBLE MAGNETISMO DE CANFRANCAdemás de las publicaciones que he manejado: libros, artículos, etc., mis otras fuentes han sido las historias orales de algunos habitantes actuales de este valle. Y para plasmar los paisajes, los he recorrido primero, es decir, los he leído con los pies. Consulté tesis doctorales, legislación de los años 1943 y 1944, el BOE de las mismas fechas, vi documentales… Pero fueron las personas que habitan ahora el pueblo de Canfranc quienes me contaron que el cielo sobre este lugar fue más rojo que nunca el 24 de abril de 1944. Tomó su tono encendido de las 130 casas en llamas que lo convirtieron en un paisaje rabioso como los del pintor inglés William Turner.

A partir del siniestro, varias dependencias municipales se trasladaron a Los Arañones. Con este nombre, que alude al arbusto que abunda aquí y al que también se conoce como «endrino», se refieren a Canfranc Estación quienes son de la zona.

El 29 de abril de 1944 en el periódico ABC aparecieron unas sobrecogedoras imágenes de la catástrofe. En el noticiario franquista que durante el régimen se proyectaba en los cines antes de las películas, el NO-DO, apareció el incendio de Canfranc en su emisión del 8 de mayo de 1944, después de dar cuenta de una velada musical georgiana en Varsovia y antes de un reportaje deportivo. En este breve documental de menos de un minuto sobre el pueblo quemado puede verse el alcance de la devastación. Los damnificados caminan entre escombros aún humeantes mientras suena una música de tragedia. En otra toma se los ve en fila a la espera de recibir auxilio ante una puerta de Canfranc Estación.

El 10 de julio de 1947 se publicaron en el BOE todos los nombres de los propietarios y titulares de derechos reales de los inmuebles devastados. También pueden leerse en el mismo documento las características de cada solar y de sus lindes.

Canfranc no fue reconstruido. Este hecho es la mayor evidencia de que el dinero nunca llegó, sino que se quedó por el camino a pesar de que este pueblo fue uno de los lugares arrasados que Franco adoptó. En este caso, según el decreto promulgado en el Boletín Oficial del Estado del 7 de julio de 1944.

EL IRRESISTIBLE MAGNETISMO DE CANFRANCLa cantidad de millones que se recaudaron fue tan desorbitada que resulta inverosímil. Provino de los orígenes más diversos: la donación para reconstruir Canfranc del salario de un día de todos los funcionarios españoles, tanto civiles como militares, iniciativa a la que se sumaron voluntariamente muchos obreros y campesinos, con lo que para ellos suponía esta merma de sus ingresos en plena posguerra. Además, se organizaron numerosas cuestaciones, colectas y espectáculos para ayudar a los afectados: corridas de toros, partidos de fútbol y revistas musicales. En Francia y en muchos países de América, a través de suscripciones populares, se logró reunir también mucho dinero.

Cuando Franco adoptó este municipio, declaró que el pueblo de Canfranc sería un símbolo de la nueva España. La profecía se cumplió de la forma más cabal posible, no pudo ser más certero en su vaticinio, pues en este lugar a escala sucedió lo mismo que en el resto del país: a consecuencia del desastre, se produjo una emigración masiva mientras se cometía un fraude. Así fue en otros tantos territorios, pero en este caso resultó, a la vista de las cifras, colosal. El dinero nunca apareció. Se calcula, por las palabras de algunos testigos de la época, que hubiera servido para reconstruir Canfranc cinco veces. Para mi labor detectivesca tracé una línea en el mapa de España desde Madrid a Canfranc para comenzar a indagar en qué punto de nuestra geografía esos cientos de millones de pesetas habían cambiado de dirección, destino y, sobre todo, de manos. El hallazgo me sorprendió. No era el que esperaba ni mucho menos. Ese asombro fue el que me empujó a contarlo.

No fue Canfranc el único pueblo adoptado y después abandonado. En algunos otros lugares también sucedió que solo llegaron las promesas, pero ninguna realidad que consiguiera que se levantaran de sus ruinas.

Por tanto, los vecinos de este enclave del Alto Aragón en el corazón del Pirineo resultaron afectados primero por el incendio y después por una de las mayores estafas de la historia de España, que, como suele suceder, fue silenciada por quienes la tramaron y llevaron a cabo, sin que apenas quede noticia de este robo monumental. La impunidad de quienes se quedaron con el dinero y el disfrute que de él obtuvieron sus descendientes también es real.

Sucedía, además, simultáneamente, y dentro del contexto internacional, que, tras cruzar el edificio ferroviario, muchos judíos consiguieron eludir la deportación. La fachada simétrica con tantas ventanas asomadas al valle de Los Arañones fue para ellos el umbral desde el que renacieron, el nuevo punto de partida que les propició alcanzar lo más anhelado, y también lo único que les permitiría continuar.

Creo que algunos escribimos para que el olvido no anegue lo que siempre debería estar presente. Cumplimos, en ese sentido, con una labor de rescate que no sería posible si esta intención testimonial no llegara a las manos de los lectores.

Durante los años que han pasado desde entonces, muchos de quienes siendo niños se salvaron al atravesar esta estación vivieron con el deseo de volver algún día a Canfranc. Quienes cumplieron su propósito cruzaron el océano en dirección contraria, esta vez en avión, luego tomaron un tren en Lisboa, tal vez el Lusitania, después el AVE en Madrid hasta Zaragoza y finalmente, desde allí, se desplazaron por otros medios, algunos incluso en el Canfranero, ese tren que, tal vez, en un día no muy lejano atraviese de nuevo el túnel de Somport para llegar a Francia. Es fácil imaginar la emoción inmensa de estas personas, cuando, junto a los familiares que los acompañaban, tuvieron enfrente el lugar que los vio renacer.

Lo que en resumen significó Canfranc en ese infausto periodo de la Segunda Guerra Mundial fue, ante todo, libertad y esperanza. Por eso, el magnetismo que ejerce aún ahora sobre nosotros proviene de estos dos conceptos vitales, por lo necesarios que son para nuestra existencia, junto con la admiración que su arquitectura y el entorno nos producen. Al conjugar estas tres características: libertad, esperanza y admiración, de este cóctel prodigioso surge, inevitablemente, el amor por este lugar, desdoblado en pueblo y en estación, y por sus gentes.

En los años cuarenta los componentes de la compañía de teatro Los Vieneses, fundada por el austriaco Artur Kaps, y de la que formaron parte el italiano Gustavo Re y los también austriacos Franz Johan y la marionetista Herta Frankel, cantaban:

Si quieres ser feliz y las penas olvidar,

pídete un café y un buen cognac

y toma un tren para Canfranc.

Siempre es una buena idea aceptar esta invitación.

 

(*) Rosario Raro es escritora, doctora en Filología Hispánica y profesora de Lengua Española y Escritura Creativa en la universidad de Castellón. Premio Aragonés del año 2022 concedido por los libreros de la provincia de Huesca por su novela El cielo sobre Canfranc.


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